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Competitividad, lastre del agro mexicano

México representa junto con Brasil y Argentina 80% del PIB agrícola de AL, pero no es competiti un agricultor nacional cultiva 5 hectáreas en promedio, uno argentino o estadounidense, unas 18
lun 17 noviembre 2008 06:00 AM
Sin Pie de Foto
En 10 años, la producción agropecuaria brasileña dio un salt

La fachada de la casa color ‘azul hospital’ luce descuidada. No tiene teléfono ni computadora, pero sí destacan dos ventanas que dan a una calle polvorienta y silenciosa.

Por allí, dos empleados desganados entregan los cheques de Procampo a hombres de sombreros grandes y pobreza enorme, que tienen toda la paciencia o la resignación necesarias para aguardar su pago bajo el sol.

Es una oficina de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa) en el Estado de México. “Bajo estas condiciones, hacer una pregunta sobre la competitividad del campo mexicano se contesta sola”, dice Rita Schwentesius, investigadora del Centro de Investigaciones Económicas, Sociales y Tecnológicas de la Agroindustria y Agricultura Mundial, de la Universidad Autónoma Chapingo, en el Estado de México.

El campo mexicano está ‘descarapelado’, como esa oficina. El mundo vende leche a precio de oro, soya a valores marcianos y vuelan los cheques de seis cifras para fabricar biocombustible con maíz o caña de azúcar. Pero ese campo del siglo XXI pasa en Wellington, Buenos Aires, Curitiba o Kansas City, no en México.

¿Qué depara el futuro al campo mexicano?, ¿es posible que reiteremos un ciclo eterno?, ¿qué tienen a favor, qué deudas arrastran y qué desafíos enfrentan los productores de México?, ¿qué nos espera? Brasil y Argentina, que con México representan casi 80% del PIB agrícola de América Latina, tienen experiencias para empezar a dar algunas respuestas.

Sagarpa, sobreviviente
Si no se entra en detalles, la cara del campo mexicano no parece tan demacrada. Culminará la temporada 2007-08 con seis millones de toneladas de carne (66% más que hace 12 años) y 10,400 millones de litros de leche, 41% más que en 1996.

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O sea vamos bien, pero ni tanto. En 14 años, la producción de granos subió de 29 a 38 millones de toneladas (31% más) y aun con récord en producción de alimentos, de 195 millones de toneladas para 2008, Alberto Cárdenas Jiménez, titular de Sagarpa, afirma que el sector sigue con ‘rezago’.

El campo mexicano ha tenido flexibilidad para abastecer a Estados Unidos (su más directo comprador y también su mayor competidor) en circunstancias especiales. Desde 1992, México se volvió el mayor exportador mundial de limón persa, cuando el huracán Andrew devastó las plantaciones de la Florida.

La producción de naranja también se benefició por fenómenos similares y hoy, crisis energética mediante, varias zonas productoras ganan terreno al no depender de insumos químicos derivados del petróleo, mientras que la producción de frutas y verduras, merced al Tratado de Libre Comercio de América del Norte, rompe récord.

Pero, en términos estructurales, el campo padece. Mientras Estados Unidos posee una política agrícola de largo plazo, y que se actualiza cada quinquenio, México posee una ‘jungla de leyes’ que no se aplican, perpetuan la burocracia pública y la producción de supervivencia, dicen los especialistas.

Las leyes de Desarrollo Rural Sustentable, de 2001, y de Productos Orgánicos, de 2006, por ejemplo, son inoperantes por falta de una reglamentación completa. “Tenemos muchos presupuestos anuales con subejercicio”, dice Schwentesius. “El apoyo para la ganadería de 2006, sin ir más lejos, no se entregó a todos”.

Cuando esto se confronta con las capacidades de los vecinos, el saldo es rojo. Hay asuntos que son leyes naturales imperturbables. El 75% de la productividad agrícola estadounidense, por ejemplo, proviene de inversiones en investigación, desarrollo  (I+D) e infraestructura.

México está lejos de eso. Su inversión en I+D agrícola es de 0.4% del PIB sectorial y sus subsidios son, comparativamente, de chiste. Procampo no cubre a todo el sistema: inicialmente llegaba a 3.2 millones de productores; hoy, a 2.4 millones, según cálculos privados, lo cual indica el nivel de expulsión de las zonas rurales.

De los 196 millones de hectáreas, según el Registro Nacional Agrario, sólo 11% va a producción. La mitad de esas tierras están en manos de ejidatarios y comuneros, con serios problemas de productividad, crédito y cultura productiva. Un agricultor mexicano cultiva cinco hectáreas, en promedio; un argentino o un estadounidense, unas 180.

Parte del trasfondo se explica por la falta de apoyos eficientes: EU mantiene un presupuesto equivalente a 191,100 MDP anuales; México, 58,000 MDP, de los que 25% va a sueldos de Sagarpa, universidades  e institutos sectoriales. (Estímulos insuficientes por dos lados: los ingresos agropecuarios bajaron de 16 a 6% dentro de las entradas de dinero de las familias rurales entre 1998-2008, el déficit comercial aumentó 136% en el último semestre respecto de enero-junio de 2007 y el PIB rural está estancado.)

Además, lo que el galimatías legal es a la incertidumbre del negocio, los solapamientos administrativos lo son a las ayudas. Schwentesius recuerda que desde su inicio, en 2002, el Programa Especial Concurrente (PEC) ha sido manejado por 17 instancias –desde Sagarpa y la Secretaría de la Reforma Agraria a Turismo, Seguridad e Indígenas. Eso favorece duplicidades, opacidad, costos ocultos e inflamiento de esos costos ocultos. (La Ley Agrícola estadounidense reúne todo el PEC mexicano bajo un único responsable, el secretario de Agricultura.)

Brasil, el ejemplo
Este año, la producción brasileña superó a la mexicana 3.8 veces en granos, 2.5 en leche y 3.5 veces en carne. ¿Por qué dos economías de casi el mismo tamaño tienen tanta divergencia primaria? El complejo agroexportador de Brasil es una pieza más de su engranaje industrial.

Aunque mantiene bolsones de producción de supervivencia, se reconvirtió en una máquina de suma progresiva de valor. “Los productos brasileños tenían el estigma de ‘hechos en la China de Sudamérica’, pero están revirtiendo la imagen rápidamente”, dice Daniel Rivilli, director de Marca Líquida, un fondo de inversión agrícola argentino.

Entre 1984 y 2006, la Financiadora de Estudos e Projetos, una agencia gubernamental de innovación, legó 45,000 MDP a fondo perdido para esa transición.

Uno de los ejemplos de ese proyecto es el de las carnes de res, de las que hoy Brasil es primer exportador mundial, cuando hace 10 años no figuraba en el top 10, recuerda Gilda Bozza, economista de la Federação da Agricultura do Estado do Paraná, en Curitiba.

Fue una operación consistente de transferencia tecnológica, cultural y de recursos. Desde hace 20 años, Brasil importó tecnología argentina de mejoramiento de vientres. Su industria frigorífica se modernizó y el fisco eximió de cargas a productores que retienen vientres –o aumentan el área de cultivos o implantan montes frutales y forestales, ambos negocios crecientes-.

Ahora, los frigoríficos brasileños están comprando a sus pares argentinos. La Empresa Brasileira de Pesquisa Agropecuária es el mayor centro de investigación tecnológica de Latinoamérica. Lo secunda el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, ubicado en Argentina y también reconocido por sus políticas supragubernamentales.

No es magia, sino una acción tan compleja como decir inversión estratégica. Y ejecutarla. “Brasil tiene una política agropecuaria coherente que excede a cada administración”, dice Gustavo López, director de la consultora de inteligencia en negocios agrícolas AgriTrend, en Buenos Aires. “Hay además conciencia de la importancia del sector en la economía, porque si bien tienen cargas tributarias complejas, no hay tributos distorsionantes”.

Aún hay un asunto sin resolver que une a Brasil con México y Argentina: la propiedad y el destino de la tierra. Fuerte concentración de numerosas extensiones o tierras fiscales en litigio o bajo presión de grupos como el Movimiento de los sin Tierra, en Brasil.

El presidente Luíz Inácio Lula da Silva ha mantenido baja la conflictividad, pero no siempre será así. Un descarrilamiento de las relaciones políticas –el campo es sensible en todos lados– y el riesgo acabará trasladado a costos y precios. Eso es algo que México ya experimentó en las administraciones de Ernesto Zedillo y Vicente Fox y, más recientemente, en Argentina, con Cristina Fernández.

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Los suelos argentinos son más productivos y el clima más benigno, por lo que un productor gasta un tercio en insumos y logra el mismo rendimiento que un brasileño y el doble o el triple que un mexicano.

Puertos y ciudades más cercanos al campo y mayor desarrollo de infraestructura han contribuido a que Argentina mantenga una poderosa competitividad internacional, incluso sobre Brasil, en varias áreas.

Una de ellas es la innovación de productos y servicios agrícolas, que han exportado a toda Sudamérica y es replicable en México. Los argentinos tienen sistemas de tercerización de producción y cosecha en manos de contratistas privados que facilitan la reducción de costos directos.

Sus herramientas financieras (fideicomisos, pools de siembra, mercados de futuro y derivados profundos) no fueron igualadas ni por el competitivo Brasil. “Está entre los países que mejor y más rápido difundieron modernas tecnologías como los cultivos genéticamente modificados, la siembra directa o la agricultura de precisión”, dice el analista del sector Luciano Cohan, en Buenos Aires.

La soya, ícono del crecimiento del campo argentino, es dios y el diablo en un granito oleaginoso. La soya genéticamente modificada combinada con la siembra directa, tecnología que Argentina lidera globalmente, permitió elevar el promedio de cosecha de 11 millones a más de 47 millones de toneladas en una superficie de cinco hectáreas, en 15 años, y se utilizan actualmente 18 millones de hectáreas.

 Esa omnipresencia fue centro de una reciente confrontación político-económica y social. A raíz de un proyecto de ley para implementar retenciones fiscales móviles a las exportaciones, el gobierno de Fernández acusó a los poderosos agricultores argentinos de enriquecerse a costa de la ‘soyización’ del país –término que refiere a un aparente irremediable destino de la estructura agrícola al monocultivo– y los empresarios dispusieron manifestaciones y bloqueo de rutas. No abastecieron a las ciudades durante 21 días, hasta que el Congreso rechazó la ley controversial.

El debate quizás esté adelantando futuras controversias en la región. Con los altos precios de las commodities, echar mano a los réditos agrarios es una tentación fiscal. Pero esos precios alientan también que ciertas actividades se mantengan rentables y crecientes y otras no, seleccionando las áreas más competitivas.

Éste es un dilema que México debe considerar. Su disputa con EU por el maíz pudiera tomar nota del cambio en la ganadería y el agro argentinos. Allí, mientras la producción de soya creció 6,200 veces desde 1975, productos tradicionales como el trigo y el maíz mantuvieron sus niveles o los aumentaron pero en menos superficie.

La producción de carne también fue desplazada a zonas de pastos menos ricos por la búsqueda de tierras fértiles para la soya, deseada por sus precios estratosféricos.

Medidas económicas adoptadas de 1991 a 2001 o los precios máximos fijados en 2006 desinflaron además el sensible negocio lácteo. “Producir soya no sólo es más barato y simple, sino que tiene una prima de riesgo político mucho menor (que el ganado)”, dice el analista Cohan. “Hoy ya se habla, algo o bastante exageradamente, de Argentina importando carne en 10 años”.

El mensaje: la cuestión agrícola ha recuperado brío y dinamismo y, por lo mismo, mayor riesgo de conflictividad dada su elevada sensibilidad pública, aunque en México no representa más de 9% del PIB y en Argentina absorbe apenas 8% de la población empleable, el inconsciente colectivo cristalizó que el campo es determinante.

El efecto boomerang
La agricultura es petróleo-dependiente y, con costos del crudo crecientes o inestables, la rentabilidad se sostiene merced a buenos precios agrícolas internacionales y una mayor productividad. En ese plano, políticas cambiarias y fiscales se han vuelto comunes en los gigantes sudamericanos –y en México, en menor medida– para mover la producción, en particular si el mercado de commodities sufre grandes variaciones.

Un asunto crítico para los productores latinoamericanos siguen siendo los subsidios. Durante la reciente Ronda de Doha, Estados Unidos ofreció reducir sus ayudas cerca de 12%, hasta 168,500 MDP.

Pero eso fue antes del estallido de Wall Street. Ahora se cree que, sea quien fuere el futuro presidente estadounidense, el proteccionismo subirá otro peldaño. (La respuesta de Brasil también puede ir por ese rumbo –subsidios hasta de 611,000 MDP– para mantener sus exportaciones por sobrevaluación cambiaria.)

¿Certezas? La primera: un productor de Europa o EU no sobreviviría la competencia en un mercado no intervenido. La segunda: mayores precios de commodities hacen innecesario el subsidio –y es una gran noticia para las finanzas públicas de los países desarrollados, en especial porque Europa está proponiendo reducir sus aranceles. “Por ahora, son especulaciones”, dice Rivilli. “Pero el actual nivel de precios mejora las posibilidades de crecimiento de la ruralidad de América Latina”.

La mayor demanda de alimentos y los desarrollos tecnológicos vinculados con el control de emisiones contaminantes generan nuevas oportunidades. Pero si bien Brasil camina a ser potencia en producción de biocombustible de caña de azúcar, México difícilmente obtendrá ese nivel con su maíz, del que es deficitario.

Por circunstancias como ésa, México enfrenta actualmente una coyuntura compleja. Los futuros negocios agrícolas estarán cada vez más vinculados con el desarrollo técnico.

Excesivamente enfocado en el TLCAN, perdió capacidades para abastecer el mercado interno y sus productores de baja escala enfrentan rentabilidad decreciente. Además, aumentaron la migración y el número de jornaleros itinerantes.

Repensar ese futuro exigirá una discusión amplia, que hoy no existe. Los estados, los municipios, los legisladores, no influyen más allá de su opinión, pues la Constitución sólo contempla que Presidencia genere herramientas políticas. “Debemos avanzar en la federalización (de la política agrícola)”, dice Schwentesius.

No es asunto de más dinero sino de instrumentación eficiente. Las diversas dependencias que coordinan el PEC en México agotan recursos en burocracia y poco en investigación.

Procampo no considera las realidades de los diversos tipos de productores, mercancías y regiones; es un solo e inflexible modelo para todos. “Además, el sistema de asistencia técnica debe revivirse”, añade Schwentesius. “En Estados Unidos cada estado tiene una universidad agraria con un servicio de extensionismo, pero aquí el extensionismo desapareció”.

No es sólo cosa de apariencia. El aspecto de oficinas antiquísimas, como las de Sagarpa, no es la mejor imagen del campo mexicano y su proyecto para el siglo XXI.

 

NORTE Y SUR
La agricultura mexicana es gran empleadora pero de
bajo aporte aporte en el PIB nacional y el empleo.
PIB (%) Empleo (%)*
Brasil 29 37
Argentina 30 40
México 5 30
*Toda la cadena, hasta su comercialización internacional.
FUENTE: Banco Mundial, FAO.

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