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No sólo de management vive el hombre

¿Todavía habrá alguien que disponga de tiempo para la literatura? Es probable que usted no lo ten
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

En los años 50, un educador y hombre de negocios, llamado Frederic E. Pamp junior, publicó en Harvard Business Review un artículo en el que argumentaba que, para los administradores, el estudio de las humanidades era tal vez más importante que todos los cursos impartidos en las facultades de administración. ¿Podría afirmarse lo mismo en el mundo de hoy, impulsado principalmente por la tecnología? ¿Quién dispone de tiempo para dedicarlo a una novela de 400 páginas cuando hay cientos de correos electrónicos que contestar, seminarios de capacitación a los que se debe asistir y publicaciones especializadas que hojear? Actualmente, a los hombres del mundo corporativo el canon –en un tiempo la lista de escritos indispensables según la academia– les parece menos importante que nunca.

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Claro está que ello no es del todo cierto. Cada persona necesita –al margen de su profesión– extender la mente y reflexionar de vez en cuando sobre la condición humana. La literatura nos llama. ¿Pero qué obras deberíamos leer y por qué? Para ayudar a contestar estas preguntas, Harold Bloom, profesor de humanidades de la Universidad de Yale, maestro de inglés en la Escuela de Estudios Avanzados en la Universidad de Nueva York, ganador del Premio MacArthur, editor de más de 1,200 libros de crítica literaria y escritor de 24 obras, entre ellas Shakespeare y The Western Canon, ofrece algunas pistas y opiniones para saber qué puede –y no puede– enseñarnos la literatura.

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¿A qué tipo de libros deberían dedicar tiempo los ejecutivos ocupados? Por ejemplo, si Bill Gates le pidiera una lista de lecturas, ¿qué le recomendaría?

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No he tratado con él y es probable que nunca lo haga. De modo que, a riesgo de sonar muy predecible, tendría que comenzar por sugerirle las obras de William Shakespeare. Todo lo que posiblemente quisiéramos saber acerca de nosotros mismos podemos hallarlo en este autor. Se inventó a sí mismo de manera tan brillante que crea a todos los demás. Es al mismo tiempo el escritor más original y más fuerte en los planos cognoscitivo y estético que ha existido jamás, en cualquier idioma. Sin embargo, es también un artista que entretiene; se preocupa seriamente en todo momento por mantener el desarrollo de la obra.

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Encuentro que leer a Shakespeare es como "acertar a oírnos", lo que por cierto es muy distinto de "oírnos". Cuando "acertamos a oírnos a nosotros mismos", casi no tenemos conciencia de que uno es quien habla. En otras palabras, aprendemos sobre nosotros sin cohibición alguna. Se da un momento de falta de reconocimiento, literalmente, en que nos asombramos de ser quienes estamos hablando. Para las personas a las que se les dificulta hablar consigo mismas –y sospecho que así sucede con mucha gente de negocios–, la lectura de Shakespeare es una manera increíble de aprender.

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El único rival posible de Shakespeare en la literatura de imaginación de los últimos cuatro siglos es Miguel de Cervantes, que escribió el clásico Don Quijote. Este autor sigue siendo el mejor de todos los novelistas, tal como Shakespeare es el mejor de todos los dramaturgos. Hay partes de nuestro ser que nunca conoceremos completamente en tanto no conozcamos a Don Quijote y Sancho Panza. Pero existe una diferencia fundamental entre ambos escritores: Sancho y Don Quijote adquieren egos nuevos y más ricos como resultado de sus pláticas, Falstaff y Hamlet experimentan el mismo proceso mediante sus soliloquios.

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También creo que Bill Gates –que parece estar interesado en las tendencias sociales– podría beneficiarse de la lectura de Ralph Waldo Emerson. No es un autor fácil, pero él fue –y sigue siendo– el sabio estadounidense, en particular en el gran ensayo Confianza en sí mismo. Más que cualquier otro literato, Emerson apresa el carácter propio de nuestro espíritu estadounidense –el individualismo– y no obstante brinda continuidad con las aspiraciones humanas generales de todas las épocas. En un mundo crecientemente "americanizado", todos deberíamos leerlo.

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Por último, recomendaría las obras de Sigmund Freud. No hay razón de que los hombres de negocios lo sientan ajeno por el hecho de que es considerado el padre del psicoanálisis, que es casi una secta de la medicina psiquiátrica estadounidense. Ningún escritor del siglo XX –ni siquiera Proust, Joyce o Kafka– rivaliza con él como la imaginación fundamental de nuestra época. Freud es un poderoso retórico, un irónico sutil y el más fascinante de todos los escritores realmente polémicos en la tradición intelectual occidental. A decir verdad, me parece que sus concepciones son tan magníficas que actualmente constituyen la única mitología occidental que tienen en común los intelectuales contemporáneos.

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Tal parece que, para aprender de la literatura, se tiene que ser un buen lector. Pero, ¿cómo leer bien? No todos pueden reconocer en Shakespeare o Cervantes lo que usted ve.

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No hay una única manera correcta de leer. Hace unos días ofrecí una clase acerca del ensayo de Emerson sobre la confianza en sí mismo, y llegué a ese gran pasaje, que me ha fascinado durante años, en el que dice que en toda obra genial vemos nuestros propios pensamientos, que una vez rechazamos: vuelven a nosotros con el resplandor de una cierta majestad enajenada. Si algo puede emocionarnos, si puede llegarnos, es porque en algún sentido ya era nuestro. Leer bien, pienso, es hacerse de algo que ya es de nuestra propiedad.

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Sin embargo, creo que sí es posible enseñar a la gente a leer mejor y, en última instancia, eso consiste en comparar una obra con otra, aunque tal vez lo mejor sea que el juicio se deje implícito. Hoy en día la mejor norma para hacer tales reflexiones es Shakespeare. Realmente, en inglés no tenemos otra.

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¿Cree usted que las humanidades sean una educación de utilidad para los negocios?

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Esa idea estaba muy de moda en 1955, cuando comencé a enseñar en Yale. Por desgracia, en la actualidad las universidades hacen una labor muy deficiente en lo tocante a ayudar a las personas a estudiar realmente humanidades. Las del mundo occidental, y en particular las de los países de habla inglesa, experimentaron una terrible decadencia durante los últimos 30 años más o menos. Tenemos esta curiosa amalgama del llamado feminismo, el marxismo y el gusto por lo francés que, de manera progresiva, viene destruyendo el estudio de las letras.

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En Yale, por ejemplo, conozco a una joven que está escribiendo una tesis para obtener su doctorado en literatura comparada. Su disertación trata sobre la historia de la representación del pecho femenino en las novelas inglesas. La visión de la literatura inglesa que se expone en el libro Victoria’s Secret se ha impuesto en las universidades y colegios de Occidente. Esa visión constituye una calamidad para los estudios literarios; no quiero ni imaginarme lo que presagia para las actividades comerciales.

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Insisto, ¿tienen las humanidades algo que ofrecer al mundo de los negocios?

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No soy un hombre de negocios, pero creo que las humanidades –si se enseñaran debidamente– podrían ofrecer mucho a quienes cumplen tal actividad. Mediante la lectura, la gente puede hacerse más consciente y adquirir una sensibilidad más amplia. Pero no estoy de acuerdo en que el estudio de la literatura aumentará la moral de los hombres de negocios. Toda mi vida he conocido íntimamente a poetas, novelistas y críticos literarios; personas que poseen la más sutil y amplia comprensión, y se cuentan entre los mayores canallas que he conocido jamás.

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Además, cualquier intento de poner las humanidades, y la literatura en particular, al servicio del cambio social, me hace muy infeliz. Hoy en día muchas novelas son alabadas excesivamente por sus propósitos sociales, con el resultado de que, lo que debiera considerarse como obra de ficción de supermercado, es canonizado por las universidades. Es un terrible perjuicio para el público lector.

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En la actualidad es mucha más la gente que está leyendo obras de ficción de carácter popular, y hay quienes argumentan que eso abre la puerta a la literatura. ¿Está usted de acuerdo?

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Se me ofreció ese argumento cuando The Wall Street Journal me pidió que reseñara Harry Potter. De manera que compré un ejemplar en rústica de Harry Potter y la piedra filosofal, y cuando me senté a leerlo descubrí que es un largo lugar común. Nadie da una caminata en un libro así; lo único que se hace es estirar las piernas. No me interesa leer un texto en el que no es posible "dar una caminata".

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Después de mi reseña recibí muchas cartas de personas que me preguntaban si no es mejor leer Harry Potter que no leer en absoluto. No, no es mejor.

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Si usted piensa que leerlo significa que con el tiempo leerá un libro de verdad, está muy equivocado. La prueba de ello me la dio, ni más ni menos, que Stephen King, personaje que es un eminente pensador, quien escribió una crónica del cuarto volumen de la serie de Harry Potter en New York Times Book Review, ese gran emporio intelectual. Se delató completamente cuando terminó su crónica diciendo, en esencia: "Esto es magnífico; si los niños leen Harry Potter cuando tienen 11 o 12 años de edad, entonces estarán listos más adelante, cuando tengan 15, para leer a Stephen King." Concluyo mi alegato.

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Dice usted que se está perdiendo el gusto por la poesía. Pero David Whyte, "el poeta de la corporación", lee sus versos en AT&T y Boeing. Y la poeta popular Maya Angelou leyó algunos escritos en la toma de posesión del presidente Clinton. ¿Es esto de veras el cuadro del ocaso de la "elevada" cultura occidental?

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El arte popular es ciertamente un logro extraordinario. Desgraciadamente, hoy en día, por ejemplo, no hay artistas populares en Estados Unidos. La causa es que el país no tiene sentido de la ironía. No conozco a David Whyte, pero puedo decir que Maya Angelou no es una artista. El poema que leyó en la toma de posesión del Presidente abundaba en lugares comunes bien intencionados. Siempre que pienso en ella, me acuerdo de Oscar Wilde. Si pudiera habría grabado en grandes letras sobre la puerta de entrada de cada colegio y universidad de Estados Unidos –en verdad, del mundo occidental– su advertencia de que "toda mala poesía es sincera".

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En contraste, la gran literatura es casi siempre irónica. Shakespeare fue el gran maestro de todos los tiempos en este terreno: Hamlet dice una cosa y quiere decir otra. La ironía es también Thomas Mann en La montaña mágica, asegurándonos constantemente que Hans Castorp es un hombre muy ordinario, que no tiene cualidades o características especiales. De hecho, es un joven más bien extraordinario, con visiones místicas y una capacidad infinita de desarrollo. Leer ironía es muy difícil.

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Uno de los asuntos más molestos en los negocios es el cambio. ¿Qué puede aprenderse acerca de ese tema en la literatura?

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La gente de negocios se engaña si piensa que su naturaleza puede cambiar con facilidad. Pero si les interesa tanto el asunto, entonces deberían leer a Shakespeare –y lo digo a riesgo de sonar repetitivo–, porque nadie, ni antes ni después que él, ha captado el cambio tan bien. Para mí, la representación paradigmática de un momento de cambio se encuentra en la escena final de El rey Lear, cuando el agonizante Edmundo, quien había ordenado dar muerte a Lear y Cordelia, experimenta una repentina y completa transformación de sentimientos. Las dos malvadas hermanas, ambas locamente enamoradas de Edmundo, acaban de morir; una asesinada por la otra, que luego se suicidó.

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Hasta este momento, y a lo largo de la obra, Edmundo no ha experimentado ni una sola emoción. Pero cuando le llevan los cadáveres y los contempla, pronuncia una frase asombrosa: "Sin embargo, Edmundo fue amado." Es como si hubiera acertado a oírse por primera vez y, en consecuencia, se apodera de él un cambio fascinante. "Pretendo hacer algún bien / A pesar de mi naturaleza", declara, con la esperanza de que todavía sea posible salvar a Cordelia y Lear. Esa mudanza me ha fascinado siempre, porque es el momento de transformación más extraordinario en todo Shakespeare, y emana del puro suceso de acertar a oírse a sí mismo. El lector podría reflexionar sobre la frecuencia con la que él mismo es consciente de la voluntad de cambiar después de la sorpresa de acertar a oírse.

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¿Sugiere usted que mediante el cambio es posible convertirse en una persona mejor; tal vez más comprensiva o incluso más productiva?

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No, en absoluto. Edmundo cambia tanto que al final carece de identidad. Al morir, no sabe quién es él y tampoco lo sabemos nosotros. Piense en el Odiseo de Homero. Se renueva todo el tiempo, pero lo más probable es que usted no quisiera estar en una balsa con él porque se ahogaría, mientras que él sobreviviría. Es una situación como la que ocurre cuando una empresa es absorbida por otra y despiden a todo el mundo excepto al Odiseo local; que no se hunde, que no puede hundirse. Puede cambiar, pero esa clase de mutabilidad es moralmente neutra.

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Al mismo tiempo, creo que la literatura tiene una verdad fundamental que enseñarnos sobre lo concerniente al cambio: que siempre surge de lo inesperado. Tal vez sea lo insospechado del autoconocimiento que se obtiene cuando acertamos a oírnos o quizás algo que nos imponen los acontecimientos externos. Cuando leemos la gran literatura de imaginación podemos prepararnos para las sorpresas, e incluso obtener una especie de fortaleza a la que le agrada lo inesperado y lo aprovecha. Mi verdadero desafío como maestro consiste en sacar a mis alumnos del estado pasivo de extrañeza y llevarlos a uno activo, en el que puedan aprovechar la maravilla de la sorpresa y en el que sean capaces de sorprender a otros. En otras palabras, creo que la literatura puede aumentar nuestra capacidad para dominar el cambio.

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Diane E. Coutu es editora senior de HBR. La traducción es de Julio Galindo U.

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