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Omisión indebida

¿Cuántas veces criticamos a las compañías o empresarios por aquello que dejan de hacer?
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Hay un importante aspecto de la ética de la empresa en el que los estudiosos, en general, no han puesto la atención que a nuestro juicio se debiera. Se suele criticar, con razón, a las empresas por los efectos desproporcionadamente perjudiciales resultantes de la consecución de objetivos beneficiosos: la contaminación del agua al obtener azúcar, o del aire al calentar determinados líquidos útiles. Pero no hablaremos ahora de los efectos perniciosos que redundan del logro de objetivos estratégicamente planeados, sino de los que derivan de las omisiones de actos que deberían realizarse.

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El hueco ético de esta desatención es tanto más digno de tenerse en cuenta ya que, como es obvio, para omitir una acción debida no es necesario hacer nada. De manera que la omisión indebida es frecuentísima, y una de las deudas sociales de mayor volumen que pesan sobre las organizaciones mercantiles.

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Lo paradójico es que socialmente se critica mucho más a la empresa por lo que hace –lo cual está a la vista– y menos por lo que deja de hacer –lo cual no suele denotarse públicamente–. Se critica el modo de hacer empresa y los desafueros que pueden cometerse al hacerla. El acto de emprender es riesgoso, difícil, a veces áspero, profuso en claroscuros. Pero el acto de no emprender para quien tiene el oficio de hacerlo suele resultar mucho más pernicioso y, encima, quedar impune.

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El juicio ético público, en este sentido, debe dar un cambio de 180 grados: debe estimularse al emprendedor, al hombre de iniciativa, aunque se equivoque a veces, más que a la persona apática, falta de espíritu de aventura, que busca una seguridad sospechosamente egoísta, porque se equivoca siempre. Dicho en otros términos, no debe juzgarse sólo a la iniciativa privada por sus realizaciones erróneas o incluso rapaces; hay que juzgar también a la iniciativa privada por su contradictoria falta de iniciativa.

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Esta falta de iniciativa y espíritu de empresa produce un vacío que atrae irresistiblemente al intervencionismo estatal, del que el propio empresario omiso y remiso es el primero en quejarse.

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En el caso de las personas que tienen por oficio los negocios, no puede decirse que querer es poder, afirmación voluntarista decimonónica y romántica que estamos lejos de suscribir; en todo caso, es cierto que el que no quiere tampoco puede, porque no estamos hablando de posibilidades abstractas, sino de posibilidades que sólo se concretan mediante actos positivos de voluntad, que son justamente los que por desgracia se omiten. Suscribimos, en cambio, la inobjetable propuesta de Ortiz Ibarz (La hora empresarial, McGraw Hill, Madrid, 1995) según la cual, en el mundo de las actividades económicas, “quienes pueden hacerlo, deben hacerlo. Tienen un deber moral”.

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Las omisiones indebidas (esto es, la omisión de acciones debidas) en el terreno de la economía tienen como efecto redundante la pobreza de las naciones, al no crearse la riqueza correspondiente, al dejar yermos posibles puestos de trabajo, al perderse los que ahora existen...

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Aparece otra vez la idea de que el fenómeno mercantil no es sólo económico. Francis Fukuyama (Confianza, Atlántida, Buenos Aires-México, 1996) ha mostrado cómo, junto al capital monetario, ha de darse el capital social, que él llama espíritu de confianza. Falta también espíritu de empresa, y la atrofia de ese espíritu genera en los pusilánimes omisiones indebidas.

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Puede hoy decirse lo que quizá no fuera aceptado hace apenas dos lustros: en los países subdesarrollados se criticaba a los capitalistas como causantes del subdesarrollo; ahora lo que es necesario afirmar es que, en igualdad de circunstancias, ningún país subdesarrollado dejará de serlo si no cuenta con capital, y es obvio que no hay capital sin capitalistas, porque el capital tiene siempre un carácter personal.

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Hablamos aquí tanto del capital monetario como del capital social, o confianza cívica. Pero el capital –social o monetario– queda en la condición de masa virtual inerte si no existe espíritu emprendedor que lo actualice. La falta de esta actualización es la omisión propiamente indebida de quien tiene la capacidad y el arrojo para hacerlo.

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Las omisiones indebidas, los vacíos completos, provocan el intervencionismo estatal. Pero hay otras omisiones indebidas que no producen un pleno vacío, sino espacios económicos enrarecidos por falta de cumplimiento de los deberes empresarios. Tales espacios enrarecidos son los que dan lugar no ya a un intervencionismo descarado, sino a las subvenciones estatales. Si la empresa necesita o demanda esas subvenciones o tratos de privilegio, puede pensarse justamente que hay allí al menos el indicio de omisiones indebidas.

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Por lo mismo, resulta extraño que muchos modelos económicos, procedentes de ideologías que se autodenominan sociales y de izquierda, contemplen como alternativa para el desarrollo de los pueblos las intervenciones del Estado y las subvenciones estatales. Más les valiera arremeter contra el talante cansino de quienes tienen el capital y el talento, y empujarlos para que se introduzcan en la única corriente económica verdaderamente ubérrima, que es el trabajo.

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