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Los extravíos de la economía mexicana

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mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

El modelo económico keynesiano-cepalino o de la Revolución mexicana –basado en la regulación del comercio exterior y en un relevante intervencionismo gubernamental en el fomento de la actividad económica, a través de políticas sectoriales y de políticas horizontales de desarrollo general– trajo consigo un crecimiento ininterrumpido del producto nacional, que se incrementó 15.9 veces entre 1935 y 1981, al crecer a una tasa media de 6.2% anual; al tiempo que la industria manufacturera –fomentada mediante una estrategia sustitutiva de importaciones– se incrementaba 22.1 veces, al crecer a una tasa media de 6.7% anual.

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Sin embargo, desde los años 60 la estrategia mexicana de industrialización vía sustitución de importaciones mostraba relevantes signos de debilidad estructural, que en los años 70 se entremezclaron con graves fallas de manejo macroeconómico.

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En primer lugar, se cometieron serios errores en política cambiaria, al no realizar oportunamente frente al creciente déficit de cuenta corriente, los ajustes pertinentes en el tipo de cambio. La paridad peso/dólar se había mantenido constante desde 1954 hasta la devaluación de 1976, no obstante el enorme diferencial acumulado, durante los años 70 sobre todo, entre la inflación mexicana y la inflación estadounidense (en el período 1955-1970, la inflación acumulada en México fue de 72.6% contra 44.4% en Estados Unidos; y en el sexenio 1971-1976, hasta el mes anterior a la macrodevaluación, las inflaciones acumuladas fueron de 100.8% y 49.9% respectivamente, mientras la paridad peso/dólar se mantenía fija en $12.50), generándose una fuerte sobrevaluación de nuestra moneda, con el consiguiente desequilibrio externo (el déficit de cuenta corriente ascendió a 5% del PIB en 1975) que finalmente desembocó en la macrodevaluación cambiaria de 1976 (la paridad saltó a $19.95 por dólar).

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En el sexenio 1977-1982, México volvió a tropezar con la misma piedra: aunque formalmente se instrumentó un régimen cambiario de libre flotación, la paridad peso/dólar se mantuvo casi fija bajo la pueril idea de que “un presidente que devalúa, se devalúa” (José López Portillo). De esta manera, no obstante la ampliación de la brecha inflacionaria entre México y Estados Unidos (durante el quinquenio 1977-1981, la tasa de inflación media anual en México fue de 22.3% contra 9.1% en Estados Unidos), la paridad peso/dólar pasó apenas de $22.58 en 1977, a $22.95 en 1980 y a $24.51 en 1981, lo que trajo consigo nuevamente la creciente brecha de divisas en la cuenta corriente de la balanza de pagos (el déficit saltó de 1.9% del PIB en 1977 a 6.5% en 1981, no obstante los ingresos extraordinarios del boom petrolero) con la consiguiente adicción insana al desmesurado endeudamiento externo, hasta desembocar en la crisis de la deuda y la subsecuente macrodevaluación traumática de 1982.

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En los segmentos finales de ambos sexenios, se trató de corregir el desequilibrio externo mediante un hipertrofiado proteccionismo comercial: mientras en 1970, sólo 68.3% de las importaciones (en valor) estaban sujetas a controles no arancelarios (permisos previos de importación), en 1974 su proporción subió a 82% y a 90.4% en 1976, después de que en agosto de 1975 se incrementaron los aranceles de importación de 75% de las fracciones. Sin embargo, el proteccionismo hipertrofiado resultó ineficaz para corregir el agigantado desequilibrio externo: el déficit comercial ascendió a 3.9% del PIB en 1975 y apenas descendió a 2.9% en 1976; mientras que el déficit corriente apenas disminuyó de 5% del PIB en 1975 a 4.1% en 1976. Durante el sexenio siguiente, las tasas arancelarias medias se elevaron de 14.9% en 1977 a 26.8% en 1981 y a 27% en 1982; y los permisos previos de importación, que habían descendido hasta 60% del valor de las importaciones en 1980, aumentaron hasta 85% en 1981 y 100% en 1982. Una vez más, el hiperproteccionismo comercial resultó ineficaz para equilibrar la cuenta corriente (el déficit ascendió a 6.5% del PIB en 1981), desencadenándose finalmente la crisis financiera y la consiguiente macrodevaluación traumática.

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Lo peor es que el proteccionismo comercial hipertrofiado –es decir, excesivo y casi indiscriminado, precisamente por concebirse como mecanismo básico de ajuste de la balanza comercial– trajo consigo un fuerte sesgo antiexportador, agravado por la enorme sobrevaluación cambiaria que también generaba un sesgo adverso a los servicios comerciables (como el turismo), obstruyendo, paradójicamente, las vías naturales de superación del desequilibrio externo.

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Una segunda falla de manejo macroeconómico apareció en los años 70 en forma de creciente brecha ingreso-gasto público. Durante casi cuatro décadas de crecimiento sostenido (desde el gobierno de Cárdenas hasta los años 60), el manejo de las finanzas públicas se caracterizó por una notable prudencia. El balance financiero del gobierno federal arrojó, sexenio a sexenio, un déficit siempre inferior a 0.6% del PIB. Pero la prudencia fiscal fue rota durante las administraciones populistas de los años 70: el déficit financiero del sector público federal, que en el sexenio 1965-1970 representó 1.9% del PIB en promedio anual, pasó a representar 6.4% del PIB en promedio anual durante el sexenio 1971-1976, cifra que se incrementó hasta 9.7% del PIB durante el sexenio 1977-1982; mientras que el déficit operacional del sector público federal (o déficit real, que descuenta el componente inflacionario de los intereses de la deuda pública) pasó de 1.4% del PIB en el sexenio 1965-1970, a 3.5% en el sexenio 1971-1976 y a 4.8% del PIB en promedio anual durante el sexenio 1976-1982.

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Aunque la expansión del gasto comprendió un significativo incremento de la inversión pública y del gasto promocional en desarrollo humano y económico –y estuvo parcialmente acompañada de un significativo incremento de los ingresos tributarios del gobierno federal, que pasaron de 7.8% del PIB en 1970 a 11% en el bienio 1979-1980–, dicha expansión (que comprendió también una suerte de economía del derroche que drenó las arcas del gobierno) resultó excesiva, conduciendo a un déficit fiscal que se ensanchaba aceleradamente y era, por tanto, insostenible en el largo plazo.

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Como los mayores desequilibrios fiscales se financiaron con deuda –y lo que resultó peor: principalmente con deuda externa– creció también su servicio, de manera que el país se enfiló hacia una brecha ingreso-gasto público insostenible en el largo plazo: el déficit financiero del sector público (que incluye ingresos y egresos extrapresupuestales y por intermediación financiera) alcanzó 8.9% del PIB en 1976; y si bien se redujo a 6.6% del PIB en 1977 y 7.5% en 1980, se disparó después –debido principalmente al dramático incremento de las tasas de interés internacionales (la tasa de interés implícita de la deuda externa mexicana saltó de 7.3% en 1977 a 14.6% en 1982)– hasta alcanzar 14.1% del PIB en 1981 y, por los efectos adicionales de la macrodevaluación, hasta 16.9% del PIB en 1982. Aun descontando el componente inflacionario de los intereses de la deuda pública, el déficit fiscal (operacional) pasó de 1.3% en 1971 a 4.1% en 1976; y si bien descendió hasta 2.6% en 1977 saltó hasta 10% en 1981, descendiendo a 5.5% en 1982, a raíz de la crisis. Un desbalance operacional tan elevado coloca a cualquier país en desarrollo en la vía rápida hacía el precipicio.

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Así, el manejo imprudente de las finanzas públicas y la terca política de peso fuerte, que condujo a la sobrevaluación de nuestra moneda, constituyeron el binomio generador del dramático crecimiento de la brecha de divisas en la cuenta corriente de la balanza de pagos (la sobrevaluación mantuvo el déficit comercial no obstante el auge petrolero, que debió haber generado, más bien, un superávit comercial y un cuasi equilibrio en la cuenta corriente), de manera que se engendró una bomba de tiempo que finalmente estalló con la crisis de la deuda de 1982.

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En tercer lugar (último en orden, pero no en importancia), se omitieron ajustes pertinentes en la estrategia general de industrialización, cuya conveniencia había claramente aflorado desde los años 60. Todavía al principiar los 70, la industrialización sustitutiva de importaciones daba muestras de estar cumpliendo eficazmente su cometido: el coeficiente importado de las manufacturas (definido como: importaciones manufactureras/PIB manufacturero más importaciones de manufacturas) se había reducido dramáticamente de 56.7% en 1929 (y 48.6% en 1939), a 18.6% en 1971; con la particularidad de que la sustitución de bienes de consumo no duradero, que se daba por concluida desde los años 50, mostraba un coeficiente importado de apenas 3.8% en 1971; al tiempo que la industrialización sustitutiva en bienes intermedios había hecho descender el coeficiente importado de 55.6% en 1929 a 20.5% en 1971; e incluso la sustitución de bienes de capital y de consumo duradero había avanzado considerablemente, al reducirse su coeficiente de importaciones de 94% en 1929 a 44.3% en 1971.

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Correlativamente, se había conformado una base industrial relativamente diversificada que comprendía las tradicionales industrias de bienes de consumo e intermedios, que se originaron durante la colonia o el siglo XIX, pero se habían renovado tecnológicamente en muchos de sus segmentos y multiplicado desde los años 30; además de incluir nuevas industrias de bienes de consumo duradero, bienes intermedios y de capital, que se expandieron explosivamente durante las grandes oleadas de sustitución de importaciones de la posguerra. De hecho, la base industrial forjada desde los años 40, y sobre todo durante las grandes oleadas de industrialización de los años 50, 60 y 70 continúa constituyendo el corazón y la mayor parte del tejido industrial existente en México al final del milenio (exceptuando las maquiladoras).

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Sin embargo, desde finales de los años 60 la estrategia mexicana de industrialización mostraba relevantes signos de debilidad. Por una parte, el carácter unilateral de la estrategia sustitutiva, que no fomentaba con suficiente vigor a los sectores manufactureros con potencial exportador (como hicieron los japoneses y más tarde Corea y Taiwán), a fin de propiciar un financiamiento endógeno de la industrialización; unido al carácter relativamente secuencial de la estrategia sustitutiva, que ponía el mayor énfasis inicial en la sustitución de los bienes de consumo no duradero, proseguía con los duraderos y los bienes intermedios y dejaba el énfasis final a la sustitución de bienes de capital (a diferencia de los desarrollos industriales exitosos que incentivaron fuertemente sus sectores de bienes intermedios y de capital, incluyendo el fomento de las industrias de alta tecnología); generaban una brecha de divisas crónica en el comercio exterior manufacturero (derivada de la elevada importación neta de bienes de capital e intermedios por un valor considerablemente mayor al valor de las exportaciones manufactureras); y, en consecuencia, una tendencia a la asfixia financiera externa, al depender de la afluencia de divisas provenientes de otros sectores para cubrir el déficit comercial manufacturero.

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De hecho, la estrategia mexicana de industrialización sustitutiva hacía descansar el financiamiento del déficit manufacturero principalmente en el sector agropecuario, que generaba, desde los años 40 hasta mediados de los 60, más de la mitad de las divisas que ingresaban a México por concepto de exportación de mercancías. Mientras la agricultura creció a tasas elevadas similares a las de la industria, y las variables macroeconómicas se manejaron con mesura, dicha estrategia de financiamiento de la industrialización funcionó. Pero desde fines de los 60 la agricultura entró en dificultades, de manera que en el quinquenio 1966-1970 las divisas agropecuarias netas cubrieron sólo 38% del déficit manufacturero, situación que empeoró en el bienio 1971-1972, cuando cayeron a 29%; a 19% en 1973 y a 3% en el bienio 1974-1975.

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El ajuste en la estrategia de industrialización para pasar de la estrategia sustitutiva de importaciones a una estrategia mixta de industrialización que combinara agresivo fomento de exportaciones con sustitución de importaciones, tal como lo indicaban las experiencias de industrialización exitosas tanto en los desarrollos tempranos (Inglaterra, Alemania, Estados Unidos, etcétera) como en los tardíos (Japón, Corea del Sur, etcétera) y tal como fue sugerido por algunos economistas mexicanos (que implicaba una liberalización comercial selectiva y gradual, pero no una apertura comercial indiscriminada, unilateral y abrupta), preservando y perfeccionando las políticas activas de fomento económico, pudo haberse hecho exitosamente aun sin el boom petrolero, pero la riqueza petrolera habría facilitado la transformación estructural hacia una nueva fase de industrialización, ordenando las finanzas públicas y la balanza de pagos.

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De esta manera, la combinación entre las fallas estratégicas o estructurales de la industrialización unilateralmente sustitutiva de importaciones (que no realizaba un agresivo fomento de las exportaciones manufactureras) con las graves fallas de manejo macroeconómico (particularmente en política cambiaria, pero también fiscal, que contribuyó al crecimiento desmesurado de la absorción interna de mercancías y, eo ipso, al crecimiento explosivo del déficit corriente) desembocaron en el terremoto financiero de 1982, que terminó sepultando no sólo a la estrategia de industrialización por sustitución de importaciones, sino también al modelo económico de la Revolución mexicana, al propiciar el ascenso al poder del Estado de un grupo gobernante con una visión radicalmente distinta de la economía y el desarrollo.

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En vez de corregir ordenadamente las fallas de manejo macroeconómico –cambiario y fiscal– así como las fallas estructurales en la estrategia de industrialización, reorientando los instrumentos de política sectorial hacia el fomento eficiente de las exportaciones manufactureras, pero sin descuidar la producción para el mercado interno (como hicieron los japoneses, coreanos y taiwaneses), los tecnócratas neoliberales optaron por un viraje de 180 grados inspirado en la ideología de laissez faire, laissez passer, desechando las funciones que la Revolución mexicana había asignado al Estado en la promoción activa del desarrollo económico, para efectuar una verdadera revolución económica neoliberal, basada en la apertura comercial unilateral, abrupta y prácticamente indiscriminada, así como en el severo achicamiento de las funciones del Estado en el desarrollo económico.

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La liberalización del comercio exterior fue tan radical y abrupta que las importaciones sujetas a licencias de importación –que durante la época del desarrollo estabilizador representaban 57.2% del valor de las importaciones y durante el período 1971-1980 alcanzaron 74.1%– se redujeron a solamente 3.6% del valor de las importaciones en 1999, en tanto que el arancel ponderado, que en 1981 era de 18.3%, quedó reducido a 2.8% en 1999, bajo la visión ortodoxa de que la mano invisible del mercado establecería la asignación óptima de los factores productivos y generaría la mayor tasa de crecimiento de la economía y el bienestar.

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Sin embargo, la realidad del comercio internacional no se ajusta al ideal ortodoxo. El comercio administrado y la política industrial son prácticas habituales en los países desarrollados y en los recientemente industrializados: en 1991 el Banco Mundial reportaba que los países industrializados miembros de la OCDE sometían a regulaciones no arancelarias, que son la forma moderna del proteccionismo comercial, a 48.5% de sus importaciones (en valor); y que los Estados Unidos sometían a barreras no arancelarias a 44% del valor de sus importaciones (Banco Mundial, Informe sobre el desarrollo mundial 1991, Washington, 1991). En ese mismo año, México sometía a regulaciones no arancelarias solamente a 9.2% del valor de sus importaciones. Así, México había realizado una apertura comercial unilateral y abrupta, como si nuestro país fuera la primera potencia económica del mundo y los demás simples segundones; o, para ser más exactos, como si fuera a cobrar realidad en México, por arte de magia de la mano invisible, el torrente de beneficios del librecambio a ultranza preconizados por la ortodoxia.

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Simultáneamente, se produjo una precipitada reducción o supresión de las políticas activas de fomento económico (el gasto público en fomento productivo se redujo de 10.9% del PIB en 1980 a 3.6% del PIB en 1999) bajo el ideario friedmaniano, según el cual las políticas sectoriales (específicamente orientadas a favorecer el desarrollo de sectores, ramas o industrias elegidas) generan distorsiones en los precios relativos que provocan ineficiencias en la asignación de recursos e impiden alcanzar los niveles óptimos de crecimiento y bienestar. Contrario sensu, mercados libres de interferencias gubernamentales distorsionantes, se aproximan –según la visión neoliberal– al idílico mundo de Adam Smith, donde la mano invisible establece los precios correctos, asegurando la mayor tasa de crecimiento de la economía y el bienestar.

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El problema estriba en que el mundo maravilloso de la ortodoxia neoliberal no existe en la realidad. Como señaló recientemente Ronald Coase, premio Nobel de Economía 1991: “La economía convencional […] es un sistema teórico que flota en el aire y que guarda poca relación con lo que verdaderamente sucede en el mundo real” (véase El Mercado de Valores,Nafin, N.10, 1999). Por una parte, las experiencias tardías de desarrollo económico exitoso (como Japón, Corea del Sur y Taiwan), muestran el papel crucial de las políticas activas de fomento general y sectorial en el desarrollo económico. Por otra parte, los países de vieja industrialización, de Europa y América del Norte, no han sido ajenos a los instrumentos sectoriales de política económica (además de utilizar con reconocida eficacia, desde luego, las políticas de desarrollo general). Aunque desde los años 80 se ha formando un consenso retórico (o meramente teórico) entre los países industrializados en torno al ideal neoclásico de suprimir las políticas sectoriales y reemplazarlas por políticas horizontales (limitadas a corregir imperfecciones evidentes en los mercados), en la práctica tanto los Estados Unidos y Canadá como los países europeos utilizan sistemáticamente instrumentos sectoriales de política económica, canalizando enormes recursos hacia sectores estratégicos (o en decadencia), como el aeroespacial, la agricultura, el automotriz, el acerero o el textil.

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No obstante, cuando el grupo neoliberal se hizo del poder en México, arribó con las maletas cargadas de dogmas ortodoxos. En consecuencia, para los nuevos gobernantes, la tarea no consistiría en redefinir la estrategia de industrialización (v. gr. desplazándola de la sustitución de importaciones hacia un objetivo mixto que incluyera una más eficaz promoción de exportaciones sin descuidar la producción para el mercado interno, además de introducir como objetivo estratégico el desarrollo endógeno de industrias de alta tecnología, como hicieron los japoneses, coreanos y taiwaneses; y, desde luego, como hacen también los europeos o estadounidenses); tampoco estribaba la tarea en depurar, perfeccionar y completar los instrumentos sectoriales de política económica, o en elevar la eficiencia de las instituciones encargadas de su operación. La solución consistía, simplemente, en suprimir los instrumentos de política sectorial (tan rápido como fuera posible) y el concepto mismo de estrategia gubernamental de industrialización, dejando que la mano invisible del mercado eligiera ganadores y perdedores y definiera el rumbo de la economía mexicana en el largo plazo. Como expresó lapidariamente Jaime Serra Puche: la mejor política industrial es no tener política industrial.

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Los resultados agregados del experimento neoliberal en la economía mexicana están a la vista: el producto interno bruto resultó ser (en 1999), apenas 45.5% mayor que el alcanzado en 1982, mientras que entre 1935 y 1982, el PIB se incrementó 1,592.7%, lo que implicó un crecimiento del PIB per cápita de 340.4%, mientras que el PIB per cápita apenas creció 0.32% durante los años 1983-1999.

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Por eso, si durante los años 1971-1982 fue un craso error mantener sin cambios fundamentales el modelo unilateralmente sustitutivo de importaciones, el expansionismo voluntarista y la obsesión fatal por un peso fuerte; ahora constituye un error mayor mantener sin cambios fundamentales el modelo neoliberal con su librecambismo a ultranza y su persistente achicamiento de las funciones del Estado en la promoción activa del desarrollo, su recurrente ajuste recesivo y su repetida utilización del tipo de cambio como ancla antiinflacionaria.

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En consecuencia, México debe adoptar una nueva estrategia económica –de cuyos principios e instrumentos fundamentales de política económica nos ocuparemos en nuestra próxima entrega– que supere tanto las ineficiencias estructurales de la estrategia sustitutiva de importaciones y las fallas macroeconómicas del “populismo”, como los excesos e ineficiencias estructurales y macroeconómicas del modelo neoliberal.

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Nota bibliográfica
Para las fuentes primarias de las cifras incluidas en este artículo véanse los cuadros de nuestras entregas anteriores en Expansión. Para las fuentes históricas nacionales e internacionales utilizadas en este artículo véase mi libro México mas allá del neoliberalismo. Opciones dentro del cambio global, Plaza & Janés, México, 2000, de próxima aparición, o solicítense al correo electrónico: jlcalva@servidor.unam.mx

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