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Callar y obedecer

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mar 20 septiembre 2011 02:55 PM

El barón de Montesquieu ideó en el siglo XVIII un sistema político de equilibrio de poderes cuyo propósito era no permitirle a ninguno de ellos estar sin contrapeso. Todos los sistemas democráticos del mundo se inspiran de alguna manera en esta idea planteada en su obra El espíritu de las leyes. Pero precisamente por imaginar una república con equilibrios de poderes, Montesquieu nunca pensó que el legislativo debiera imponer su ley sobre el ejecutivo.

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Todos los países democráticos del mundo establecen hoy la división de poderes que pensó Montesquieu. Pero todos le permiten al ejecutivo un papel relevante en la determinación del gasto del Estado. La razón es muy clara. El ejecutivo debe administrar el dinero público y debe, por lo tanto, tener la oportunidad de decidir cuánto gastar y cómo hacerlo.

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En los sistemas parlamentarios, como los que prevalecen en casi toda Europa, en Canadá, en Japón, en Australia y en Nueva Zelanda, un ejecutivo que no logra la aprobación parlamentaria de su proyecto de presupuesto debe renunciar, formar un nuevo gobierno con una nueva alianza o llevar a cabo nuevas elecciones. En los sistemas presidenciales, como el de Estados Unidos, el presidente tiene el poder de vetar el presupuesto y el Congreso necesita una mayoría de dos terceras partes de sus votos para vencer ese veto.

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La gran excepción es México. En una situación absurda tenemos un Congreso que determina cuánto gastar y cómo hacerlo, mientras que el ejecutivo debe limitarse a ejercer ese gasto. Hay en esto una situación esquizofrénica que sólo puede hacerle daño a la unidad de acción que requiere un Estado moderno.

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Durante mucho tiempo no nos dimos cuenta de esta debilidad intrínseca del ejecutivo mexicano frente al legislativo. Y es que los poderes metaconstitucionales de la presidencia fueron tan fuertes en el pasado que las debilidades intrínsecas del cargo nunca se manifestaron. Ahora descubrimos de que tenemos quizá la presidencia más débil del mundo democrático.

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La división de poderes, tal y como la concibió Montesquieu, es absolutamente indispensable.

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Hoy es el presidente Vicente Fox el que ha sido humillado. A él los diputados de oposición le han dirigido las palabras de la vieja sentencia de Carlos III en el sentido de que su papel es “callar y obedecer”. Pero una vez establecido el precedente, queda claro que las cosas seguirán por el mismo camino. Poco importa el partido del próximo jefe del ejecutivo; es igual si se trata del presidente López Obrador o del presidente Madrazo. El problema es que hemos creado un monstruo en que el Congreso puede definir por sí solo el gasto público y dejar al presidente en el mero papel de un administrador.

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* El autor es columnista político.

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