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Alejandro Ramírez Magaña <br>Del gabin

Tenía antes sí una estructura de negocio a la cual le urgía renovarse. Se trataba, sin más, de s
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Hace menos de cuatro años él estaba muy satisfecho en Nueva York, a punto de firmar un contrato para permanecer en el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Su destino personal, de total corte académico e investigativo, se avizoraba claramente después de una licenciatura en Economía en la Universidad de Harvard, una maestría en Oxford y trabajos para el Banco Mundial, en donde realizó estudios de campo cuyas conclusiones posibilitarían recursos para países pobres.

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Pero esa vocación tendría que ser, si no truncada, sí interrumpida. Estaba escrito –literalmente– que México se haría presente en sus planes. Breves líneas se lo dejaron claro: “Alex, te necesitamos. Un abrazo. Firma: Tu abuelito.”

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Y ahí tenemos a Alejandro Ramírez Magaña volando en 1996 de regreso a su ciudad natal, la michoacana Morelia, para reunirse con Enrique Ramírez Villalón y Enrique Ramírez Miguel, padre y abuelo (ya fallecido) respectivamente. El joven de 26 años traía bajo el brazo artículos, estadísticas y comentarios varios que le habían enviado los Enriques. Esos documentos le informaban sobre el crecimiento de la industria de distribución cinematográfica en México y el modo en que la competencia internacional y local se cernía sobre la antes tranquila Organización Ramírez (OR), una de las más fuertes cadenas de cines en el país.

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Estaba muy claro que Alejandro tendría que dejar para después su doctorado con Amartya Sen, su asesor de tesis en Harvard (hoy en Cambridge), mismo que fuera nombrado en 1998 Premio Nobel de Economía. La misión del joven era, pues, diagnosticar qué pasaba dentro de la División Cinema de or, cómo responder ante los retos en una industria con nueva legislación y de qué manera afrontar la belicosa entrada de nuevos protagonistas como Cinemex, Cinemark o General Cinema.

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Sus primeros 10 meses fueron, como él dice, de observación meticulosa. Ya para 1997 empezó a implantar profundos procesos de cambio de cultura y operación corporativas de OR. Pero fue durante el bienio 1998-99 que Alejandro Ramírez, ya en la posición de director de operaciones de la división Cinema vio reflejadas sus ideas sobre servicio, mercadotecnia, capacitación y objetivos principales de una empresa familiar que tenía, casi, su misma edad.

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Apuéstele al nuevo, joven
Ramírez Magaña tenía ante sí una estructura de negocio a la cual le urgía renovarse. Si bien los conceptos Multicinemas y Cinemas Gemelos habían sido revolucionarios en los años 70, lucían anticuados en los 90, ya no respondían a las expectativas de un público más exigente. No obstante, tenía otro producto, éste muy bueno, al que sólo hacía falta ponerle mucho orden e imaginación para que terminara de despegar. Con la reciente modificación a la ley que regía la industria de la distribución cinematográfica; roto el pseudo monopolio de la paraestatal Cotsa, y con la liberalización del precio de las entradas a los cines, la industria florecía. Su padre Enrique Ramírez Villalón, con ese marco, había logrado desde 1994 germinar esa otra marca, más acorde con la realidad: Cinépolis.

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Este concepto, inaugurado en Tijuana, consistía en conjuntos de más de cinco pantallas, que con el tiempo ha logrado expandirse incluso hasta 20 salas –en el complejo capitalino de Interlomas–. Alejandro admite: “Cinépolis nos permitió incursionar en mercados donde no teníamos presencia y también desarrollar más conceptos nuevos. Sin esa base previa no hubiera sido posible hacer nada”. Esas primeras salas múltiples en Tijuana se habían adelantado a lo que haría seis meses después Cinemark y lo que lanzaría un año después Cinemex. Pero había que hacer más grande la brecha.

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Así pues, el legado que en 1996 tenía Alejandro consistía en, apenas, cinco Cinépolis. Debía poner énfasis en la mejora e introducción de nuevas tecnologías. Y, al mismo tiempo, concentrarse en el crecimiento, que no incluía a los Multicinemas y los Cinemas Gemelos, cuya sentencia ya había sido emitida por el corporativo: muerte por inanición. Irían desapareciendo, fagocitados por el nuevo hijo, el noventero Cinépolis.

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Lo imperativo era poner a madurar muy rápido las nuevas salas. “Lo primero que hice fue mejorar las instalaciones –recuerda–, aprovechar que éramos los primeros en introducir las salas tipo estadio, con sonido digital (THX).” Así, en todos los complejos incluyó servicios novedosos como el Cinecafé, una cafetería con 20 variedades del grano y puso especial atención a la dulcería pues, como en la gran mayoría de los cines, la parte preponderante de las utilidades proviene de ahí: 56%. “Metimos dulcería a granel, palomitas light y de caramelo, ideamos una serie de combos (paquetes) que incrementaron la venta; pusimos a disposición del cliente módulos de guardarropa y en algunos complejos introducimos la Ludoteca, una guardería para que las parejas jóvenes puedan dejar a sus niños mientras asisten al cine.”

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Conforme los resultados se daban, Alejandro se animó a probar suerte con nuevas modalidades como el Cineticket, venta de boletos por teléfono, y ahora mismo está en negociaciones para extender la compra de entradas vía Internet, a través de la página web que también impulsó él mismo. Pero esta página no sólo tiene la función de escaparate, sino que ha sido un instrumento invaluable para saber qué opinan los clientes del servicio otorgado por Cinépolis en todas las plazas donde opera.

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Alejandro se percató de la necesidad de capacitar al personal cuando él mismo empezó a recibir los e-mails de la clientela. La retroalimentación diaria de 25 a 60 cartas electrónicas le ayudó a saber las medidas que debía tomar en el aspecto clave de atención al cliente. Y como buen amante del servicio y la mercadotecnia no tuvo más que empezar a hacer cambios profundos al interior de la organización.

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Lanzó un plan global de capacitación que abarcara todos los niveles, desde el consejo de administración, direcciones, gerencias y la tropa operativa. “Los empleados ahora entienden que deben resolver cualquier problema del cliente, por eso hemos insistido en la facultación, en el famoso empowerment”, dice. Llegar a eso fue todo menos fácil. Los antecedentes podrían haber hecho titubear al más bragado, pues amenazaban con rebasar a quien pretendiera revertir un orden motivado por una estructura sindical anacrónica, en la cual contaban más las decisiones de los líderes del Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica (STIC) que las de los propios dueños de los cines.

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“Los sindicalizados no concebían una vocación de servicio –comenta Alejandro–, tenían el monopolio de la industria y cometían abusos. Eso fue modificado cuando entró hace cuatro años un nuevo líder, mucho más negociador, quien se percató que o cambiaban o se quedaban sin cines. Hoy podemos seleccionar a la gente que trabaja con nosotros (antes nos la mandaban) y capacitarla de acuerdo con nuestros estándares.”

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Destruir para construir
Pero el aspecto de la selección y profesionalización del personal, por más sensible que parezca, no era el problema más grave. Alejandro tuvo que convencer que los cambios tenían que ser en todas direcciones, en aras ya no tanto de la competitividad, sino de algo mucho más básico: la supervivencia. Tenía que persuadir respecto de que algunas prácticas enraizadas en la operación diaria debían desterrarse. Si bien el ejemplo más notorio fue abolir los intermedios (“tuve gran oposición porque cada gerente de cine obtenía un porcentaje de la venta de golosinas, hasta que se demostró que la gente que quiere consumir lo hace antes, y no a la mitad de la cinta”), hubo otras medidas internas, más discretas, que le ocasionaron fuerte “grilla”. No faltó el directivo veterano que veía con desconfianza al señorito de Oxford que venía a hacer cambios.

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“Mi papá me había traído para eso, para implantar mejoras, y tuve siempre su apoyo y el de mi hermano Enrique, director general administrativo”, argumenta Alejandro. Las mejoras más significativas fueron la creación de una dirección de mercadotecnia, inexistente hasta entonces, en la cual la sangre joven se hizo presente en el diseño de campañas publicitarias y promociones temáticas.

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También reestructuró la dirección de programación (clave porque además de agendar las películas, negocia con las grandes distribuidoras internacionales), a la que le puso una cabeza y a la que separó de la dirección de operaciones. Ésta, a su vez, diseñó una estructura dual de supervisión a escala nacional, que califica periódicamente los estándares de toda la cadena. Con ello se rompió la estructura feudal en la que se había convertido cada complejo de salas y se logró la uniformidad en el servicio que dan en 52 ciudades del país y de la vecina Guatemala.

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Del mismo modo renovó el área de recursos humanos, que otrora sólo se encargaba de negociar con el sindicato, misma que ahora cumple con su misión de reclutamiento y capacitación. Junto con todo esto el joven directivo –preocupado por el desarrollo de los países y sus habitantes–, no podía dejar pasar un aspecto sensible: la compensación al trabajador. Cambió, pues, el sistema de remuneración con base en la consecución de objetivos.

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Lo anterior en medio de una auténtica revolución tecnológica. Hasta hace meses no eran muchos los empleados que tanto en las salas e incluso dentro del corporativo acostumbraban manejar una computadora. Ahora es obligación y derecho hacer uso de esta tecnología. La infraestructura misma de las salas de Cinépolis se ha visto beneficiada con inversiones cuantiosas en pantallas enormes; caso concreto, las llamadas Omnipantallas –con proyectores de 70 milímetros, a diferencia del de las películas comerciales, de 35 milímetros– y el infaltable sonido digital. Amén de la introducción de nuevos productos, como las salas VIP, con butacas semejantes a asientos first class de avión y demás lujos, incluido el doble precio.

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Todas estas medidas implicaron inversiones, que según Ramírez no han significado asumir una deuda cuantiosa. De hecho, opina, la deuda de la división es ridícula para una empresa de su tamaño: $60 millones de pesos. “En este sentido (el apalancamiento) nuestro grupo es muy conservador”, dice. Y cómo no: aún está fresca en su memoria la aventura de Cinexpress , proyecto visionario de renta de películas que no llegó a cuajar a mitad del presente decenio, entre otras cosas porque la crisis económica lo pescó con los dedos en la puerta.

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Lo cierto es que en poco más de tres años Ramírez logró algo difícil de imaginar en una empresa familiar: crecer y mantener un liderazgo en un sector plagado de cambios. Contribuyó a que or cerrara 1998 con 733 salas en operación, a que en 1999 se construyeran casi 100 más (65% de ellas Cinépolis , porcentaje que irá creciendo), y que para el primer semestre del 2000 se erijan otras 60 (31 de ellas en el DF, plaza en la que se volverá a concentrar). Por la cantidad de gente que entra a sus cines, asegura que mantiene 45% del mercado nacional, frente a sendos 15 o 16% de sus dos más cercanos competidores, Cinemex y Cinemark, y 9% del regiomontano Multimedios Estrellas de Oro.

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Pero eso es sólo parte de su historia personal. El directivo de 29 años –quien por el momento cohabita con sus padres, tiene como pasatiempos leer novelas, biología evolucionista, economía y, cuando puede, devora películas y palomitas de caramelo en los cines que opera él mismo– vuelve a hacer maletas rumbo a Harvard para después de año y medio concluir su maestría en administración de negocios.

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Y quién sabe: quizá regrese a México, luego de ese periodo, para ver cómo están las cosas en Cinépolis, o por fin inicie su doctorado en Cambridge. Finalmente, codearse con premios Nobel no le es ajeno.

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