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El pecado de Sofía

Sobre los ejecutivos que todo lo controlan y rara vez delegan
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Hace tiempo que pasó la barrera de los 40 años, es soltera y tiene “problemas de peso”. Su ejemplo siempre me ha llamado la atención y tengo meses intentando escribir algo sobre ella, pues me parece que refleja uno de los paradigmas corporativos de nuestros días: el caso del ejecutivo que todo lo controla, que rara vez delega y que, cuando lo hace, quiere las cosas para “ayer”; que intenta desesperadamente que todo se haga de acuerdo con su sacrosanta voluntad y que, al final, se ve rebasado por las circunstancias y termina siendo ineficiente.

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Quiero ser bien claro, exijo que se me entienda: no tengo nada en contra de los gorditos. La persona de la que escribo es mi amiga, de veras, y la estimo; pero las cosas son como son. Intentaré ser objetivo, imparcial y justo.

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Sofía es parte de la comidilla de la compañía. Al interior, corren los más descabellados rumores sobre su persona: que si es una bruja disfrazada de ejecutiva, que si es una inútil y el puesto se lo debe al hecho de que es sobrina del director general, que si maltrata a sus subalternos, que si es grosera y mastica con la boca abierta, que si huele mal, que si es comunista y una comeniños... Para qué le sigo, ustedes pueden imaginarse el resto.

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Debo aclarar que Sofía es sumamente profesional en su trabajo: limpia, ordenada, con una idea clara de lo que se debe hacer, pero con un defecto enorme: siempre exige que las cosas se hagan como ella las ha hecho siempre y no acepta que los demás trabajan con tiempos y estilos distintos. Esto explica por qué a veces es un poco intolerante y tiene el regaño en la punta de la lengua.

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Pero es uno de los factores de orden y equilibrio en esta empresa. Por ejemplo: se conoce al dedillo las políticas internas y es capaz de recordar cómo se resolvieron ciertos problemas de presupuesto en el cuarto trimestre de 1983 (aunque ella aún no hubiese sido contratada por la compañía).

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No es que sea una bruja, lo que pasa es que tiene un carácter “fuerte” y no se anda por las ramas: hace preguntas certeras y exige respuestas concretas... de todos, incluso de su jefe y de los demás ejecutivos. No soporta que la gente salga con “su domingo siete” y se adelanta a las circunstancias. Prefiere el trabajo constante al desgaste que implica sacarlo todo “al cuarto pa’l ratito”. Sabe que, a fin de cuentas, cualquier cosa tiene solución, pero detesta la incertidumbre. En resumen: constituye un caso bien extraño en estas subdesarrolladas tierras, en donde la improvisación es cosa de todos los días y el caos campea por doquier.

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Se pueden imaginar que, con estas características, no es bien vista ni por su propio “staff” ni por muchos de los demás empleados, incluyendo algunos directores y hasta vicepresidentes. Y, hasta cierto punto, tienen algo de razón. Sofía tiende a generalizar: cuando alguien le queda mal, todos los demás pueden potencialmente quedarle mal. Si un proveedor no le entregó a tiempo, esa empresa y el resto de los proveedores pasan automáticamente a la categoría de impuntuales e informales. Este es, creo, el pecado de mi amiga, que de un lado está ella y del otro, el resto de la humanidad.

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Lógicamente, es una persona solitaria, sufre de severas depresiones y hay días en que, “en corto”, me confía que le dan ganas de mandarlo todo a la fregada: renunciar, juntar sus ahorritos –un poco más generosos que los míos, por cierto: ella es organizada y previsora; yo ni en sueños podría imitarla–, abandonar esta desquiciada ciudad y establecerse al lado del mar para dedicarse a vender aceite de coco, o alguna actividad con cero nivel de responsabilidad. Yo no le creo ni jota. Creo que está muy sola y no tiene a nadie a quien contarle sus cuitas y descargar sus frustraciones. Y no me la imagino fuera del mundo corporativo.

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Justo ayer vino a mi oficina a pedirme que la acompañara a comer. La charla versó sobre “el inútil” de su jefe, a quien se le da muy bien eso de ser desorganizado y olvidadizo. “Ya no aguanto”, me dijo, “ahora sí renuncio”. Le pedí que se tranquilizara pero ni me oyó y siguió con su perorata de quejas. Así que parece que se va. Para muchos será una alegría saber que nos abandona; para mí, no. La voy a extrañar.

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