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Cuidado, ahí viene el coco

Hay un tirano que aterroriza a decenas de empresas: el reporte trimestral de resultados. Un document
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

El otoño pasado, SR One –la unidad interna de capital de riesgo de la compañía que entonces tenía el nombre de SmithKline Beecham–, mostró impresionantes ganancias sobre sus actividades en biotecnología. Brenda Gavin, su presidenta, calculó –correctamente, según se vio después– que los precios de tales inversiones se encontraban en el punto máximo, o casi, de su ciclo; por lo que planeaba venderlos y obtener una utilidad óptima para los accionistas de la empresa. Dichos planes, sin embargo, duraron sólo mientras no llegaron a oídos de los directivos principales. "En ese momento –dice la ejecutiva– me enviaron un mensaje de las oficinas generales: Ni un dólar más de utilidades."

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Tal vez parezca extraordinario que una firma rechace una oportunidad segura de aumentar sus ingresos pero, de hecho, es algo común en el mundo empresarial. Es frecuente que las organizaciones que van en camino de "alcanzar su cifra" –es decir, de reportar las utilidades trimestrales previstas por los analistas de valores– eviten las transacciones que puedan aumentarlas o reducirlas. ¿Por qué? En este caso, los encargados de las cuentas en las oficinas principales de SmithKline tenían por lo menos dos razones poderosas para producir los beneficios por acción esperados… Y ni un centavo más o menos.

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Primera, alcanzar la suma indicaría a la comunidad de inversionistas que las operaciones básicas llegaban sin grandes desviaciones de la estrategia o de cambios en las condiciones comerciales. Otro motivo igualmente importante era que superar las expectativas de los analistas en el último trimestre de 2000 no lograría sino poner en peligro la capacidad de la compañía para satisfacer las que tuvieran respecto al último trimestre de 2001. En muchas empresas, adecuarse a las predicciones de los analistas –en el sentido de que las utilidades aumentarán ininterrumpidamente y sin contratiempos– se volvió un imperativo incluso más importante que el de producir el rendimiento más alto posible para los inversionistas. De ahí las órdenes, aparentemente extrañas, que se le dieron a Gavin para que dejará sobre la mesa millones de dólares de utilidades potenciales.

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Las medidas –o falta de ellas en SmithKline Beecham– constituyen sólo una variante de lo que se puede llamar el juego de las ganancias. Entre los participantes se cuentan analistas, inversionistas, firmas de contadores y las organizaciones mismas; para todos, la cifra de los beneficios trimestrales representa un gran riesgo. La noticia de buenos rendimientos puede dar un gran impulso a las acciones de una firma, pero si ésta no alcanza su meta, aunque no sea más que por un centavo, sus acciones pueden resentir graves perjuicios.

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Además muchos ejecutivos de alto nivel –si no es que todos– tienen paquetes de remuneración vinculados con las metas concernientes al precio de las acciones y las ganancias. Tanto los ingresos como la reputación de los analistas de valores dependen del pronóstico correcto de las utilidades trimestrales de las sociedades que cubren. Los inversionistas, o por lo menos los especuladores, se benefician cuando adivinan qué empresas cumplirán o excederán las expectativas, y cuáles se quedarán cortas. No obstante la atención que se le presta, la suma de las utilidades trimestrales no sirve de gran cosa para predecir el desempeño o el flujo de efectivo de una organización en el futuro; rubros que, por lo menos en teoría, son la base que sostiene el valor de sus acciones. Los economistas académicos están en desacuerdo sobre casi todo, pero opinan unánimemente que el reporte trimestral dice prácticamente nada respecto a los prospectos posteriores al siguiente trimestre; incluso para un horizonte de tiempo tan limitado su valor predictivo es escaso.

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Centavos mortales

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Una escuela sostiene que la "administración de utilidades" –la práctica de emitir reportes de ganancias cuyo propósito primordial es satisfacer las expectativas de Wall Street, más que mostrar la realidad financiera– es un fenómeno marginal, que no ocurre en la mayoría de las empresas. Lynn Turner, director de Contabilidad de la Comisión de Valores y Bolsa de Estados Unidos, entre otros, cuestiona que esta actividad abunde actualmente: "Casi todos los directores de finanzas pondrían en duda la noción de que la administración de utilidades está muy extendida", dice.

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Pero, al parecer, esa opinión es la de la minoría. Las otras personas que fueron entrevistadas para redactar este artículo opinan que se trata de una constante en el sistema financiero. Una figura tan importante como Arthur Levitt, en un tiempo presidente de la Comisión de Valores y Bolsa, y como tal, jefe de Turner, mencionó que es "una costumbre muy dilatada que rara vez se pone en duda".

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Todo apunta a que los datos empíricos respaldan la posición de Levitt. En 1999, Richard Zeckhauser –un profesor de economía política en la Facultad de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard– y sus colaboradores François Degeorge y Jayendu Patel, hicieron un estudio de miles de reportes de utilidades emitidos por diversas corporaciones, según el cual hallaron que los que satisfacen exactamente las expectativas de los analistas, o que las exceden en justo un centavo, ocurren con mucha mayor frecuencia que la que sería probable en una distribución estadística aleatoria, mientras que las inferiores en justo un centavo ocurren con mucha menor asiduidad.

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En otras palabras: a menos que las leyes de la probabilidad requieran una profunda revisión, la evidencia insinúa enfáticamente que muchas empresas –por no decir que la mayoría– administran sus utilidades con la intención de satisfacer los vaticinios de Wall Street. "Es difícil hallar empresas que no inflen sus ganancias", afirma rotundamente Zeckhauser. En privado, muchos directores de finanzas corporativas admiten que les gustaría dedicar menos tiempo y esfuerzos a cumplir con la demanda de un crecimiento continuo y predecible, pero sienten que no tienen libertad de elección porque el costo de decepcionar al mercado es muy alto.

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Un ejemplo es Cisco Systems, firma que logró amplia aceptación entre inversionistas y analistas. Lo logró no sólo gracias a su papel clave en la formación de la infraestructura de internet, sino a su brillante historial como una organización que, durante 14 trimestres consecutivos, excedió en un centavo por acción las expectativas de los analistas respecto a sus ganancias. La racha llegó a su fin el último trimestre de 2000 (segundo del año fiscal de la compañía), cuando reportó utilidades de 18 centavos en lugar de los 19 previstos. Mientras que exceder ligeramente las estimaciones tendía a causar un pequeño aumento en el precio de los títulos, el quedarse un poco abajo de ellas tuvo un efecto desastroso: las acciones perdieron 13% de su valor el día siguiente de informar los resultados financieros.

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Tal vez parezca que no corresponder a los objetivos, aunque sea por un centavo, es una infracción menor, pero no lo es según la lógica del juego de las ganancias. Los analistas e inversionistas escépticos, familiarizados con la magia a que recurren las compañías para encontrar la cantidad precisa de utilidades que cumpla las expectativas, suponen lo peor cuando una antes confiable se queda corta. Como dice un veterano corredor de acciones: "Las cosas han de estar muy mal cuando Cisco no es capaz de producir un mugroso centavo."

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Dada la respuesta de Wall Street, algunas firmas deciden que, si se van a quedar cortas por una pulgada, daría lo mismo que fuera por una milla. Cuando es claro que las utilidades no llegarán a lo esperado, aprovechan la oportunidad para dar por perdidas las inversiones fallidas y las cuentas incobrables o para vender con desfalco los activos no deseados. Esta práctica sirve por lo menos a dos propósitos : permite que la empresa se desligue claramente de las malas noticias en el momento en que la decepción causada por los beneficios menores podría eclipsar las otras malas noticias que se estén dando a conocer, y ayuda a establecer una base baja de comparación de ganancias en los trimestres posteriores.

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Sin embargo, a la compañía que trata de posicionarse como un caso notable de recuperación o como una superestrella en rápido crecimiento, incluso un mal trimestre puede resultar excesivo. En tales casos, es factible que aumente su habilidad –y sus normas de contabilidad– hasta el límite, con el fin de dar a los resultados decepcionantes el mejor aspecto posible. Es posible que recurra al "préstamo" de las ventas y utilidades del siguiente trimestre para cubrir un déficit del actual. Otra táctica generalizada es el relleno de los canales: la venta de productos a clientes que todavía no están preparados para comprarlos. A veces, para que el arreglo sea sugestivo al comprador, el vendedor financia la compra sin cargar intereses; en otros casos asume el costo de almacenar los productos hasta que aquél esté listo para recibirlos.

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El campeón indiscutible de tal práctica en años recientes fue Sunbeam, la firma de electrodomésticos entonces dirigida por Albert Dunlap. Con objeto de lograr un aumento de utilidades que respaldara el precio de las acciones, el ejecutivo vendió a clientes como Sears y Wal-Mart varios millones de dólares en parrillas para asar carne a las brasas ¡en pleno invierno!, no obstante que era probable que los artículos no se pusieran en venta sino hasta la primavera o el verano. El fabricante registró las ventas de inmediato, pero permitió a sus clientes diferir el pago para los primeros meses del año. Las mercancías se guardaron en almacenes alquilados por la organización, y el ejecutivo convino en dejar que los minoristas le devolvieran las no vendidas y en darles notas de crédito por el total. En concreto: lo que la firma clasificó como ventas representaba apenas la manufactura y su envío fuera de la fábrica.

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Lo malo de tomar prestadas ventas futuras para aumentar los resultados actuales es, claro está, que se debe pagar a la larga. Con frecuencia, las compañías balancean las cuentas para que el negocio mejore, pero a veces éste no crece y, sin más, disfrazar el engaño se hace más difícil. Eso fue lo que sucedió en Sunbeam: cuando llegó el verano, sus clientes ya tenían todas las parrillas que necesitaban, por lo que la empresa no tuvo ingresos frescos con que ocultar las ventas del invierno anterior. De modo que tuvo que dar el humillante paso de reformular los estados de ingresos y ganancias de varios trimestres. Dunlap y su principal ejecutivo de finanzas fueron despedidos.

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El desastre le causó un daño duradero a la marca. Ya entonces los minoristas estaban consternados por los problemas de control de calidad, un legado más dejado por la era de Dunlap, y se molestaron mucho al enterarse de que, sin quererlo, habían desempeñado un papel en una maniobra para rellenar los canales. Los analistas y los inversionistas institucionales se sintieron traicionados, puesto que defendieron al directivo, cuyos actos fueron a menudo controvertidos.

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Pollitos en fuga

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El juego de las ganancias se generalizó tanto que a veces puede parecer un acuerdo colectivo para creer en lo increíble. Basta fijarse en Boston Chicken, una firma que durante algún tiempo, a mediados de los 90, convenció al mundo de que cambiaría radicalmente su industria al reemplazar la comida rápida por "alimento de verdad", como pollo asado y carne picada y sazonada (en el colmo de la ironía, la empresa cambió su nombre por el de Boston Market, pero ahora es parte de McDonald’s). Con el tiempo se hizo evidente que sus pronósticos de crecimiento eran exageradamente optimistas, pero no antes de que hubiera vendido al público acciones y títulos convertibles por valor superior a $800 millones de dólares. Lo hizo con base en la solidez de sus crecientes utilidades, las que, incluso en ese entonces, tenían la reputación de ser casi totalmente producto de una contabilidad ingeniosa.

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La inusitada estructura de esta asociación fue la clave del aparente crecimiento de los beneficios. Sus cientos de tiendas no eran propiedad de la organización sino de grandes franquiciatarios regionales llamados "desarrolladores de área financiados" (FADS, por sus siglas en inglés), que de independientes no tenían más que el nombre. La mayoría del dinero que necesitaban para instalar y poner en marcha las sucursales les era prestado por la misma Boston Chicken, quien posteriormente recuperaba casi todos sus desembolsos en forma de cuotas, regalías e intereses. Los envíos de las FADS aparecían como ganancias en los estados de ingresos de la firma. Así, mientras más tiendas abría la compañía, más aumentaban sus utilidades, aunque la mayoría de ellas nunca ganó ningún dinero.

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Con el tiempo el sistema se desplomó. Para fomentar tráfico hacia los establecimientos, distribuían miles de cupones en sus mercados, lo que consumía los posibles rendimientos. En consecuencia, los envíos a Boston Chicken se redujeron, por lo que llegó a su fin la racha de crecimiento. En 1998 presentó una solicitud de protección contra la quiebra, y en 1999 McDonald’s se apresuró a comprar la compañía en dificultades por un precio muy bajo. No era un secreto que el estado de ganancias no expresaba con exactitud la condición de sus operaciones restauranteras.

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La prensa de negocios publicó artículos sobre la insólita estructura de la empresa y sus extrañas prácticas de contabilidad; los vendedores en corto –inversionistas que apuestan en contra de las acciones de una corporación– dijeron a todos los que quisieron oírlos que las utilidades de Boston Chicken no existían más que en el papel. No obstante, mientras pudo reportar ganancias que igualaban o superaban ligeramente los estimados de los analistas, la demanda de sus valores permaneció fuerte.

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¿Qué lleva a los inversionistas a comprar títulos de una firma con base en las utilidades, cuando saben que éstas no son sino una estrategia de engaño y encubrimiento? Una parte de la explicación se puede hallar en el conocido fenómeno del "tonto más grande": cuando el mercado está en alza general, un inversionista puede comprar valores con plena conciencia de que son evaporables, confiado en que se encontrará un tonto más grande que se los comprará por un precio más alto.

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Pero hay algo más. Robert Markman piensa que el inmenso volumen de información que lanzan a los inversionistas de internet y los canales de televisión por cable especializados en asuntos de negocios fomenta una atmósfera de urgencia en la que se sienten obligados a actuar. El presidente de Markman Capital Management administra dinero profesionalmente desde hace casi 20 años y presenció la explosión de la cobertura del mercado con una mezcla de alarma y fascinación. Lo que le molesta en particular es la manera agitada en que los medios dedicados a los negocios informan sobre las utilidades trimestrales "como si realmente significaran algo. Es una medida totalmente artificial."

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¿Entonces por qué razón los analistas participan en el juego de las ganancias? ¿Por qué prestan tanta atención al punto de las utilidades trimestrales y hacen caso omiso del conjunto del cuadro? Baruch Lev, profesor de Contabilidad y Finanzas en la Facultad de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York, usa una metáfora distinta para hacer una pregunta parecida. Contrasta el método típico del analista con el de un doctor. Para ilustrar su punto, se vale del ejemplo de su hijo, que ejerce la cardiología en Tel Aviv: "Cuando mi hijo hace un diagnóstico, no se fija solamente en una cifra. Elabora un perfil a partir de muchos datos. ¿Qué clase de diagnóstico haría si se fijara únicamente en el colesterol?"

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Guiños y empujoncitos

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Por su parte, los funcionarios corporativos aprenden a aprovechar en beneficio propio el apetito insaciable de los analistas de noticias relativas a las utilidades. Al mantenerlos generosamente provistos de información estimulan su buena voluntad, a la vez que se aseguran de que la compañía sea la fuente primordial de datos sobre sí misma. Démosles todos los informes que necesitan para elaborar sus modelos de ganancias, se dicen los ejecutivos, y no tendrán ningún incentivo para buscarlos fuera de la organización.

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La Comisión de Valores y Bolsa instituyó recientemente un reglamento –que se conoce generalmente como Reg FD (por fair disclosure, declaración imparcial)– cuyo propósito es frenar la práctica empresarial de repartir información privilegiada entre sus analistas favorecidos. Pero el directivo capaz puede valerse de guiños y empujoncitos para orientar sus expectativas y formarse una buena idea sobre ellas, sin contravenir el reglamento. Por ejemplo: en el transcurso de una plática con un analista podría preguntarle sobre qué clase de predicciones hacen sus rivales, a lo que aquél tal vez le contestará que conoció pronósticos de hasta 27 centavos por acción.

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Entonces, el ejecutivo podría externar su opinión de que la cifra le parece un poco alta. Captando la insinuación, el analista pregunta si 24 centavos suenan mejor. Luego, los dos mencionan diversas cifras hasta que resulta claro que la compañía espera reportar ganancias de 25 centavos por acción. De este modo, el directivo frena las expectativas de Wall Street, demasiado optimistas, al tiempo que se gana la gratitud del analista por guiarlo hacia la suma correcta.

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Aunque éste, al igual que las corporaciones que cubre, es constreñido por el Reglamento FD, puede recurrir a un conjunto de gestos parecidos para transmitir su mensaje a los clientes privilegiados. Tal vez suceda que en el curso de una conversación con –digamos– el administrador de un importante fondo de pensiones, le pregunte sobre sus últimos vaticinios respecto a las ganancias. Es probable que el Reglamento FD le prohiba comunicar al funcionario que es posible que una expectativa determinada sea revisada para hacerla menor, pero nada le impide decir: "Pues he hecho montones de previsiones este mes, pero la que me tiene realmente entusiasmado es la de la corporación XYZ. Ojalá sintiera tanto acerca de alguna de las otras."

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Los costos de estas prácticas no se presentan sino hasta después. Uno de ellos es el de las decisiones relativas a la asignación de recursos, que aplacan a Wall Street, pero son contrarias a los intereses de largo plazo de los accionistas. Lev Baruch recuerda haber escuchado al director ejecutivo de una muy conocida compañía diseñadora de imágenes asegurar a unos analistas que la empresa lograría su meta de utilidades. Prometió que para alcanzar su cifra reduciría los gastos de investigación y desarrollo. "¿Se lo imagina? –pregunta Lev–. Se trata de una clásica firma del campo del conocimiento: para crecer, depende de la innovación. ¿De manera que reduce la investigación y el desarrollo?" Peor aún, continúa el académico, en sus reportes sobre la reunión los analistas hicieron hincapié en que el director juró que lograría sus metas, pero él no dijo cosa alguna respecto al costo de largo plazo de llegar a ellas.

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Para los inversionistas es valioso conocer la información porque las acciones reaccionan fuerte, sea de manera positiva o negativa, a las sorpresas causadas por ganancias o pérdidas. Así, los accionistas que anticipan correctamente tales sobresaltos, se encuentran en posición de ganar la ventaja codiciada: la credibilidad del mercado.

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El autor es editor senior de HBR.
-La traducción es de Julio Galindo U.

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