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La buena fama

El autor es miembro del Consejo Editorial de Expansión. Además, es miembro del consejo de la comis
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Hay muchos parámetros para medir el desempeño de las empresas. Los que se utilizan en las -Fortune 500 y en “Las 500 de Expansión” no son –aunque lo parezcan– los más importantes. Por esto, la idea de referirse a -Las empresas más admiradas traspasa las fronteras de la originalidad periodística para introducirse en el terreno de los valores (de los valores, no de los precios).

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Los rangos cuantitativos –si he vendido más o he tenido menos beneficios, si mi crecimiento es superior o menor mi diversificación– suelen generar envidia, como en una carrera de caballos, pero no admiración. La admiración tiene, en cambio, su génesis en los valores; y estos, según ya lo ha señalado Charles Handy (1976), implican la complejísima dificultad de su medición. Por lo pronto, es del todo inapropiado juzgar la fama de una empresa atendiendo sólo a esa discutible medida que han dado en llamar Rion. Las pautas trimestrales de una compañía no tienen valor significativo cuando se habla de su estimación por parte del público. La admiración no es medible –como lo es la rotación de las inversiones–, pero sí es apreciable cuando usamos baremos diferentes de los criterios contables usualmente aceptados.

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Vamos a hablar ahora de estos baremos. Para ello, es preciso recordar una distinción que era clave en las consideraciones humanistas griegas, las cuales, por fortuna, subsisten aún, si bien no siempre a flor de piel, en la mentalidad de nuestros ejecutivos: debe distinguirse entre ser famoso y tener buena fama. No siempre coinciden ambas realidades y a veces parecen incluso contrapuestas. Hay entidades sociales que son, sí, famosas, en ese sentido de la sabia expresión castellana: tristemente célebres; alcanzan notoriedad, supremacía respecto de las demás –logran ser, en una palabra, famosas–, a costa precisamente, de no tener buena fama. No hay que ser tristemente célebres, ni tampoco ilustres desconocidos, como señala otra castellana expresión. Aristóteles decía que la buena fama era la máxima aspiración a la que podían tender los individuos y las instituciones, pero no hacía la misma alabanza con respecto a quienes, meramente, eran famosos.

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¿Cuáles son las medidas, parámetros o baremos que nos permiten decir que una empresa cuenta con una buena fama?

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EL EQUIPO DIRECTIVO
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Los números finales del ejercicio económico no son factor distintivo de la buena fama, sino los hombres clave de la organización. Las empresas no son el resultado de una objetiva y racional aplicación de procedimientos, técnicas, controles, estudios estadísticos; no son siquiera el fruto de una inteligente y bien elaborada reingeniería. Toda empresa es algo que arranca, antes que nada, de la persona de sus directivos, del talante ético de quienes la conducen, del carácter básico de los que apechugan con su responsabilidad: la empresa es una expresión, un florecimiento de los individuos, no depende de un modo de hacer elaborado por consultores –por otra parte útiles– con notorios nombres sajones; son el fruto del modo de ser de quienes tienen en sus manos –en su alma– las riendas de la organización.

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No dejamos de notar que, al referirnos a la dirigencia de las corporaciones, usamos intencionalmente el plural. No tienen buena fama las empresas que se encuentran colgadas de un individuo sobresaliente, de un reconocido superhombre localizado en la punta –en la cumbre, en el vértice, se dice– de la pirámide. Recordemos que las pirámides egipcias eran simultáneamente monumentos de boato y de sepultura.

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La tienen en cambio aquellas que descansan en ese estilo directivo que Peter Drucker llamó con acierto dirección de boca ancha, cuya cúspide es un equipo no de superhombres, sino –y esto es expresión de mi maestro Pedro Casciaro– hombres superiores.

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Son los hombres superiores empeñados en una acción asociada en equipo, que no buscan la supremacía y la prepotencia, sino la consecución de una meta valiosa y ardua, los que crean empresas de buena fama.

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No se piense que nuestra comunidad desconoce el modo de ser de los directivos que se desenvuelven en las grandes corporaciones. Son lo más significante y expresivo de ellas, por encima incluso de los servicios que prestan y los productos que elaboran. Desgraciadamente, aunque con ricas excepciones, cuanto más famosos se hacen los directores peor fama tienen las empresas que están a su cargo y al revés: el comportamiento de los directivos como hombres discretos, como padres de familia dedicados, como ciudadanos que atienden a las causas nobles de la sociedad civil y que se hacen más modestos en la medida en que su organización se agranda, se trasluce en la buena fama de su empresa, la cual se agiganta, a veces a pesar del propio responsable. No sería por ello oportuno abundar en ejemplos: los interesados mismos se ofenderían. Pero un director presuntuoso, que ostenta poder y riqueza, que es intemperantemente golfista –en el buen y en el mal sentido de la expresión–, echa a perder la más -sofisticada labor publicitaria acerca de las bondades de su organización.

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En una encuesta realizada por mi colega Ernesto Bolio con 1,200 directores de empresa, que debían jerarquizar 25 cualidades supuestamente importantes para un director general, la modestia resultó la penúltima en importancia, siendo la primera la creatividad. Nosotros sabemos, pese a la adversidad de nuestra propia estadística, que la creatividad y la modestia se apalancan entre sí, y ambas dan a la empresa ese toque de admiración por parte de la comunidad, de la que estamos hablando. Los directores presuntuosos perjudican el juicio que el público hace de su organización.

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LAS PERSONAS QUE INTEGRAN LA EMPRESA
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Otro factor imprescindible para medir los decibeles de la fama de una institución dentro de la sociedad, es el carácter de las personas que la constituyen. Las empresas no son ni sus políticas, ni sus reglamentos, ni sus manuales, ni sus códigos de conducta: su estrato basilar se encuentra en el carácter de las personas que las componen.

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A la popular lista de Fortune sobre las empresas más grandes, la cual, como ya aludimos, mide a las organizaciones bajo parámetros sólo numéricos, se ha respondido frontalmente con -The 100 best companies to work for in America. Las 100 mejores compañías para las cuales trabajar en América (Levening y Moskowitz, 1993), estudio que se atiene a estos ingredientes cualitativos: niveles de remuneración, oportunidades de desarrollo personal o seguridad y permanencia en el trabajo, orgullo de pertenencia, trato justo, camaradería y cordialidad. Desde la primera edición de esta sugestiva obra, hasta la segunda, 10 años después, los autores han encontrado la aparición de estos avances: participación del subalterno en las directrices del trabajo, sensibilidad de la empresa respecto de la familia, sentido del humor de los empleados, confianza en la empresa en la que trabajan.

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Nuestra tesis es ésta: las mejores empresas para trabajar en ellas son, a la vez, las más admiradas por la sociedad. Sus componentes emiten un mensaje encarnado y vivo, que dilata, como las ondas en círculos concéntricos, la buena fama de sus empresas –¡y la mala en caso contrario!– con mayor eficacia que las ondas radiofónicas y televisivas. A estas alturas, ya nos damos cuenta de que el problema de la buena fama depende de criterios de profundidad y no de criterios extensivos.

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A fin de cuentas, las personas son el retrato –el rostro, mejor dicho– de la empresa. A fin de cuentas, la conducta del individuo que conforma un negocio nos dice a gritos lo que es ese negocio, por encima de los ruidos de las relaciones públicas, haciéndonos valer la advertencia de Emerson: “Lo que eres resuena a tal punto en mis oídos que no me deja oír lo que me dices”. A fin de cuentas, debajo, encima, adelante, detrás y al lado de cada servicio y de cada producto hay siempre una persona.

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Con su gracia norteña, Guillermo Porras, de la Academia Mexicana de la Historia, acuñó el término -contra-anuncio, que ilustra cuanto decimos: hay una empresa que mantiene una flotilla de camiones en los que se pintan sus propios anuncios convirtiendo a cada camión en un pregonero de la empresa y de sus productos... ¡Pobre departamento de relaciones públicas! Porque el chofer de cada camión amenaza la paz y la seguridad. “Personalmente suelo anotar el nombre del negocio en la memoria. ¿Cómo voy a comprar un par de zapatos a la empresa que casi acaba de cortarme los pies?” (Istmo, 1988).

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SATISFACCIÓN DE NECESIDADES
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Llegamos así al signo distintivo de la buena fama. La tiene y la conserva la empresa que logra sus beneficios económicos satisfaciendo las necesidades verdaderas de la sociedad, y no sólo la que procura dar satisfacciones a las demandas no necesarias. Diríamos incluso que la buena fama se adquiere cuando la institución, sin dejar de ser mercantil, satisface necesidades no demandadas. Llamamos necesidades a todo aquello que la sociedad y los individuos requieren para que los hombres crezcan y se desarrollen como tales. Las demandas no necesarias pueden procurar un placer momentáneo, pero al poco tiempo el consumidor se siente defraudado por aquel aparato comercial que gastó muchos millones de dólares a fin de crearle demandas innecesarias y de satisfacerlas después con un ingreso de más millones.

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Hace 10 años (1987) aventuramos una definición de la sociedad de consumo que aún podemos sostener: “un sistema social en el que las organizaciones mercantiles suscitan en sus posibles clientes demandas no necesarias para ofrecerles después el modo de satisfacerlas”. Las empresas que alientan compulsivamente el consumismo pueden llegar a ser famosas, pero no lograrán tener buena fama. Diríamos con Platón que el cocinero, que satisface lo que demandamos pero nos perjudica, es siempre más popular que el médico, el cual nos ofrece lo que necesitamos, aunque no lo demandemos; pero, al final, hemos de frecuentar al médico, si antes hemos frecuentado al cocinero.

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Por esto la buena fama de la empresa tiene una estrecha relación con el modo de enfocar su publicidad: no pocas veces se considera un publicista eficaz a quien sabe persuadir que aquello que se vende es bueno, independientemente de que lo sea o no (Llano, 1988). No confundamos la buena fama con la eficacia: ésta, a plazo corto, puede conseguirse a costa de aquélla, a largo plazo. Tal sería el -contra-anuncio : he logrado una operación mercantil deteriorando mi propia confiabilidad futura.

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La satisfacción de necesidades, en relación con la buena fama de la empresa, no debe enfocarse de manera simplona. Si damos por buena la ley de -R. R. Chase (Agustín Llamas, 1987), la satisfacción del cliente no reside, de manera átoma, en la sola calidad del servicio o el producto, sino también en la expectativa que le hemos creado sobre ellos (satisfacción del cliente que recibe un servicio = impresiones del servicio recibido- expectativas previas respecto de ese servicio; servicio = impresiones- expectativas). Hay que cumplir lo que se promete, sin prometer lo que no puede cumplirse.

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TRANSPARENCIA
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Se dice que en México hay una ansia de democracia. Pero aseguramos que lo que hay realmente es ansia de verdad, de confiabilidad. La buena opinión de las comunidades tiene mucho que ver con lo que Francis Fukuyama (1996) ha denominado capital social, que es la confianza entre nosotros (trust). La confianza de la comunidad en la empresa no es un mero renglón del balance (wood will, le llaman los sajones; crédito –credibilidad– mercantil nosotros): es, de todo el balance, el más importante renglón. La empresa contemporánea, como la política contemporánea, se encuentra encajonada entre dos conceptos que se pronuncian casi igual, y que Héctor Aguilar Camín, en estas mismas páginas de -Expansión, acaba de expresar juntas: la transparencia y la trapacería. Tal vez sea éste el -quid de la buena fama de una empresa: bascular sus operaciones hacia el lado de la transparencia como antes quizá lo hizo hacia el platillo de la trapacería.

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La transparencia es hablar con la verdad. La verdad, como los verdaderos valores, no es susceptible de más y de menos, no admite disminuciones, especialmente cuando no se busca la impunidad legalista sino la buena fama. Ésta no se consigue si exaltamos la excelencia de nuestro servicio y ponemos en la sombra sus debilidades: “si dices media verdad –leemos en Machado– dirán que mientes dos veces al decir la otra mitad”.

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Pero no se confunda la buena fama con el puritanismo. Aristóteles –que nada tenía de mercadólogo– subrayó la importancia de la -retórica, que es el arte de hacer verosímil lo verdadero, al tiempo que destinaba sus vituperios a la -sofística, que es la maña de hacer verosímil lo falso.

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El trust, la confianza, arrastra consigo lo que Frederich Reichheld (1996) acaba de llamar -loyalty, lealtad del cliente, con sus inapreciables efectos: repeticiones de ventas sin esfuerzos adicionales; mayor continuidad en los ingresos provenientes de la misma persona; atracción de un cliente por otros...

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La buena fama no es la cereza, sino la pasta del pastel.

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