Aunque el tiempo y el trabajo apremien en la capital española, no hay excusa suficiente para no escapar a la ciudad de Toledo, a escasa media hora de Madrid, en carro. Tal vez un día no baste para descubrir y asimilar sus múltiples riquezas, pero sí para olfatear La historia, así, con mayúsculas, de este país.
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Enclave tomado por los romanos en el año 192 aC, y antes asentamiento de tribus celtas, Toledo conserva casi intacta su imagen medieval, periodo de convivencia cultural y religiosa de musulmanes, judíos y cristianos. Bordeada por el río Tajo, su orografía de constantes subidas y bajadas, sus callejuelas laberínticas y la gran cantidad de monumentos, otorgan a la ciudad una gran dimensión, pese a que sólo tiene un kilómetro y medio de largo y uno de ancho.
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Lo ideal es estacionar en la Plaza Mayor y desde allí caminar libremente. Dejarse llevar por los senderos serpenteantes que, siempre, conducirán al rincón preciso, a la ruina legendaria, a la esquina memorable. Conviene detenerse en el Alcázar, con su majestuoso patio presidido por una estatua de Carlos I; recorrer la catedral, con su impresionante Puerta de los Leones y una multitud de maravillas –la obra barroca el “Transparente” y cuadros de El Greco, Goya y Van Dyck, entre otros famosos–; deleitarse en el barrio de la antigua judería, donde destacan dos sinagogas, el Taller del Moro y la Casa Museo del Greco, y visitar el Museo de los Concilios de Toledo y de la cultura visigoda, en la iglesia de San Román. Si queda tiempo para las compras, múltiples tiendas ofrecen reproducciones de magníficas armaduras y espadas medievales, o artículos en damasquinado –incrustación de metales finos sobre acero o hierro–, una antigua técnica de la artesanía musulmana.
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Con una bolsa de mazapanes y quesos de leche de oveja curados en aceite –exquisiteces de la repostería y cocina toledanas, que se venden en tiendas especializadas–, el visitante puede abandonar la ciudad con la secreta emoción de haber recorrido una parte importante de la historia de España.
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