“¿Qué le vamos a dejar a los jóvenes? ¿Un país encerrado, enconchado, miedoso? ¿O una nación abierta, agresiva y audaz?” En el artículo de portada de la edición número 413 de Expansión (abril 17 de 1985), Julio Millán, presidente de una consultora, recriminaba al gobierno y al sector empresarial su falta de voluntad para lograr que México ocupara un lugar en el ámbito del comercio internacional. El presidente Miguel de la Madrid negaba el desinterés: “Tenemos que ser un país de vanguardia que haga los cambios para que la nación siga escalando posiciones en el concierto mundial.”
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Hace 18 años, el posible ingreso del país al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio –mejor conocido como gatt– era el tema que generaba un acalorado debate sobre los beneficios y desventajas que implicaría participar en el comercio mundial.
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A casi dos décadas de distancia, y aunque México avanzó significativamente en este rubro, la materia conserva su carácter explosivo; al grado de que un grupo, los globalifóbicos, mantiene férrea oposición a la apertura indiscriminada de las fronteras mercantiles.
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El Caribe mexicano, en el marco de una reunión ministerial de la Organización Mundial de Comercio, fue el escenario donde se presentó la muestra más reciente de conflicto. La cumbre de Cancún concluyó sin acuerdos sustanciales, con divisiones entre los países y, por desgracia, con una cuota de sangre: el suicidio público de un campesino coreano globalifóbico.
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El fin de la discusión no se ve cerca. Ojalá que promotores y detractores del comercio global abandonen los recursos del radicalismo y la violencia.