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Nuestra verdad incómoda

Los mexicanos ya hemos hecho el trabajo sucio. ¿Seremos ahora capaces de remediarlo?
lun 20 agosto 2007 09:38 AM

México ha padecido una larga lista de catástrofes medioambientales en los últimos 15 años. El rosario es de miedo e incluye dos elementos conjugados para destruir: el fuego de los espectaculares y devastadores incendios que, en 1998, arrasaron 849,632 hectáreas en todo el país y mataron a 71 personas. Y el agua con que el huracán Wilma azotó a Cancún en 2005, causando pérdidas por 1,751 millones de dólares a las aseguradoras. Chiapas no se recupera de Stan. En junio, los dueños del ferrocarril Chiapas-Mayab cerraron la línea, que nunca se recuperó del daño  provocado por los huracanes.

Pareciera más fácil encontrar catástrofes que la normalidad. En México 64% de los suelos están degradados, la mayoría por el escurrimiento del agua sobre suelos destruidos por la mano del hombre. Es un desperdicio rampante y no se debe a la explotación. Cada momento, casi dos terceras partes del territorio mexicano está perdiendo valor. En cuanto al agua, es demasiada o insuficiente; dibuja postales de  sobreexplotación, sequía e inundaciones.

El desastre es engañoso, porque parece un acto divino, al cual los humanos resisten estoicamente. Pero no hay engaño. Detrás de la mayoría de los siniestros no está la mano de Dios, sino la del hombre.

Y después de titubear durante 10 años, las sociedades ahora aceptan la existencia del calentamiento global. Algo está cambiando. Hoy, cuando los huracanes golpean las costas con creciente frecuencia y ferocidad, sabemos que la culpa es de nuestras emisiones, pero la explicación siempre deja más dudas que respuestas. El diagnóstico siempre se pierde en un mar de tecnicismos y vacíos informativos (apenas en septiembre se sabrá cuál es el aporte de las empresas mexicanas, con el estudio ‘En Balance’, de la Comisión para la Cooperación Ambiental de América del Norte).

La erosión es resultado de la deforestación causada, sobre todo, por labriegos, que abren nuevos terrenos para el cultivo. Eso genera un enorme gasto para la Comisión Federal de Electricidad, que invierte millones en limpiar el  sedimento que ‘inunda’ las presas. También es un factor que incidió en los deslaves e inundaciones que hubo en Chiapas tras el paso de Stan. La pobreza rural no es la única causa. Cuando un terreno queda abandonado, porque su cultivador emigró a una ciudad o a otro país, crecen hierbas que toman los nutrientes de la tierra. Un terreno que con un aprovechamiento cuidadoso podría ser rico, se vuelve infértil.

Sin embargo, no sólo es por el abandono que la problemática rural llega a tener un papel clave en la situación ambiental del país. El sector agropecuario consume 76% del agua disponible y la usa de manera ineficiente. Los agricultores inundan los campos para regar. El agua se evapora con el calor del sol y las partículas de sal disueltas en el agua finalmente se quedan en la tierra. Así arranca, lentamente, la salinización de la tierra. En otros casos, el agua permea el suelo y arrastra las sales hacia los acuíferos, que entonces se salinizan.

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Mientras el agua de los manantiales muchas veces simplemente se evapora, las aguas negras de las ciudades no son tratadas. Los informes de la Comisión Nacional del Agua  dibujan un escenario desalentador: sólo se tratan 35% de las aguas negras municipales. Y 15% de ellas ni siquiera llega al alcantarillado y escurre por el suelo.

Las ciudades extraen cada vez más agua de sus acuíferos, ya de por sí sobreexplotados, y en el campo usan agua de manantial para regar. Al mismo tiempo, las aguas negras ensucian cuerpos de agua superficiales: 39% está ya contaminada, y de ésta, 11% está fuertemente contaminada.

Ésas son las consecuencias del mal manejo de los recursos y la falta de alcantarillado, de plantas de tratamiento y de sistemas de riego tecnificados. Pero hay un nuevo elemento que viene a agravar lo que ya está estropeado.

El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, una organización vinculada con las Naciones Unidas, tiene 23 diferentes modelos computacionales para predecir el impacto del cambio climático. En todos, la variable más importante son las emisiones contaminantes. Es decir, el que los cambios sean enormes o pequeños depende de nuestra capacidad para hacer ajustes serios a la cantidad de contaminantes que emitamos al ambiente.

Uno de los primeros impactos se verá en las costas, conforme se derritan los polos. Las zonas de México que serán más afectadas, según la Semarnat, son los humedales costeros del Atlántico. Ciudades como Alvarado, Cancún, Chetumal, Ciudad del Carmen, Campeche, y la isla de Cozumel están en riesgo de inundarse por una subida de medio metro en el nivel del mar, dice Víctor Magaña, del Centro de Ciencias Atmosféricas de la UNAM.

Lo peor: el nivel del agua podría subir a metro y medio, considerando mareas y tormentas.

Las proyecciones hechas por la Semarnat indican que la sequía conquistará 28% de las tierras que hoy son aptas para cultivar maíz, la gran mayoría en el altiplano del norte del país, y volverá los bosques más flamables, aumentará la presión sobre los acuíferos alrededor de las ciudades y la evaporación de las aguas de riego.

Magaña prevé un incremento en las lluvias torrenciales, lluvias abruptas y fuertes, que pueden causar deslaves e inundaciones en zonas deforestadas. Y ni hablar de los huracanes, que pueden ser devastadores (aunque también necesarios, debido a que son la principal fuente de lluvia para el altiplano).

Más que ser una fuerza apocalíptica, el cambio climático será un reto para todas las sociedades del mundo y pondrá a prueba su habilidad para adaptarse a diferentes circunstancias. Esa capacidad no necesariamente depende de su poder o riqueza, como fue evidente tras la inundación de Nueva Orleans.

Adaptarse y reconstruir es el pan de cada día de los mexicanos, pero el reto será aprender a prevenir. Y para prevenir lo primero que uno tiene que hacer es ver. Los problemas ambientales no son abstractos y lejanos: son concretos y cercanos.

Cerca de las oficinas de Grupo Editorial Expansión, al poniente de la Ciudad de México, hay una barranca. Allí fue construida una presa para evitar que en temporada de lluvias haya inundaciones en zonas más bajas.

Podría ser un lugar idílico. Hay árboles en las colinas, en pleno corazón de la capital, pero camiones llenos de basura, bolsas de plástico y envases de PET vierten los desechos por las pendientes de esa barranca. Caen como pequeñas cascadas hasta el fondo y de esa laguna de agua espesa surgen burbujas misteriosas que vienen del lecho, mientras miles de botellas de refresco flotan ahí. El agua de la presa fluye por los drenajes con fugas de la zona metropolitana. Sale a través de las grietas y se infiltra en el suelo, y socava la ciudad. Los ejemplos cunden por todas partes.

A veces, el suelo se abre y se traga lo de arriba. Como le ocurrió en julio pasado a Jorge Ramírez, quien murió enterrado a 22 metros bajo el nivel del piso en Iztapalapa.

Pero otra parte del agua con desperdicios sigue su ruta por las tuberías. Cuando las lluvias son fuertes, el drenaje se tapa con la basura, y obstruye el paso del agua. Las calles se inundan; los autos quedan varados; el humo de los escapes se mezcla en el aire con otros contaminantes y sube hasta las montañas que circundan la ciudad.

Cuando la lluvia para, las aguas negras bajan y retoman su curso hacia el norte, rumbo a Hidalgo, donde se vacían sin tratamiento en la presa y junto al pueblo de Endhó, casi en el valle del Mezquital. Hace décadas las usan para el riego ahí.

En la carrera por lograr mejores economías, más dinero y más libertad, a menudo el medio ambiente pasa inadvertido, pero lentamente está volviendo claro que no sólo las calles de Iztapalapa están socavadas por el descuido ambiental. México en su totalidad está minado. Todos debemos cuidar nuestros pasos.

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