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Ética ¿Una señora desconocida?

Hay quien dice que en los negocios se pueden hacer excepciones a las reglas morales. Pero mantener u
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

En 1950, la filosofía existencialista popularizó lo que dio en llamarse ética de la situación. No habría principios éticos de valor universal, sino que la conducta del hombre se encontraría reglamentada por las circunstancias. La ética de la situación es un relativismo de la moral: no hay una moral de radio absoluto, sino limitado en cada hombre y sus circunstancias, para decirlo al modo de Ortega y Gasset, aunque éste se cuidó de advertirnos que no son las circunstancias las que dan sentido al hombre, sino al revés. La forma tal vez más extendida de la ética situacional y relativista es aquella según la cual sería lícito en el mundo de los negocios emprender acciones que, en el ámbito privado y familiar, serían inaceptables o indecorosas.

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La tautológica expresión “los negocios son los negocios” no es en modo alguno inocente. Quiere decirse con ella –sin mencionarlo explícitamente– que las leyes de las empresas son superiores a cualquier otra ley ciudadana, incluyendo la de la moral que pretendidamente se abrogaba antes la supremacía. Siguiendo también a Ortega y Gasset diremos que la ética relativista es suicida: si todo es relativo, también esta afirmación que acabamos de hacer es relativa, luego podría haber –y hay– algo de carácter absoluto.

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Todo hombre bien nacido sabe que existen reglas de conducta que son universales, y que las tiene en cuenta incluso aquel mismo que las niega. Supongamos –sin admitir– que alguien considerase que fuera lícito mentir en los negocios. Quien así pensara, se indignaría cuando él fuera el perjudicado –en sus finanzas– por una mentira de otro. La amplitud universal de las leyes morales se hace patente más en su infracción que en el cumplimiento. El cleptómano podría llegar a admitir que el robo no es tan inmoral como lo pintan… hasta el momento en que es a él a quien le roban.

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Pese a estas claras aseveraciones, el fenómeno por el que los hombres se comportan en sus negocios de una manera que reprobarían en el seno de su familia es un fenómeno generalizado. Ya sabemos que esta conducta éticamente esquizofrénica es reprobable. Pero nos preguntamos ahora algo de mayor hondura, ¿le es posible al hombre mantener nítidamente dos morales: una en sus negocios y otra en su casa?

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Contestamos definitivamente que no, aunque sabemos que con tal respuesta no nos ganamos el pacífico acuerdo de todos. No obstante, decimos que el mantenimiento permanente en un mismo individuo de una doble moral es imposible. La ética o moral –sin distinguir ahora los dos conceptos– no está constituida por un conjunto de reglas externas que nosotros aplicamos desde fuera a nuestro comportamiento.

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La ética se inscribe en el más interno modo de ser, arranca del estilo de vida, corresponde a la naturaleza humana, y de ella surge para expander sus espacios o para encogerlos. Pero no sólo la conducta parte del fondo de la persona, sino que repercute en ella para darle su plenitud o para producir su atrofia. El individuo no puede cambiar su modo de ser más recóndito, como quien se pone la corbata para asistir a una actividad seria o se calza sus huaraches para sentirse cómodo en la casa.

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La conducta ética está constituida por un conjunto, un armazón de habituaciones, costumbres, modos radicales de comportamiento, del que no podemos fácilmente desprendernos, como tampoco del propio esqueleto. Quien piensa que en los negocios cabe cierto grado de traición, no podrá, por más que quiera, ser noble con la familia; el que acostumbra a mentir en el ámbito mercantil terminará haciéndolo en el doméstico.

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Pero digámoslo de un modo positivo: quien aprende a ser franco, derecho, cooperativo, amistoso, entregado, cumplidor de su palabra, en su hogar –por el ejemplo que ahí recibe de sus padres y hermanos– será después, muy probablemente, hombre de fiar en la empresa. Ya dijo Hegel, a pesar de su megalomanía, que quien no aprende a ser generoso en la vida familiar, difícilmente lo será después en su actuar público.

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Los que quisieron reducir la moral al coto cerrado de la familia se equivocaron. La vida pública –con todas sus depauperaciones éticas– se nos metió por la ventana, mientras estábamos preocupados de que la vida virtuosa familiar no se saliese por la puerta. No nos extrañará así que muchos empresarios suizos, antes de contratar a un ejecutivo, hacen lo posible por conocer a su familia. Ni nos sorprende que los principios políticos de Margaret Tatcher comiencen con dos axiomas claramente domésticos: que cada inglés cuide de sí mismo y que cada inglés proteja su familia.

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En resumen, se puede dar un beneficioso y un perjudicial fenómeno de contagio: las vilezas que cometemos en los negocios (pensamos que son cosas propias y permisibles en ellos) se adquieren, sin quererlo, en el reducto familiar, por muy  artistas que seamos del disimulo. Y las buenas cualidades que pueden nacer en un hogar bien construido se trasladan, si queremos, al talante de los negocios. El hombre, en uno y otro caso, es el mismo: no puede mudar de piel como la serpiente –a menos que sea una serpiente auténtica–.

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Y porque el hombre es el mismo, la manera más eficaz de enriquecer o depauperar la conducta moral es el ejemplo. Diremos que la familia puede ser un fuerte anclaje ético para el hombre de negocios. Antes de ejercer una acción de dudoso valor moral, el empresario debería preguntarse: ¿será bueno para mi familia que sus integrantes sepan que voy a hacer esto? La respuesta puede constituir un buen criterio moral. Y la pregunta no debe ser sólo hipotética: porque tarde o temprano la familia sabrá lo que se hace fuera de casa.

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En el mundo nuevo en que vivimos, somos capaces de hacer posible lo imposible: no tal vez comportarnos bien en la casa o mal en la empresa; pero sí hacer compatibles en nuestra persona la bulimia consumista y la anorexia cultural. Habrá mucho que hacer en los medios de comunicación colectiva; habrá mucho que hacer en la empresa y en el gobierno. Pero la gran tarea se localiza, sin duda, en la familia.

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