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El secuestro de la sociedad

El secuestrador obtiene poder a partir del temor que inspira a la víctima; ésta deja de serlo al d
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

La pregunta clave en toda relación de poder es ¿quién necesita a quién? Muchos hombres y mujeres han descubierto lo que significa ser libres en el momento en que entienden que su opresor los necesita más a ellos que ellos a su opresor.

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Hay una larga cadena de historias sobre ese momento mágico en el que el espíritu de determinados hombres y mujeres se libera de la opresión. Hay quien lo consigue gracias a una fe religiosa que le permite trascender las limitaciones de tiempo y espacio y con ello se sustrae al ámbito del opresor.

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Un ejemplo es el de varios de los 27 santos mexicanos canonizados el 21 de mayo en Roma. Lucharon por defender una libertad clave, la religiosa. Perdieron la vida, pero paradójicamente ganaron la batalla: su libertad permaneció intacta. Recuerdan la frase de Domingo de Silos: “La vida podéis quitarme, pero más no podéis”.

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Más terrenal está el ejemplo de Gandhi y su eficaz doctrina de la resistencia civil pacífica, de la no-cooperación con el opresor. O las historias de víctimas de secuestros que se niegan a pagar al delincuente a cambio de la tranquilidad o de la vida de seres queridos privados de su libertad. Terrible decisión: enfrentar al poderoso sin más armas que la libertad, con la única pero inalienable arma de la soberanía personal: decir no, ya basta.

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Menos dramáticas, pero a la postre igualmente asfixiantes, son otras opresiones. Mario Vargas Llosa, hablando del régimen de Alberto Fujimori en Perú, acuñó la frase de “dictaduras invisibles”. En la letra y en las formalidades, persisten las libertades (de expresión, de sufragio, de trabajo), pero en la práctica se trata de simulaciones, de una máscara que mal esconde el verdadero rostro de la opresión.

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Los canales de televisión abierta en Perú son formalmente libres; sus dueños pueden transmitir lo que les plazca. Pero los recursos legales que hacen depender esa actividad del beneplácito del Estado funcionan como un eficaz mecanismo opresor. Bastó con que uno de esos dueños adoptara una postura crítica, para que un proceso judicial sucio y amañado le quitara la nacionalidad peruana y con ella la televisora. Los nuevos “dueños” exhiben desde entonces un asentimiento lacayuno hacia Fujimori.

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Lo mismo vale para las elecciones en Perú y ello explica porqué la OEA ha demandado que se postergue la segunda vuelta (programada para el 28 de mayo) hasta que haya condiciones mínimas que garanticen comicios equitativos y transparentes. Por ello, el candidato opositor, Alejandro Toledo, y millones de peruanos se rehusan a dar su aval a la mascarada preparada por Fujimori.

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No sólo en Perú se puede hablar de una “dictadura invisible” o de una opresión disfrazada de régimen democrático y de estado de derecho. Con sus peculiaridades e importantes diferencias, en México persisten amplias zonas de la vida política y económica sometidas a prácticas opresivas y contrarias a la libertad.

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No en vano, la retórica de dos regímenes políticos más o menos opresivos (Fujimori y el PRI) parece calcada de un sitio a otro. No en vano, ambos regímenes recurren a las dádivas demagógicas (como esa promesa desquiciada de Francisco Labastida a gobiernos estatales del pri: que la Federación absorberá la mitad de sus deudas públicas) o al chantaje propio de secuestradores: Si gana la oposición se avecinan grandes males, si no votas por mí puedes perder empleo, seguridad, vivienda, educación.

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Sin embargo, en México al menos, se está dando el fenómeno de que el miedo infundido desde el poder está perdiendo su eficacia. Francisco Calderón dibuja al “temible” dinosaurio del pri queriendo asustar con una dentadura postiza o en forma de burdo espantapájaros de cacique del que la República (el águila y la serpiente) se burla a carcajadas.

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Al parecer, llegó la hora de la libertad, de que la sociedad, a la que se le han secuestrado derechos y libertades, ha decidido dejar de ser víctima. ¿Quién necesita a quién? Si no estoy dispuesto a pagar el rescate, el secuestrador se queda sin poder. Sin mi voto, no pueden. ¿Quién tiene el poder?

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