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TLC. La llave maestra

Cualquier programa gubernamental de promoción de inversión extranjera era insuficiente para atraer
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Primero rechazado en los programas económicos del sexenio salinista —incluso en el Plan Nacional de Desarrollo 1988-1994—, y presentado después a la opinión pública como un acuerdo estrictamente comercial para la creación de una “zona de libre comercio”, el TLC fue desde su concepción un ambicioso proyecto de integración económica, con metas y objetivos más amplios que los de una simple unión comercial, y diseñado para establecerse en un lapso de cinco a 10 años, mucho más corto que cualquier otra experiencia integracionista anterior.

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Bajo la perspectiva de Estados Unidos el TLC era el primer paso para formar un bloque económico continental (la Iniciativa de las Américas, propuesta por George Bush) que, bajo su liderazgo financiero y tecnológico, serviría para detonar el desarrollo económico, ampliar los mercados y fortalecer las ventajas competitivas y el poder de negociación del bloque americano frente al creciente poderío de las economías europeas y asiáticas.

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Para el gobierno mexicano el tratado era la única posibilidad viable para dinamizar la economía nacional, estancada y con fuertes presiones sociales, y para darse legitimidad tras el cuestionado proceso electoral de 1988. El gobierno necesitaba (y así lo había prometido a la nación) un crecimiento superior a 5% anual, que permitiera crear un millón de empleos al año. Pero la descapitalización de la planta productiva hacía de aquella una promesa difícil de cumplir con recursos internos —y la disponibilidad de financiamiento internacional era reducida por el endeudamiento público y privado—. Adicionalmente, la exportación de mercancías y servicios, a pesar de su dinamismo, no podía ser el motor de la economía debido a los elevados requerimientos de importación que imponía el proceso de crecimiento.

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La clave de éste era, entonces, la capacidad del país para atraer montos de inversión extranjera (IE) superiores a los pretendidos, como complemento del ahorro interno y para la difusión tecnológica y de posicionamiento en los mercados de exportación.

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El verdadero papel que la administración salinista quería asignar a la inversión externa era hacerla el eje del crecimiento de la economía. Porque a pesar de la creación de una nueva Ley de Inversión Extranjera (LIE) en 1989, con mejoras administrativas y apertura para la participación de IE en los mercados de dinero y de capitales, así como en sectores antes reservados por la “cláusula de exclusión de extranjeros” al Estado o a sociedades mexicanas, la captación de capitales internacionales no alcanzó el incremento esperado. Necesitaban un estímulo adicional a los cambios legales y a los modelos macroeconómicos estabilizadores, que sólo podía provenir de un cambio en las expectativas de crecimiento de los mercados internos o de la posibilidad de que el país se convirtiera en una importante plataforma de exportación, principalmente hacia los mercados de Estados Unidos y Canadá.

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El gobierno mexicano entendió rápidamente el mensaje silencioso de los inversionistas. Hacia finales de 1993 los congresos de los tres países firmaron los documentos y estatutos económicos, jurídicos y administrativos del TLC.  Su impacto sobre el ánimo de los inversionistas se mostró desde mucho tiempo antes de que iniciaran las negociaciones formales en 1991 y, lo que es más notable aún, antes de que se conocieran las disposiciones de regulación de la inversión internacional en México. Entre 1989 y 1993, los flujos de IE directa e indirecta convirtieron a México en el más atractivo de los países en desarrollo, superando a China, Singapur y Brasil.

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Fuera restricciones. El Capítulo XI del TLC refleja el poder de negociación de los tres países, así como la ansiedad del gobierno mexicano por atraer capitales extranjeros. Otorgó concesiones importantes, como la eliminación del requisito de participación extranjera minoritaria, conocida en la LIE como la Regla 49/51, aplicable a los sectores económicos considerados como no estratégicos. Incluso, algunos de los sectores antes considerados estratégicos dejaron de serlo, como la industria petroquímica secundaria —en la que se eliminó el requisito de participación máxima de 40%—, y la mayor parte de la petroquímica básica —en donde la prohibición constitucional fue superada mediante una extensa reclasificación de los productos antes considerados básicos—. Sectores que antes tenían “Cláusula de exclusión de extranjeros” se incluyeron en esquemas de apertura gradual o limitada, como en los transportes carretero, ferroviario, aéreo, marítimo y las telecomunicaciones. En las industrias minera y de autopartes los límites de 34 y 40% a la participación foránea se eliminarán gradualmente en cinco años. La mayoría de las concesiones mexicanas fueron incorporadas en ordenamientos y modificaciones legales aún antes de que concluyeran las negociaciones del tratado; es el caso de la ley minera y de la reclasificación de los productos petroquímicos, realizadas en 1992.

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Se acordó, además, eliminar los llamados “Requisitos de desempeño” (exportaciones, balance de divisas, integración nacional, transferencia tecnológica), con algunas salvedades, como en el caso de la industria automotriz, en que se mantendrán durante el periodo de transición mencionado. A las inversiones extranjeras los únicos requisitos de desempeño que podrán exigírseles son los relativos a generación de empleos, capacitación de trabajadores e investigación y desarrollo.

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En el Capítulo XI, en lo relativo a “Transferencias”, se establece la garantía absoluta de convertibilidad y transferencias de fondos ilimitada, salvo los casos relativos a quiebras e insolvencias, infracciones penales y administrativas, y los referidos en el artículo 2104 del TLC: las transferencias de fondos podrían limitarse en situaciones de emergencia financiera provocada por una crisis de balanza de pagos y pérdida de la Reserva Monetaria Internacional (medidas que, sin embargo, tendrían que ser avaladas por el Fondo Monetario Internacional).

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La “expropiación” de activos extranjeros sólo podrá ocurrir en casos extremos, siempre y cuando sea en favor del interés público, en forma no discriminatoria y mediante una indemnización rápida y justa. Uno de los puntos más discutidos es la posibilidad de que sociedades extranjeras puedan interponer recursos de arbitraje legal en cortes del país originario de la inversión, algo que va en contra de la tradicional postura de México conocida como la “Doctrina Estrada”.

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Estados Unidos, en cambio, consolidó con el TLC su régimen legal en materia de inversión extranjera —manteniendo sus reservas en sectores como energía atómica, telecomunicaciones, minería, transporte aéreo y agencias aduanales—, sin otorgar ninguna nueva concesión, salvo el reconocimiento de los principios básicos de derecho económico internacional, como los de “nación más favorecida”, “trato nacional”, “trato mínimo” y “solución de controversias”. Canadá, a su vez, mantuvo sus reservas en la industria cultural, transporte aéreo, marítimo y terrestre, pesca, uranio y energía.

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Una vez en vigor el TLC, la IE mantuvo a principios de 1994 niveles muy positivos pese a los acontecimientos políticos que enturbiaron el ambiente económico. Aunque la Secretaría de Comercio dejó de publicar información detallada desde el segundo semestre de ese año, los datos de la Secretaría de Hacienda registran un flujo total de $16,165 millones de dólares, de los cuales $8,168 millones (51% del total) fueron de inversión directa y el resto de inversión indirecta.

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En 1995 la tendencia cambió radicalmente debido a los problemas financieros y cambiarios que detonaron en diciembre de 1994. El flujo real de IE de enero a septiembre fue negativo en -$7,093.3 millones de dólares, producto de un flujo de inversión indirecta de -$11,997 millones contra un flujo positivo de inversión directa de $4,904 millones.

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En 1996, ¿habrá quien se atreva a hacer un pronóstico?

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