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Lo que podemos (y no queremos) hacer

Al postergar un cambio real, México sufrirá aún más. Ya es hora de crear valor.
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

¿Por qué estamos como estamos? El país enfrenta problemas enormes en prácticamente todos los aspectos que importan al ciudadano común. Soportamos pobreza, inseguridad urbana, tensión social en el campo, desempleo, corrupción, mala salud, bajos niveles educativos, pérdida de valores morales y familiares, y muchas, muchas deudas. Evidentemente, esto no se produce de la noche a la mañana, ni en dos años, ni en dos décadas.

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Nuestras carencias tienen un origen relativamente sencillo, aunque ancestral: desde hace siglos, los mexicanos hemos tratado de desarrollarnos sin hacer lo que realmente tenemos que hacer, y hemos desperdiciado nuestra capacidad y talento buscando fórmulas para mejorar, sin tener que enfrentar los costos que ello implica. Así de fácil o así de difícil. Esto, por supuesto, dista de significar que no hemos sufrido. Todo lo contrario. México ha padecido males mayores a los que le corresponden, precisamente por no enfrentar, en su momento, las decisiones y acciones difíciles que, a la larga, producen desarrollo y bienestar.

Por más entretenido que pueda resultar hacer un recuento histórico de las oportunidades perdidas por México, no tenemos aquí el espacio suficiente para hacerlo, ni es el propósito de este artículo. Realmente lo que importa es asumir nuestra realidad, tal como está hoy, e identificar con claridad (y valentía) las difíciles tareas que debemos empezar a realizar, de una buena vez, para aspirar, por lo menos, a ver un México mejor en lo que nos queda de vida.

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¿Qué es lo que debemos  hacer realmente para progresar?
La respuesta corta es: crear valor. Esto significa tomar los recursos con que contamos cada uno de nosotros y, a través del trabajo, el ingenio y la capacidad de organización, transformarlos en algo más útil. Se trata de poner todo nuestro talento al servicio de la creación de productos o servicios que incrementen el bienestar.

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Es una gran mentira del socialismo decir que la riqueza no se puede crear; es decir: “si existen ricos debe ser a costa de los pobres”. Esto sólo es cierto en sociedades que no crean nada, y todo el trabajo se dedica a arrebatar algo que pertenece a alguien más. Sin embargo, cuando existe creación de valor, el mejoramiento material de una persona no necesariamente significa el empeoramiento de otra. La vida no es lo que los economistas llaman “un juego de suma cero”. Por el contrario: en un sistema que crea valor y existe la posibilidad de libre intercambio; lo más probable es que el productor sólo se hará rico si mejora el bienestar de los demás, ofreciéndoles productos que sean más valiosos que el dinero que pagan por ellos voluntariamente. Esto no lo entienden los socialistas. Por eso les ofende tanto la desigualdad. Su única preocupación es redistribuir la riqueza que existe, en vez de crear nueva riqueza que permita acabar con la pobreza.

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En el proceso de crear valor, cada quien tiene su tarea particular, misma que comentaremos más adelante. Sin embargo, hay una labor común para todos los mexicanos; ésta es: dejar de pensar en sacar ventaja de la riqueza que producen los demás. Debemos dejar a un lado el chantaje, abandonar la costumbre de transferir a la persona de al lado los costos de las acciones que nosotros tomamos. En una palabra, es preciso que todos dejemos de socializar los costos y privatizar los beneficios. Todas estas costumbres son contrarias a la creación de valor. A lo único que llevan es al deterioro de la sociedad entera; es decir, exactamente a los graves problemas que hoy enfrentamos.

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¿Qué tiene que hacer cada quien?
Los empresarios...

La primera tarea del hombre de negocios, o de quien pretenda serlo, es preguntarse: “¿Qué puedo hacer yo, mejor que los demás, para satisfacer una necesidad que no está atendida o bien para satisfacerla de mejor manera?” ¡Ojo! Esta no es una simple pregunta de Administración I en la Universidad. Lleva todo un contenido de ética corporativa. De hecho, descarta por completo a los empresarios rentistas, que buscan enriquecerse con base en contubernios y favoritismos del gobierno. Estos parásitos, aunque tengan algo de dinero, no son mejores que sus pares. Crean poco o ningún valor. Venden más caro. Jamás podrían competir en un mercado internacional abierto. Pretenden enriquecerse sobre la base de corromper funcionarios, estafar a los contribuyentes o engañar a los clientes, encubriéndose bajo el manto de la impunidad. Tal cultura no cabe en un sistema de creación de valor para el progreso. Si bien genera una idea de beneficio individual, el éxito aparente de estas prácticas invita a la imitación por parte del resto de la sociedad, depravando por completo el sistema económico, creando una cultura pseudoempresarial condenada al fracaso cuando llega el momento de competir sanamente. Estas conductas deben ser borradas y castigadas sin miramientos.

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El hombre de negocios del México al que aspiramos debe ser una persona cuya búsqueda de riqueza esté fundamentada en crear cosas tan útiles y valiosas para los demás, que los consumidores estén dispuestos a soltar su dinero voluntariamente a cambio de ellas. Solo así ganan tanto el productor como el consumidor. El valor creado se reparte entre empresarios y compradores, y todos contentos.

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En un ambiente de competencia abierta, esta no es tarea fácil. El empresario tiene que hacerse de la mejor gente para ayudarlo y pagarle bien para conservarla. Debe arriesgar su dinero en el avance tecnológico y la capacitación, con el fin de encontrar formas más eficientes de lograr los mismos o mejores productos, a precios que sigan siendo atractivos al público. Debe también manejar sus recursos financieros con prudencia, evitando la fanfarronería y el despilfarro. Debe prever recursos para tiempos de baja demanda. No se vale saquear sin medida a las organizaciones que crean valor. México está lleno y harto de propietarios ricos con empresas pobres.

En pocas palabras, las compañías mexicanas tienen que estar volcadas hacia la productividad, que genera el máximo valor con los recursos existentes. Esto no sólo es cuestión de máquinas o despidos indiscriminados de personal, sino de creatividad en la organización de los recursos, atención a los procesos productivos y a la gente que los hace posibles, firmeza en la búsqueda de calidad y dinamismo en la procuración de nuevos mercados dentro y fuera del país. El buen empresario es aquel que, en vez de lamentar la globalización, la ve con buenos ojos, pues se sabe mejor que los demás y tiene a su alcance el mundo entero como mercado potencial.

Naturalmente, el hombre de negocios que crea valor está en todo su derecho de exigir un terreno parejo para la competencia. Si cuenta con buenos proyectos, debe tener acceso a crédito para financiar sus operaciones (hoy México es el número 56 de 75 países comparados por el Foro Económico Mundial en acceso al crédito). Debe poder operar sin tener que luchar contra ese monstruo de dos cabezas que es la burocracia y la corrupción, creado por el gobierno durante décadas. Debe contar con una infraestructura productiva (carreteras, puertos aéreos y marítimos, comunicaciones, centros de educación y salud) que le permitan contender en igualdad de condiciones ante sus contrapartes en el mundo entero. Todo esto cae en el ámbito de lo que tienen que hacer los demás mexicanos (el gobierno y el sector financiero, por ejemplo) para contar con un sistema proclive a la creación de valor.

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Los trabajadores...
Los trabajadores del campo y la ciudad han sido el grupo social más sujeto a injusticias en el país. Han sido víctimas silenciosas de pseudoempresarios, pseudolíderes sociales y malos gobiernos. Los primeros los han explotado, los segundos los han engañado y los terceros los han empobrecido.

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Lo justo sería que los ingresos de los trabajadores estuvieran de acuerdo con su capacidad productiva. Esto lo lograría el mercado en forma prácticamente automática, si no tuviera tantas y tan perversas distorsiones.

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Como ya hemos comentado, en un sistema de competencia abierta y pareja, los empresarios incompetentes, parásitos y tramposos, desaparecerían con toda justicia. A esos, no debería haber política pública que tratara de salvarlos. Quedarían, entonces, únicamente aquellos con capacidad para conquistar mercados dentro y fuera de México. Cualquier empresario serio sabe que no hay nada mejor que tener colaboradores productivos y estables que le permitan competir con calidad y servicio. El buen hombre de negocios sabe que eso cuesta y se dispone a pagarlo. Está consciente de que tiene que ofrecer salarios bien remunerados para mantener a su gente motivada en el puesto de trabajo. Conoce también que tiene que invertir en tecnologías que aprovechen al máximo el talento de cada persona y en capacitación para incrementar la productividad. Ésta es la palabra clave.

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Cuando existe productividad, los incentivos del trabajador y del empresario están perfectamente alineados. Un empleado productivo permite al empresario ganar más mercados y, con ello, contar con recursos suficientes para recompensarlo. Lo último que querría el dueño de una compañía es dejar ir al personal que le ayuda a generar riqueza por tratar de quedarse con toda, sin distribuir lo justo a cada quién. Un empresario exitoso en la competencia abierta es cualquier cosa menos tonto. Siempre preferirá repartir, para seguir ganando, que tratar de capturar todo el valor una sola vez hasta que su negocio desaparezca.

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Así, pues, el reclamo de los trabajadores en un ambiente de competencia no debe ser por más salarios al margen de la productividad. Lo que tiene que reclamar el trabajador son dos cosas: 1. Instrumentos para ser cada vez más productivo (mejores tecnologías, herramientas adecuadas de trabajo, capacitación y un ambiente saludable); y 2. Una remuneración acorde al valor que genera su aportación en el sistema productivo, que es su trabajo. La verdadera conquista laboral que deben buscar los trabajadores de México es la productividad. Con ello, merecerán ganar cada vez más dinero, tener mejores prestaciones y asegurar una jubilación digna. Sólo así los puestos de trabajo pueden tener una duración estable, que vaya más allá de una buena racha en el negocio, derivada de un golpe de suerte. Lo demás es mero charrismo sindical.

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La organización gremial es legítima. La unión siempre fortalecerá las posibilidades de éxito de un reclamo genuino y justo. Sin embargo, los sindicatos han servido más para enriquecer y encumbrar a sus supuestos líderes, que para mejorar las condiciones de vida de los agremiados. La prueba salta a la vista en todos los hogares de los asalariados, que no mejoran sus condiciones de vida.

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Tradicionalmente, en el sindicalismo mexicano el método preferido de lucha ha sido la presión y el chantaje, en vez de la búsqueda de preparación para el obrero, que le permitiera generar más valor y recibir la porción justa que le toca de esta riqueza. Para un líder tradicional, siempre fue preferible la simulación y el terror. En todos los casos, al dirigente del movimiento le interesó más dar la apariencia de estar en lucha, incrementando así el precio de su acuerdo ante el patrón o el gobierno. La base social era engañada. No se olvida la frase aquella del más famoso líder obrero en México: “Señor Presidente: no se fije en lo que digo, sino en lo que hago.” Los arreglos rara vez beneficiaron a la clase trabajadora y los pocos que sí se lograban obtener eran manipulados, administrados y distribuidos a capricho por la cúpula, como si se tratara de un patrimonio propio.

México nunca se ha caracterizado por su democracia sindical. Durante décadas, la oposición al liderazgo se contuvo por medio de la fuerza, al grado de nublar la diferencia entre gangsterismo y sindicalismo, todo ello en contubernio con el poder público.

El nuevo sindicalismo requiere de trabajo serio para proponer fórmulas creativas que fomenten la productividad, alineando con ello el éxito empresarial con el laboral y propiciando la permanencia de fuentes de trabajo bien remuneradas. Así entendida, la lucha política de los sindicatos no automáticamente se tendría que aliar con la izquierda socialista. En la medida que el éxito de los trabajadores dependiera del empresarial, las propuestas políticas atractivas para la clase obrera dejarían de ser aquellas que propugnan por la eterna lucha de clases y la revolución proletaria. Los trabajadores se asociarían con organizaciones y partidos comprometidos con el crecimiento económico y la productividad; es decir, con quienes, de veras, están empeñados en crear valor.

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El gobierno...
Su primera tarea en la nueva realidad mundial debe ser garantizar la seguridad de sus ciudadanos, ante quienes la amenazan desde afuera y desde adentro. La segunda es no estorbar a quienes desean crear valor real en forma sostenible, quienes se enfrentan a la corrupción, la burocracia e innumerables distorsiones innecesarias en el mercado. La tercera es no dejar a la deriva a sus agentes económicos ante la competencia global, confundiendo la sana idea del libre mercado con ingenuidad en el ámbito internacional.

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Sobre las responsabilidades del gobierno en sus diferentes ámbitos y las del ciudadano común hablaremos en la segunda parte de esta colaboración.

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