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Afores: ¿sistema o actitud?

El autor es miembro del Consejo Editorial de Expansión. Además, es miembro del Consejo de la Comis
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Enseña ahora Bruce Scott, de la Escuela de Negocios de Harvard (HBS, por sus siglas en inglés) que, abatidos los regímenes de Europa del Este, y en transición o decadencia los de China continental, Corea del Norte y Cuba, se dan en el mundo solamente cinco modelos económicos:

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1) El liberalismo del laissez faire, en el que el Estado no interviene más que para garantizar el juego libre de las leyes mercantiles;
-2) El liberalismo en el que la intervención del Estado se limita a alentar las exportaciones y -obligar al ahorro;
-3) El Estado Providencia o Welfare State, hoy más discutido y emproblemado que nunca, en donde los gobiernos gestionan para el ciudadano los más importantes servicios públicos, y, finalmente,
-4) Las economías nacionalistas cerradas a la globalización, que casi por definición se encuentran en una calle sin salida.

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El establecimiento de las Administradoras de Fondos para el Retiro (Afores) es claramente para México un paso del modelo tres al modelo dos, con beneplácito de los unos y franco rechazo de los otros. No nos extraña. Rafael Termes, del Instituto de Estudios Superiores de la Empresa (IESE), nos dice que el Estado se encuentra renuente a privatizar tres campos de servicios: las pensiones, la salud y la educación. Las Afores se refieren directamente al primero e indirectamente al segundo (tendremos que dejar al tercero para mejor ocasión). Pero, ¿es que todo debe privatizarse? No: ningún ciudadano del mundo querría poner la defensa nacional, la seguridad pública y tal vez la limpieza del ambiente en manos de particulares. Entonces, ¿qué es lo que se debe privatizar? Aquello que el Estado no sabe hacer o aquello que las múltiples iniciativas privadas del país hacen mejor. Si las Afores responden a estas exigencias, no lo vamos ahora a discutir aquí, porque deseamos descender a un nivel de mayor profundidad: baste por el momento decir que el Estado tiene medios para garantizarnos que otros gestionen lo que él no sabe gestionar.

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LAS EMPRESAS ANTE LAS AFORES
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Lo que me interesa discutir ahora con los lectores de Expansión es el papel de las empresas ante las Afores. Scott dice que en el segundo modelo económico descrito, el Estado alienta las exportaciones y fuerza al ahorro. No quiere dejar al ciudadano la decisión de velar por su futuro, porque no quiere en el futuro hacerse cargo de quien, imprudentemente, no se preocupó de prevenirlo.

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Mientras el Estado Providencia, por una parte, se ha encargado de decirnos durante décadas que no debemos preocuparnos por nuestro futuro –pensiones, salud, educación de los hijos– porque él se encargará de ello a cambio de cuotas y de impuestos, las empresas privadas, como el otro brazo de la pinza, nos instaban a consumir lo más posible no sólo para disfrutar del presente –lo cual parecería groseramente hedonista–, sino para desarrollar la economía del país, lo cual se presentaba como una inteligente estrategia. Al mismo tiempo, unos y otros nos proporcionaban créditos más fáciles para consumir que para producir.

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Las cosas han cambiado: ni el Gobierno puede cumplir lo que prometió –y quizá no debería haberlo prometido– ni nuestros bolsillos tienen dinero para gastar lo que las empresas ofrecen. Además, ya no hay crédito ni para una cosa ni para la otra.

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Hemos perdido el hábito del ahorro. La palabra misma implica nostalgias de siglos pasados. El ahorro es el único sistema que se conoce para llegar a ser propietario de algo, condición consecuente de nuestro deseo de libertad e independencia personales. El despliegue de la historia nos ha enseñado que existen seis sistemas permanentes –y no sólo uno: las Afores– para ahorrar, es decir, para hacernos propietarios de cualquier cosa:

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1) El empleo y el salario, por el que me allego los recursos necesarios para mi subsistencia presente y futura, y me adueño, en el sentido más propio del término, de una habilidad, oficio o profesión, que es la mejor de las posesiones;
-2) La adquisición de útiles domésticos, que pueden alcanzar un valor consistente, no ya para ahora sino para el resto de la vida –en contra de todo consumismo de lo desechable;
-3) La compra de la casa propia (pues el Infonavit es un invento sexenal);
-4) La reserva de parte de mi dinero en cuentas de ahorro, fondos de inversión y todos los tipos posibles existentes de guardar lo ganado (¿quién me dice que no estaría a peor recaudo debajo del colchón que en el Seguro Social?);
-5) La creación de fondos de contingencia para momentos de necesidad, como vejez y enfermedades, a que se refieren las discutidas Afores; y
-6) La formación de un capital productivo sea propio, sea participado con otros.

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Hoy tendríamos que añadir dos formas adicionales de ahorro: una muy antigua que ha sido olvidada a lo largo del camino de la modernidad, a saber, los hijos. Y la otra, al revés, obligada por fuerza de los tiempos modernos: la educación. Sobre el primer punto, hay personas que tienen un grave error contable: considerar como un gasto los egresos que les causan los hijos, siendo en realidad una inversión, sobre todo cuando se les educa no sólo en computación e inglés, sino también en los valores que son propios de los hijos bien nacidos. Los seguros sociales fueron formas subsidiarias para suplir lo que la propia descendencia no pudiera subvenirnos; pero pronto desplazaron la responsabilidad de los vástagos para financiar asilos de ancianos. Acerca de la educación, todo trabajador debe saber que la capacitación permanente es una absoluta necesidad, sin la cual el empleo del que goza y el título académico del que presume no le servirán pronto para nada.

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Pero estas ocho formas de ahorro (empleo, utilería doméstica, casa propia, fondos de inversión, fondos previsores del futuro, formación de capital, educación de los hijos y capacitación continua) requieren de una condición común imprescindible, que es precisamente lo que nos falta: el espíritu de ahorro, el hábito de la propiedad antes que del gasto. Las empresas deberán infundir entre sus miembros y en la sociedad en y de la que viven, este hábito, como lo han sabido hacer tan efectivamente con el hábito del consumo.

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Por esto decimos que las así llamadas Afores no son un problema de sistemas (¿cuál será el mejor?), sino de actitud (¿cuál es mi disposición para el ahorro?). Sin esta actitud las Afores se convierten en un cuadrado redondo. Muchos ciudadanos evadirán el ahorro forzoso aunque propio, como ahora evaden los impuestos.

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Accedemos en el hecho indudable de que si no hay consumo no habrá economía; pero acéptesenos, por la misma causa, que si no hay capital no podremos producir lo que habría de consumirse.

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No hablamos para nada de cantidades, sino de disposición, de hábito, costumbre o actitud, en donde lo que interesa es el análisis del hábito de ahorro y no la cantidad, grande o pequeña, que se logre ahorrar. Es verdad que ahorrando nadie se ha hecho millonario; pero también lo es que ningún adquirente del hábito de ahorro ha caído en la miseria, ni resulta menesteroso del Estado.

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Charles Dickens nos dice por boca de uno de los principales personajes de David Copperfield: si ganas cien libras al mes y gastas noventa y nueve, serás el más feliz de los hombres; pero si ganas cien libras al mes y gastas ciento una, serás el más desgraciado. ¿Tanta diferencia con sólo dos libras? No se trata de dos libras sino de dos tipos de hombre, que se esbozan ya en la alternativa de Antístenes el griego: ¿soy yo el que tengo el dinero o soy tenido por él? ¿Son viables las Afores? Sólo si podemos exclamar con Antístenes: "¡Tengo, no soy tenido!"

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