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El jefe chicharronero

Hay tantos tipos de jefes como variedades de chiles hay en el mercado de jamaica
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Nunca se sabrá de dónde salen, pero ahí están y siempre tienen la razón, nadie sobre la faz de la tierra puede hacerlos que cambien de opinión y el que piensa distinto de ellos es inmaduro (cuando no es un auténtico “retrasado mental”). Fueron educados en la creencia de que la verdad es una (como Dios, como ellos), en que no hay más camino que el suyo y creen que la divina verdad fue previamente implantada en su cerebrito.

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Pero se equivocan, claro que se equivocan: errare humanum est, dijo el latino. No obstante, ellos no lo saben o pretenden no saberlo, tampoco reconocen algo tan evidente y, si bien los hechos demuestran que “la regaron”, ellos se mantienen tercos, con la idea de que los demás les llevan la contra, que les tienen envidia y que la razón ha sido, es y será de su propiedad. Señoras y señores, les presento al jefe chicharronero, por aquello de que “sólo sus chicharrones truenan”.

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El jefe chicharronero es una pesadilla, lo sé, pero hay más cosas en el cielo y en la tierra de las vicepresidencias corporativas que aquello con lo que sueñan nuestras pobres filosofías gerenciales. Hay tantos tipos de jefes como variedades de chiles hay en el mercado de Jamaica. Del mío actual, tengo poco de qué quejarme. A veces se pone neuras y me exige repetir algún informe, sólo porque no le gustó el “tono” en el que va redactado. Pero eso ocurre a veces. Cada quien habla de la feria según como le fue, pero hubo una época de mi vida de recuerdo más bien ingrato.

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El hecho ocurrió hace unos cinco años. Estábamos en plena fiebre primermundista (delirio, como luego se pudo constatar) y mi jefe de entonces soñaba con la conquista universal... a su modo. Tenía cada idea fija... y ni el presidente de la compañía podía hacerlo cambiar de opinión.

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Por ejemplo: le parecía que entrar a las nueve y media de la mañana a trabajar era un error. “En Argentina ya nos llevan una ventaja de dos o tres horas”, nos repetía, como para recordarnos que nuestro ámbito de competencia no se medía contra el puesto de tacos de la esquina. Un temblor frío nos invadía a los que trabajábamos con él al pensar que México podría firmar otro acuerdo de libre comercio con Europa o con naciones ubicadas en un huso horario aún más exótico.

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Debo reconocer que él mismo ponía el ejemplo: de lunes a viernes entraba a su oficina a las siete en punto, fresco como una lechuga. Trabajaba sin cesar hasta la una de la tarde, se tomaba 45 minutos para comer y regresaba a encerrarse en su oficina hasta las siete u ocho de la noche. Lo malo es que de la tropa –es decir, los que le reportábamos– esperaba esa misma disciplina ciega. (Muchas veces nos pidió que extendiéramos la semana hasta el sábado y, ahí sí, la mayoría lo mandamos a freír espárragos.)

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Por supuesto, en las juntas de directores hacía gala de la productividad de su área –pero no pedía más recompensa que el reconocimiento verbal de que así era– y sugería que este tipo de prácticas se extendieran al resto de la organización. Ninguno de los presentes le respondió un “Ya veremos”, sin que al menos un gesto irónico se le dibujara en el rostro. Incluso, el dueño de la empresa le advertía: “Gómez, no maltrate tanto a su gente, regáleles una tarde de vez en cuando”. El tipo no sabía cómo responder.

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Un detalle sin importancia fue el Waterloo de mi ex jefe chicharronero, quien, convencido de la calidad total en el mundo globalizado, olvidó aquel dicho (de valor estrictamente regional) de que: “Donde manda capitán...”

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Resulta que, durante una comida, al presidente de la empresa se le ocurre pedir una botella de vino –para su desgracia, Gómez se preciaba de ser experto en el arte de degustar caldos– absolutamente inadecuada. La cosa es que se hicieron de palabras y el presidente terminó la conversación con un “A mí no me vas a decir qué vino me tomo y cómo me lo tomo. La botella la pagué yo y el que paga manda”.

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No crean que por ese detalle Gómez fue despedido. El dueño de aquella empresa es “bien gente”, como dicen, y pasado ese fin de semana había olvidado el detalle. No, fue el terco de mi ex jefe quien el lunes presentó su renuncia con carácter de “irrevocable”. Serio (y críptico) me confió: “No estoy dispuesto a compartir objetivos y planes de negocio con personas tan poco educadas.”

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Hay quienes creen que el único camino para avanzar es de un solo sentido.

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