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La fórmula Castañeda

Primero, las reformas institucionales; después, las estructurales. El ex canciller piensa que ésta
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Algo no está funcionando en el terreno económico. Los empresarios se quejan: no crecemos, no creamos empleos, no propiciamos inversiones.

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Algunas corporaciones están comenzando a abandonar el territorio nacional para instalarse en países con mano de obra más barata y otras, en todo caso, se abstienen de ampliar sus actividades. Los propios hombres de negocios mexicanos buscan nuevas tierras para invertir sus capitales o, de plano, cierran sus fábricas y se dedican simplemente a importar productos fabricados a muy bajo costo en condiciones imposibles de igualar. ¿Qué está ocurriendo y, sobre todo, qué podemos hacer?

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Hace apenas tres años, justo al comenzar la alternancia democrática en México, habíamos concluido una etapa de excepcional bonanza económica mundial que ciertamente tuvo repercusiones en este país. Por ello, la propuesta de Vicente Fox de crecer a un ritmo de 7% anual no fue en lo absoluto algo descabellado, aunque algunos ciudadanos desencantados le reprochen haber prometido unos números que hoy parecen demasiado alegres.

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Ahora bien, no sólo se terminó naturalmente un ciclo económico y comenzó una etapa de letargo, sino que ocurrió también el martes negro. Con ese mero episodio se vieron afectados sectores enteros como la industria de la aviación y el turismo. Pero, además, se perdió la confianza. En este mundo, de pronto, ya no podíamos tener las certezas de siempre y fue necesario, o así se creyó, emprender una guerra lejana para conjurar, mal que bien, la amenaza del terrorismo.

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Se dice popularmente que cuando Estados Unidos estornuda a México le da pulmonía y, en efecto, la disminución de la actividad económica en el país vecino tuvo consecuencias directas para nosotros. Ellos son, después de todo, nuestro principal socio comercial y el monto de las exportaciones que enviamos al norte ha adquirido dimensiones verdaderamente colosales. Pero, más allá de las inevitables derivaciones de esta relación estratégica, es un hecho que aquí, en casa, tenemos todavía una buena cantidad de asignaturas pendientes para destrabar el tema económico. Esto, por lo menos, es lo que hoy día plantean muchos miembros del empresariado nacional.

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En los últimos meses, he recorrido casi todo el país y he visitado cerca de 25 ciudades. Me he reunido con estudiantes y amas de casa, así como con obreros, intelectuales y miembros de la comunidad académica. He tenido encuentros con hombres de negocios y he participado como conferenciante invitado en eventos patrocinados por organizaciones empresariales. Por lo pronto, puedo afirmar que buena parte de la iniciativa privada está a la expectativa del tema de las reformas estructurales pendientes en el Congreso. La reforma laboral, la fiscal y la del sector energético son, a los ojos de los empresarios, herramientas necesarias para lograr el ansiado despegue. En este sentido, he podido advertir que existe un auténtico reclamo de esta comunidad hacia la clase política para que asuma sus responsabilidades y trabaje por el bien de la nación.

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Se han creado muchas expectativas, excesivas quizá, respecto del alcance de estas reformas. Y, con ello, se ha abierto involuntariamente la puerta a un futuro escenario de desencanto que puede inclusive ser arriesgado para la estabilidad económica. Porque, finalmente, los mercados viven también de perspectivas, de apuestas, de esperanzas y de pronósticos. Es por ello que, de cara a la necesidad del cambio, he planteado la propuesta de realizar algunas reformas institucionales –en vez de las otras, las estructurales–  que, en principio, serían mucho más abordables y realizables, justamente porque la coyuntura política es propicia. Me refiero con esto a un entorno previo a las elecciones de 2006, en el que la figura de los eventuales candidatos presidenciales habrá de tener gran trascendencia dentro de sus propios partidos. Y, a la vez, al hecho de que estos mismos candidatos no querrán verse, como posibles mandatarios, con las mismas limitaciones a las que hubieron de enfrentarse Zedillo o Fox que, por así decirlo, han tenido las manos atadas. Una de las reformas institucionales propuestas, precisamente, plantea la creación de un mecanismo para vincular al Ejecutivo con una mayoría en el Congreso, sin llegar necesariamente a un régimen parlamentario. Porque, después de todo, hay que darle al Presidente los medios para llevar a la práctica el programa de gobierno que ofreció a los ciudadanos y para el cual fue elegido.

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Otra reforma institucional sería la creación de la figura del plebiscito para decidir sobre los grandes asuntos nacionales. No es lo mismo discutir en las cámaras sobre el formato del informe presidencial que, por ejemplo, proponerle al pueblo de México la celebración de un tratado de libre comercio con los Estados Unidos o la participación de capital extranjero en el sector energético. En la Unión Europea, muchos países han recurrido a este mecanismo para determinar si adoptan el euro como moneda propia; otros, han ingresado a la Europa ampliada por esta vía.

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Estas reformas permitirían que el país pueda desarrollarse y actuar sin verse paralizado por sus divisiones internas. La reelección de diputados y senadores, por ejemplo, propiciaría por un lado la profesionalización de nuestros representantes y, sobre todo, la rendición de cuentas ante un electorado en cuyas manos estaría la renovación de su mandato. Actualmente, la no-reelección hace que un porcentaje muy elevado (sólo se sabe cuántos después del voto) de los nuevos diputados sean, justamente... nuevos. La experiencia adquirida por los salientes, la necesidad de una memoria legislativa, de la profesionalización y especialización de los legisladores, sufren las consecuencias inevitables.

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Algunas reformas se benefician de la existencia de otras. La vinculación entre la mayoría presidencial y la mayoría legislativa se vería propiciada por la separación de funciones –de iure y no sólo de facto– entre jefe de Estado y jefe de gobierno. Existen diversas soluciones, desde una vicepresidencia hasta un coordinador oficial de gabinete (ambos sin vinculación con el Poder Legislativo), un primer ministro responsable ante el Congreso o un funcionario único de la Presidencia con verdadero poder (el caso estadounidense o brasileño). La motivación principal de una reforma de esta naturaleza es que encierra probablemente las mayores posibilidades para vincular la mayoría (electoral) presidencial con la mayoría (legislativa) en San Lázaro. Ya sea mediante un régimen parlamentario sin ambages o a través de un sistema híbrido, como el francés o el portugués, la existencia de ambas figuras –jefe de Estado y jefe de gobierno– abre un abanico de opciones en la materia que es preferible a las alternativas. El jefe de Estado, electo por sufragio universal, detenta una legitimidad única, es el garante de las instituciones y el que toma las grandes decisiones estratégicas de gobierno; pero al depender el jefe de gobierno de alguna manera de la mayoría legislativa, asegura la homogeneidad institucional necesaria al buen desempeño de la gobernabilidad.

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La segunda vuelta
Otra reforma necesaria es la instauración de una segunda vuelta en las elecciones, en particular en las presidenciales. El objetivo es claro: asegurarle a todo primer mandatario la legitimidad y fuerza que sólo pueden provenir de haber alcanzado más de 50% de los votos, y obligar a la celebración, hasta donde sea posible, de las alianzas que la segunda vuelta impone de modo ineluctable. El ejemplo de Lula en Brasil es contundente: una de las explicaciones de su éxito en lograr la aprobación de las reformas a las pensiones en su país reside en el mandato superior a 60% que recibió gracias a la segunda vuelta. Al ser eliminados todos los candidatos de la primera vuelta, salvo los dos punteros, los primeros normalmente pactan su apoyo a uno de los segundos, y de esa forma se forjan coaliciones que pueden resultar duraderas y volverse garantías de estabilidad.

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Es necesario revisar nuestro financiamiento de los procesos electorales; es evidente que nuestra democracia ya es demasiado onerosa. Por otra parte, se debe estudiar la posibilidad de reducir el número de diputados; resulta difícil entender la necesidad de mantener a tantos legisladores.

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Quiero mencionar un tema que en la literatura académica sobre sistemas políticos en América Latina recibe una gran atención: la falta de simultaneidad de todas las elecciones, que en el caso de México se referiría a diputados, senadores y Presidente de la república. Tal simultaneidad constituye, según los especialistas, una de las maneras más eficaces de asegurar una mayoría coincidente del jefe del Estado y de ambas cámaras legislativas. La ciudadanía en México, por lo que parece, sigue prefiriendo un gobierno dividido, algo que hemos visto desde 1997, pero es probable que con el paso del tiempo se convenza de la alternativa: un mandatario que cuente con los instrumentos para gobernar, en un país marcadamente distinto a Estados Unidos.

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Las razones que permiten esperar que estas reformas sean viables son bien conocidas: como he dicho en las líneas anteriores, los candidatos potenciales a la Presidencia para 2006 se encuentran ya en posibilidad de ejercer cierta influencia sobre sus respectivos partidos. Todos ellos tienen un interés político en la adopción de las reformas constitucionales: es lógico pensar que desean evitar correr la misma suerte que sus dos predecesores inmediatos.

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Hay otra razón de peso para pensar que las reformas son posibles. Es cierto que éstas permitirían a Fox emprender una primera transformación del país, pero ello no es algo necesariamente perjudicial para sus sucesores. Al contrario: ellos mismos se beneficiarían de los nuevos instrumentos para gobernar y culminar la transición.

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Además, estas reformas no encierran, como las de estructura económica, costos electorales importantes. Bien llevado, es un proceso en el que todos ganarían, lo cual significa que al promoverlo, ningún futuro candidato aventajaría a un eventual adversario. Y todos se beneficiarían con mejores márgenes de gobernabilidad.

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Finalmente, es posible afirmar que el solo hecho de la adopción de algunas sino todas estas reformas –que todas se ofrecen indispensables– mejoraría radicalmente  la posición nacional en la competencia por inversiones internacionales. México presentaría un panorama donde las diferencias políticas ya no se traducirían en parálisis.

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El efecto latinoamericano
La situación que atraviesa nuestro país, desgraciadamente, no le es exclusiva. Es un hecho que las economías de América Latina no crecen al ritmo que se requiere, que se quiere y que se esperaba. Es un hecho también que la economía mexicana refleja esta misma insuficiencia y que los rezagos, carencias y desesperación que azotan a las demás sociedades latinoamericanas, agobian también a la mexicana. El año pasado el crecimiento promedio de las economías de la región fue el más bajo desde 1995; aparte de las debacles argentina y venezolana, incluso Brasil y México padecieron mermas en su ingreso per cápita.

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Las explicaciones de este lamentable estado de las cosas se empalman con las recetas para salir del mismo. Dejando a un lado el pretexto del entorno internacional adverso –las cifras muestran que los países ricos han crecido más que los países pobres o medios durante los últimos dos, 10, 20 o 40 años, cuando toda la teoría económica indica que debiera suceder lo contrario– destacan dos explicaciones, ambas de índole económica. La primera atribuye a la propia insuficiencia de las reformas la modestia de los resultados: faltan privatizaciones, superávit fiscal, apertura o, en todo caso, tiempo. La clave, según esta interpretación, consiste en perseverar y no perder el camino o la fe. La otra, asigna la responsabilidad de la ausencia de frutos a las reformas en sí mismas: la naturaleza intrínseca del neoliberalismo conduce de modo inevitable no sólo a magros logros en materia de crecimiento económico, sino incluso a retrocesos en materia de igualdad, pobreza, etcétera.

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Ambas hipótesis parten de un diagnóstico económico y desembocan en recetas económicas, lo cual parece bastante lógico tratándose de asuntos económicos. Sin embargo la realidad ha tendido a desmentir las dos tesis: incluso el país donde las reformas se profundizaron más –Chile, para mayores señas– ya enfrenta un relativo estancamiento. Por otro lado, la búsqueda de senderos innovadores antineoliberales ha llevado hasta ahora al caos o, en el mejor de los casos, a una simple prolongación del mismo estancamiento. El dilema es tal que las agencias financieras internacionales ya hablan de las reformas de segunda generación, generalmente refiriéndose a la gobernabilidad, a reformas del aparato estatal, transparencia, servicio civil, mayor eficiencia en el gasto público, etcétera, buscando así una clave para dilucidar el enigma.

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Por ello, muchos piensan ya que la asignatura pendiente en América Latina –y por lo tanto en México también– consiste en la ejecución de grandes reformas institucionales, de amplias modificaciones en el funcionamiento de los gobiernos, de las leyes, de los poderes y de las instituciones, no por prurito académico o purismo jurídico-político, sino porque la meta por todos anhelada –el crecimiento económico, la creación y distribución justa de la riqueza, la generación de empleos y de oportunidades– sólo será posible en un contexto de calidad institucional superior, de funcionalidad gubernamental superior, de una correspondencia superior entre la realidad y la ley, entre las intenciones y los resultados, entre la letra y los hechos.

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Desde esta óptica, la respuesta al acertijo del crecimiento económico fallido se hallaría donde suelen reposar las respuestas inencontrables a los problemas económicos: en la política. Por una sencilla razón: la única manera de persistir con las reformas estructurales, si eso se busca, es a través de instituciones a la vez democráticas y funcionales, algo de lo que con muy contadas excepciones –entre las que no figura México– América Latina nunca ha gozado y que urge construir, empezando por nuestro país.

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Los obstáculos son políticos
Basta examinar el proceso que conforman las tentativas de reforma desde el principio del gobierno de Vicente Fox, para comprobar que los obstáculos que ha enfrentado son de índole política.

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La nueva Legislatura que se inauguró bajo auspicios prometedores, ha comenzado a mostrar signos ominosos. A pesar de sus promesas podría no concluir las reformas tanto esperadas. Por razones políticas. Pero, en este caso, la palabra “política” no contiene un reproche moral o psicológico. Porque, más allá de las posturas particulares de cada quien, no se trata, en esencia, ni de malas intenciones ni de falta de comprensión entre las diferentes fuerzas, sino de diferencias esencialmente políticas. Y al decir obstáculos políticos tampoco se apunta hacia una falta de capacidad, de operación política. Por ello hay que entender la existencia de instituciones cuya forma y estructura permiten que las fuerzas del mantenimiento del status quo o bloqueo sean casi siempre superiores a las fuerzas de cambio.

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Lo anterior puede poseer una explicación histórica. Al llegar la alternancia en 2000, se instauró la vigencia de las instituciones, y éstas, paradójicamente, no han mostrado la existencia de contrapesos y controles sino, sobre todo, una capacidad de bloqueo de un poder al otro. Las fuerzas metaconstitucionales daban operatividad a un sistema que, poco a poco, para satisfacer formalmente los reclamos democráticos, había ido colocando candados a todos los niveles de los tres poderes. Si a ello añadimos la fragmentación de las fuerzas electorales, tenemos el resultado actual.

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Esto parece sugerir que, tal vez, para lograr las reformas de estructura económica sería necesario primero reformar las estructuras políticas. Realizar primero las que presentan un interés indirecto, para poder realizar aquellas que presentan un interés directo: he aquí nuestra paradoja.

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Ésta nos coloca ante una disyuntiva. En general, se admite la necesidad tanto de las reformas económicas como de las políticas, pero se estima que las primeras son más urgentes que las segundas. El orden de las prioridades, sin embargo, cambia totalmente si se piensa, como lo sugeríamos hace un momento, que las segundas son la condición necesaria de las primeras. Es un punto importante, porque fija tanto la secuencia de las reformas como la estrategia para lograrlas. Hasta ahora, el gobierno ha privilegiado las reformas que constituyen un fin en sí mismas: derechos indígenas, reforma fiscal, reforma energética o eléctrica. No resultaron. La disyuntiva que se abre entonces consiste en preguntarse si conviene seguir insistiendo en la misma secuencia que antes, o impulsar reformas para hacer reformas, es decir las reformas institucionales que permitirán realizar otras reformas después.

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Si el bloqueo es político, lograr las reformas estructurales en materia económica y social requiere de reformas políticas. Si el gobierno de Fox empezó por las económicas y sociales fue porque el pueblo de México las ansiaba. La población, en cambio, no sentía tal vez la necesidad de reformas políticas, y los resultados legislativos no la incitaban a ver en la política la solución de sus problemas. Esta situación llevó a poner la carreta antes de los bueyes. Hay que situar la política realmente en el centro de la acción si queremos reformar la estructura energética, fiscal y laboral de México. No para reformar dichos sectores con base en criterios políticos, sino para dotarnos de las instituciones políticas que permitan realizarlas sobre la base de criterios económicos y sociales.

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Comenzar por las reformas políticas es la vía más realista y concreta. De hecho, tal ha sido la ruta generalmente adoptada en los procesos de transición democrática habidos desde 1975, particularmente en el caso español. Una reforma de las instituciones nos daría la fuerza para jalar la carreta. Por fin, podríamos avanzar. Es el mejor camino.

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El impacto en los mercados
Si las negociaciones por las reformas estructurales se estancan en las próximas semanas, será necesario admitir que los factores que hasta ahora las han bloqueado pueden verse confirmados. Habrá que optar entonces por modificar las prioridades y emprender al fin las reformas políticas. Si no, podemos desembocar, a la manera de la anterior reforma fiscal, en una reforma eléctrica diluida e insuficiente que, por el mero hecho de haber sido realizada, podría servir de excusa para la inacción durante el resto de la próxima Legislatura.

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Los costos nos serían facturados a todos en la medida en que este tipo de resultados tendría efectos mas allá de la clase política, en el ámbito económico nacional e internacional. Dado el antecedente de la reforma fiscal, y también por muchos otros motivos vinculados a la credibilidad del gobierno y del Congreso, los analistas de las corredurías y de las agencias calificadoras van a revisar con lupa los resultados de la Legislatura.

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Lo que algunos consideren un incremento modesto pero inicial y significativo en los ingresos estatales, puede ser evaluado por los mercados como un esfuerzo sin importancia ni impacto en el equilibrio general de las finanzas mexicanas. El criterio del éxito o del fracaso de la reforma fiscal residirá no sólo en la votación en la Cámara de Diputados o el Senado, sino también en la evaluación que hagan los mercados del tamaño y de la credibilidad del aumento en los ingresos gubernamentales que arroje el cambio.

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Y, en su caso, la explicación de que la verdadera reforma saldrá más adelante, de la Convención Nacional Hacendaria del año entrante, difícilmente resultará muy convincente. Los mercados juzgarán los resultados a la luz de las expectativas planteadas ahora, no en función de las esperanzas del año que viene. Y si esos mercados se decepcionan porque entendieron una cosa, y los legisladores otra, las consecuencias pueden ser muy graves.

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La puesta en marcha de reformas institucionales, enmarcadas en un entorno de seguridad jurídica, sería un primer paso para lograr una protección cada vez mayor de cara a los sobresaltos del mercado. En la actual coyuntura, creo que es el mejor camino a seguir.

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