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Óscar Arias pide autocrítica a AL

El presidente de Costa Rica dice en este texto que toda la región debe atreverse a cuestionarse; existen ciertos paradigmas culturales que la atan al pasado y evitan su crecimiento, considera.
sáb 12 diciembre 2009 06:00 AM
Costa Rica puso en marcha un plan educativo que permitirá que para 2017, todos sus alumnos sepan inglés. (Foto: AP Photo / Kent Gilbert)
educación (Foto: AP Photo / Kent Gilbert)

En un ensayo magistral sobre el origen y el significado de América, el gran Alfonso Reyes, gigante de las letras castellanas nacido en esta tierra regiomontana, nos dice que “antes de ser esta firme realidad, que unas veces nos entusiasma y otras nos desazona, América fue la invención de los poetas, la charada de los geógrafos, la habladuría de los aventureros, la codicia de las empresas y, en suma, un inexplicable apetito y un impulso por trascender los límites. Llega la hora en que el presagio se lee en todas las frentes, brilla en los ojos de los navegantes, roba el sueño a los humanistas y comunica al comercio un decoro de saber y un calor de hazaña”.

Hubo una época en que era posible detener a cualquier viajero y preguntarle: “¿A dónde vas, trotamundos?”, y escuchar en los labios temblorosos de impaciencia: “Voy a América, al Nuevo Mundo, a El Dorado, al Edén sobre la Tierra”. Hubo una época en que nuestro continente sirvió de caldero para fundir todas las esperanzas de un viejo orden, sediento de un reinicio, de un borrón y cuenta nueva. Nos tocó la difícil misión histórica de vindicar para la especie humana, toda la dignidad pisoteada, toda la paz adulterada, toda la inocencia perdida, que siglos y siglos de civilización habían acumulado sobre los hombros del mundo. Hoy todo eso ha cambiado.

Nuestro continente ha dejado de ser una alucinación para convertirse en una inmediata realidad, que a veces excede y a veces defrauda nuestras ilusiones. Las brújulas de los viajeros ya no apuntan a nuestras tierras. Los caminos ya no llevan necesariamente hacia América, o al menos no hacia Latinoamérica. Más bien es ella la que debe encontrar su camino. Es a ella a quien debemos preguntarle “¿Quo vadis, América Latina?, ¿a dónde vas en medio de la confusión del parto de este milenio?

Por mucho que amo esta región, y por mucho que quisiera ser ciego ante sus defectos, no puedo evitar pensar que no estamos haciendo bien las cosas. Que caminamos a tientas en el curso de la historia. Que nuestra América Latina seguirá siendo una promesa, en la medida en que no asuma con seriedad su propia tarea. Esta región de locos y entusiastas, de quijotes y eternos adolescentes, debe madurar. Es hora de que entendamos que nadie va a traernos un mayor desarrollo en bandeja de plata. Somos nosotros, y nadie más, los encargados de labrarlo.

Es hora de que Latinoamérica se despoje de los ropajes de la autocompasión y aprenda el difícil arte de la autocrítica. Es hora de que nuestros gobiernos abandonen la propensión a ser creativos en excusas y no en soluciones, en disculpas y no en políticas concretas. Es decir, que es hora de que Latinoamérica reconozca, finalmente, su responsabilidad en la historia.

Esa responsabilidad histórica empieza por enfrentar una cruda pero inevitable pregunta: ¿por qué nos quedamos atrás?, ¿por qué la región que habría de ser el Nuevo Mundo, el mundo justo, el mundo de las oportunidades, acabó por conformarse con viajar en el penúltimo vagón del progreso?

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Contrario a lo que muchos piensan, y lo que algunos intentan vender, las razones que explican esto no son todas históricas. Cuando la mayor parte de América Latina adquirió su independencia de España, a inicios del siglo XIX, sus condiciones para el desarrollo eran similares o aun mejores que las de Estados Unidos, el Medio Oriente o el sudeste asiático.

Cuando la Universidad de Harvard abrió sus puertas en Boston en 1636, había ya universidades consolidadas, y casi centenarias, en Santo Domingo, República Dominicana; en Lima, Perú; en Ciudad de México, México; en Sucre, Bolivia; en Bogotá, Colombia; en Quito, Ecuador; en Santiago, Chile, y en Córdoba, Argentina.

Según un estudio histórico publicado por la OCDE, en el año 1500 el Producto Interno Bruto (PIB) real de México era cuatro veces más grande que el de Estados Unidos. En 1820, el PIB de América Latina excedía 12.5% el de su vecino del norte. En 1998, si excluimos a Brasil, la región representaba apenas una tercera parte de la economía estadounidense.

Una portada del semanario londinense The Economist de 1988, calificaba a Irlanda como “el país más pobre entre los ricos”. Menos de 10 años después, todos se referían a ella como “el tigre celta”. Singapur era una insignificante islita luchando por su independencia en el sudeste asiático, cuando nuestras economías realizaban sus expediciones por las diversas variantes del modelo de sustitución de importaciones. A pesar de no tener mayores recursos naturales, la economía de Corea del Sur se multiplicó por 10 entre 1960 y 1990.

La responsabilidad de montarnos en la locomotora del desarrollo era nuestra, y la vimos pasar. En vano se suceden las rabietas de caudillos pasados y presentes que pretenden culpar a todos de nuestras congojas. La explicación de nuestro rezago está en algún lugar entre el río Bravo y el Cabo de Hornos. Y reconocerlo, es dar el primer paso hacia un mayor desarrollo.

Quiero mencionar cuatro trabas culturales que considero fundamentales en la explicación de este fenómeno, y que creo que deben cambiar cuanto antes si hemos de aspirar a construir un futuro mejor para nuestros pueblos: la proverbial resistencia al cambio latinoamericana, responsable por nuestra pésima capacidad de adaptación a nuevas circunstancias; la consecuente escasez de innovación, basada en un temor a asumir riesgos y complementada por un afán conformista y mediocre; el continuo desprecio por el Estado de Derecho y los mecanismos de la institucionalidad democrática, y la macabra tentación autoritaria y militar, que como una sombra persigue a nuestra región desde su alumbramiento.

La primera traba cultural que he mencionado es la resistencia al cambio en América Latina. Creo que de todas las regiones del mundo, ninguna se aferra más al pasado que la nuestra. Ninguna le tiene más apego a un statu quo que, además, es terriblemente insuficiente. Ésta es la región del “mejor viejo conocido que nuevo por conocer”, y no deja de sorprenderme que así sea. Porque el viejo conocido es que una tercera parte de la población viva en la pobreza. El viejo conocido es que un tercio de los estudiantes no llegue nunca al colegio. El viejo conocido es que en algunos lugares haya más puestos de trabajo en las pandillas y las redes narcoterroristas, que en las empresas y los comercios.

Y, aun así, los latinoamericanos le tienen pavor al cambio. Prefieren aferrarse al pasado porque confían en que ese pasado, por más nefasto, será mejor que un futuro incierto. Esto lo observé con elemental claridad en la discusión que sostuvimos en Costa Rica, hace poco más de dos años, con motivo de la celebración del primer referéndum de nuestra historia, para decidir la aprobación del TLC con Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana. Los costarricenses que adversaban el tratado no estaban felices con sus circunstancias, pero le tenían terror a lo que podía suceder si esas circunstancias cambiaban. Yo siempre les dije una frase que John Maynard Keynes le contestó a un periodista impertinente: “Cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. ¿Qué hace usted?”.

La resistencia al cambio es la mejor forma de perpetuar nuestro subdesarrollo. Es más, es el abierto reconocimiento de la voluntad para perpetuarlo, por temor, por desidia, y muchas veces, por fanatismo ideológico. Hay en nuestro continente toda una horda de defensores de “el verdadero socialcristianismo”, “la verdadera socialdemocracia”, “el verdadero liberalismo”, “el verdadero socialismo”, el de los abuelos, el de los padres, el de 40 o 50 años atrás. ¿Cómo esperamos progresar si la máxima aspiración de nuestros pueblos es la permanencia o, incluso, el retroceso? El mundo globalizado impone el cambio. Ha llegado el momento a partir del cual no se trata de decidir si queremos o no transformarnos, no se trata de ver si nuestra ideología nos permite o no cambiar. Se trata de ver cuán rápido y cuán provechoso es nuestro inevitable proceso de cambio. La adaptabilidad a nuevas circunstancias es la clave que medirá el progreso de las naciones en las décadas por venir. Las naciones que fallen en esto caminarán hacia el futuro con los ojos en la espalda, exactamente como ha estado caminando en los últimos años América Latina.

La segunda traba cultural que nos impide aspirar a un mayor desarrollo es la escasez de innovación en la región. Si somos resistentes al cambio que nos viene de afuera, con mucha mayor razón evitamos propiciarlo a lo interno de nuestras naciones. No queremos innovar porque vemos en la innovación un riesgo que no estamos dispuestos a asumir. Le huimos a la competencia porque amenaza derechos y privilegios establecidos, y preferimos pasar de moda que pasarnos de listos. La consecuencia más notoria de esto es la mediocridad que hemos venido gestando a lo largo de décadas.

¿Cómo construir un continente de excelencia si muchas veces castigamos la iniciativa, en lugar de premiarla? ¿Cómo construir un continente desarrollado si tenemos más contralores que emprendedores? ¿Cómo avanzar si el gasto en innovación e investigación es un rubro marginal en los presupuestos de nuestros aparatos estatales?

Un estudio realizado el año pasado indicaba que del aumento total de la producción en los últimos 25 años, 88% proviene de mejoras en la tecnología, y sólo 12% de la expansión de los sistemas productivos vigentes. Latinoamérica debe entender esto, y debe entenderlo rápido.

La resistencia al cambio y a la innovación es evidente en muchos aspectos de nuestra cotidianidad, pero en ninguno es más notorio que en el currículo que se enseña en nuestras escuelas, colegios y universidades. Muchas veces he dicho que me preocupa que Latinoamérica está graduando profesionales que podían encontrar empleo en el mundo de hace 30 años, y carecen de las herramientas para desenvolverse en la actualidad. Para ponerles un ejemplo, nuestra región gradúa seis profesionales en ciencias sociales, negocios y derecho, por cada profesional en ciencias exactas y por cada dos profesionales en ingeniería. No estoy diciendo que los científicos sociales son innecesarios. Tan sólo digo que no son tres veces más necesarios que los ingenieros. Y puedo asegurar que los puestos de trabajo se crean en proporción inversa a los graduados por área de estudio.

Los científicos que han analizado este fenómeno coinciden en que nuestros estudiantes necesitan adquirir habilidades modernas, que les permitan desenvolverse en un mundo profundamente diverso e interconectado. Deben hablar, entender y pensar en idiomas extranjeros. Deben manejar los sistemas informáticos. Deben analizar crítica y creativamente la complejidad de los desafíos globales que enfrentamos, desde el desarrollo sostenible hasta el comercio internacional, desde las epidemias mundiales hasta la erradicación de la pobreza. Deben ser capaces de comprender más que memorizar, de argumentar más que recitar. Esta noche les pregunto ¿es esto lo que estamos enseñando?

Conforme con evaluaciones internacionales, nuestros estudiantes se encuentran entre los peores del mundo en comprensión de lectura, muy por debajo de muchachos que provienen de países en donde el Estado gasta, en promedio, mucho menos dinero en la educación de cada estudiante que el que gastamos nosotros. Es claro que necesitamos realizar un cambio cuantitativo en nuestra inversión educativa, pero es aún más claro que debemos realizar un cambio cualitativo.

Y en eso ustedes tienen mucho que aportar. Es el sector privado el que tiene que expresar cuáles son sus necesidades, cuáles son el tipo de profesionales para los que pueden ofrecer empleos de calidad. Costa Rica ha tenido experiencias muy satisfactorias en este campo. Una alianza entre el gobierno, el sector privado y la academia nos ha permitido poner en marcha un Plan Nacional de Inglés, con el que pretendemos lograr que, para el año 2017, 100% de los jóvenes que se gradúen del colegio cuenten con algún dominio del idioma inglés.

Junto con la Fundación Omar Dengo, Intel, Hewlett-Packard y otras empresas asentadas en el país, hemos incrementado sensiblemente la conectividad de nuestros centros educativos. Varias empresas costarricenses se han puesto de acuerdo para lanzar una campaña de orientación vocacional, incentivando a nuestros jóvenes a escoger carreras cotizadas en el mercado laboral. Juntos hemos venido creando una cultura educativa para el siglo XXI. Intensificar y reproducir este tipo de iniciativas es un paso crucial para el cambio de mentalidad que urgentemente necesita América Latina.

La tercera traba cultural que mencioné es el continuo desprecio por el Estado de Derecho y la institucionalidad democrática en la región. De esto he hablado en todo tipo de foros y ante todo tipo de auditorios, precisamente porque incide en la vida de todos los habitantes. Ciertamente es un aspecto que incide en la forma de hacer negocios en Latinoamérica.

Imaginen, por un momento, una región en donde las normas que regulan el comercio y la producción sean claras y conocidas por todos; en donde los trámites se realicen con velocidad, sin necesidad de pagar un soborno o realizar varias peticiones; en donde cualquier conflicto pueda ser dirimido en los tribunales, que juzgarán con celeridad e imparcialidad; en donde la seguridad ciudadana permita hacer negocios con tranquilidad; en donde se respeten todos los tratados y acuerdos internacionales, y se apliquen estándares universales que faculten el comercio entre países con distintas legislaciones. ¿No es ésa la región que deseamos todos? ¿No es ésa la región que podría permitirle a Latinoamérica crecer y prosperar?

Respetar la institucionalidad democrática significa mucho más que votar cada cuatro, cinco o seis años. Significa comprender que hay unas reglas del juego que no admiten excepciones. Significa comprender que es más justo el imperio de las leyes que el de los hombres. Significa comprender que el poder debe estar distribuido si ha de ser legítimo, y que respetar a los órganos que detentan ese poder es la mejor garantía para no sufrir vejaciones. Significa comprender que la democracia, con todos sus errores y defectos, es el único sistema político en donde se respeta y se promueve la realización de los individuos en libertad. Fortalecer esa institucionalidad, darle contenido a nuestras democracias, debe ser la prioridad de todos nuestros gobiernos, pero también de todos nuestros empresarios.

Me queda por mencionar una traba cultural contra la que he luchado a lo largo de toda mi vida política: la larga tutela militar de la región. Veo entre ustedes algunos rostros jóvenes. Pero también veo que el invierno ha empezado a cubrir de blanco la cabellera de muchos. Ustedes recuerdan lo que fue la dictadura. Ustedes recuerdan lo que fue ver en la televisión el cuerpo destrozado de personas que tal vez no eran nuestros hijos, pero eran hijos de alguien más. El rostro atemorizado de muchachos vestidos de soldados, que tal vez no fueron nuestros vecinos, pero fueron vecinos de alguien más. El grito desesperado de una mujer torturada que tal vez no era nuestra madre, pero era madre de alguien más. Quien recuerde esas imágenes no puede menos que espantarse ante la idea de que Latinoamérica vaya a gastar este año, en plena crisis internacional, casi 60,000 MDD en armas y soldados.

Una región que nunca ha sido más pacífica, que nunca ha sido más democrática, que finalmente abandonó las huestes de la tiranía y la violencia, parece tener prisa por volver al infierno. Bastaría ver el desfile de cohetes y rifles, de aviones de combate y helicópteros artillados, para entender el despilfarro que esto significa. Un desfile que pasa ante miles de escuelas en condiciones precarias, ante miles de clínicas sin equipo médico, ante miles de tugurios y barriadas, ante miles de bosques destruidos y cuencas hidrográficas contaminadas. Ésa es la indiferencia del desfile de la muerte, que debemos rechazar con toda nuestra voz y con todo nuestro pensamiento. Cada uno de los miles de millones de dólares que gastamos en nuestros ejércitos, conspira contra nuestro desarrollo y constituye una afrenta a las generaciones que merecen una juventud distinta a la que tuvimos nosotros.

Si algo nos ha enseñado la dolorosa experiencia de Honduras, es que en América Latina fortalecer a los ejércitos es, casi siempre, debilitar a las democracias. Abandonar el recurso a la violencia, abrazar una cultura de paz, es esencial para el cambio de mentalidad del que he venido hablando. Esta noche les pido que nos ayuden a construir una región en donde se comercien chips y no armas; en donde se formen empresarios y no soldados; en donde se busque el poderío de las ideas y no de las fuerzas armadas. Ésa es la América que dio pie a las utopías aventureras, y es la América que todavía espera en el poniente donde se dirigen las carabelas de nuestras más atrevidas esperanzas.

Quiero agradecer a los organizadores de la cumbre por invitarme a brindarles este mensaje. Espero que mis palabras les hayan dejado, al menos, una luz diminuta en la oscuridad, una luz parpadeante que recuerde que otra América Latina es posible. Respondiéndole a Alfonso Reyes, le digo a ese gran pensador de Monterrey que hay cierta razón en el presagio de un mundo nuevo, tal vez no es el loco desvarío de los trotamundos que acompañaban a Colón en sus viajes marinos, pero sí es una región mejor, una región que podemos construir a fuerza de voluntad y sentimiento. Una región en donde no le tengamos miedo al cambio, al que nos viene de afuera y de adentro; una región en donde la democracia siga abonando la libertad del ser humano, y en donde la guerra y las armas mueran para siempre, en el crepúsculo del afán por crecer y superarnos.

*El autor es presidente de Costa Rica y éstas fueron sus palabras durante la Cumbre de Negocios en Monterrey 2009.

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