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El extraño caso de L2K

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mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

A ver: alcen la mano todos aquellos que hayan tenido un problema con su computadora y a los que un diligente administrador de sistemas les haya solucionado puntualmente la bronca. ¿Cómo? ¿Nadie? ¿Ni una sola mano? Bienvenidos al mundo informático.

- Triste destino el de los usuarios de computadoras personales (o PCs, como les dicen los entendidos), pues utilizamos una tecnología que jamás lograremos entender. Apenas aparece en la pantalla un terrible mensaje –“Error fatal. El programa fulano ha realizado una operación ilegal y será cerrado. Perderá cualquier información no respaldada”–, acompañado de una temible equis encerrada en un amenazante círculo rojo, nos ponemos a temblar. ¿Qué pasará? ¿Se me borrará el disco duro? ¿Explotará la máquina si le digo que OK? ¿Se devaluará el peso? ¿Perderá el PRI la elección presidencial?

- Cualquier suposición es válida, cuando la advertencia viene cifrada en un lenguaje tan oscuro y se parte de la premisa de que, si algo falla, es culpa de quien usa la máquina y jamás de quien haya escrito el código del programa.

- Es hora de llamarle al administrador de sistemas, es hora de prender la veladora y rezarle una novena a San Judas Tadeo para que el señor ingeniero se digne en atender a nuestro llamado de auxilio, es la hora de inventar excusas, de decir “no sé, yo sólo abrí el procesador de texto, ese salva-pantallas yo no se lo instalé, este diskette me lo dieron en finanzas y no sabía que estaba contaminado”, y es hora de ensayar la mejor cara de paleta que tengamos.

- Llega uno de los “administradores de sistemas” y nos ve con cara de “¿qué hiciste, pedazo de animal?, ¡qué le hiciste a mi máquina?”, como si de pronto olvidara que el usuario cotidiano de los fierros que tiene enfrente es ese “pedazo de animal” cuyo único pecado es no saber qué hacer, si decirle OK, presionar cancelar o desconectar la máquina, fingir demencia, salir a fumarse un cigarro y regresar para fingir demencia, desconectar la máquina… etcétera.

- Más que desesperarme, este mundo informático me humilla y me recuerda el caso de mi tía La Nena, que estaba muy orgullosa porque ya tenía licencia para manejar, pero ni siquiera sabía cambiarle la llanta al coche y apenas podía distinguir entre el carburador y el radiador.

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- Pero también me pone paranoico, cada vez que enciendo mi PC ruego a Dios Todopoderoso que no le pase nada, porque si no tamaña bronca que me gano con Ramoncito, nuestro diligente administrador de sistemas. Y para ejemplo, baste mencionar cierta anécdota que protagonizara nuestro querido mensajero, Maximino, para mayores señas el tocayo, quien luego del incidente se ganó el apodo de L2K (léase “el-tu-quéi”, por sus siglas en inglés).

- El episodio ocurrió el año pasado, en plena final de la Copa Confederaciones. Como era de ley (y como estábamos retrasados en la entrega de un informe), para no perdernos el partido alguien llevó una tele a la oficina, otro llevó la bolsa de papas fritas, y alguien más las cocas.

- Así, entre reporte y reporte, vimos a nuestros seleccionados clavarles la friolera de cuatro goles ni más ni menos que a Brasil. Maximino (o L2K) era de los realistas que apostaron a que México perdía. Pero cuando vio que los ratoncitos verdes hacía la chica, luego del silbatazo final no pudo más, olvidó su pérdida y estalló en gozo. Nadie sabe de dónde sacó el bote de serpentina en aerosol (las cosas que inventan, háganme el favor). Y al grito de “¡Oléeeeee oléeee olé-oléeee, olée olée”, nos bañó a todos con la infecta solución.

- Lo malo es que también le cayó a los monitores. A la mañana siguiente, ninguna de las computadoras encendía. L2K sabía que era el fin de sus días en la empresa. Admitió su culpa y fue en busca de Ramoncito.

- “¿Pus qué les haces a las máquinas, oyes?”, le preguntaba, desesperado, nuestro informático asesor, mientras abría cada monitor y lo limpiaba. Maximino estaba pálido, con la mirada vacía, pedía perdón una y otra vez. Este es uno de esos extraños casos en que el usuario tiene la culpa. Pero la excepción no hace la regla. 

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