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Adiós al campo

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mié 27 diciembre 2006 12:00 AM

En los años 80, el paisaje en Atlaltipa Mirador, una comunidad ubicada en el norte de Hidalgo, era una enorme planicie con unas cuantas casas dispersas, construidas con adobe, tabique y madera.

La escuela más cercana a esta comunidad de 400 habitantes, donde casi todos hablaban náhuatl y se dedicaban a labores agrícolas, estaba en el municipio de Atlapexco, a hora y media de camino a pie. Por las tardes, cuando los infantes regresaban de la escuela, solían llevar a los animales a pastar y jugar futbol. Esta rutina es uno de los recuerdos más vivos que Victoriano Hernández, hoy de 33 años, conserva de su adolescencia. Su familia fabricaba piloncillo de caña y lo vendía en el tianguis del pueblo. Aunque su madre era maestra de primaria, su sueldo y la venta de piloncillo no les alcanzaba para sobrevivir. Por eso, tenían que cambiar pollos por ropa o guajolotes por metates con otros miembros de la comunidad.

El 2 de junio de 1988 es una fecha que Victoriano nunca olvidará. Ese día, a los 15 años de edad, llegó a vivir a la Ciudad de México. Se instaló en la casa de sus tíos, ubicada en la zona más densamente poblada del país, Iztapalapa. Su plan era cursar la preparatoria de la UNAM y obtener el pase automático para estudiar una carrera universitaria.

En los años 50, en México y en el mundo, siete de cada 10 personas vivían en el campo. Durante los 80, cuando Victoriano llegó al Distrito Federal, 14 millones de mexicanos abandonaron los campos del país, y sólo cuatro de cada 10 se mantuvieron en áreas rurales. En el mundo, sin embargo, esta migración fue más lenta, pues en ese entonces, dicha proporción aún era de siete de cada 10.

Este 2006, según la publicación inglesa The Economist, es la primera vez que hay más gente viviendo en ciudades que en el campo, provocando así intensos cambios en la sociedad. Algunos de ellos los vivió Victoriano a fines de los 80.

Los hombres en Atlaltipa Mirador, por ejemplo, solían vestir ropa de manta, llevar sombrero y calzar huaraches. Victoriano, entonces, empezó a usar jeans y playeras. “Desde antes de llegar a la ciudad, ya sabía que no tenía que mostrar que soy indígena porque me iban a discriminar”, recuerda. “Ya venía curado contra eso”. El primer día de clases fue impactante. “En mi pueblo teníamos que ir arreglados y peluqueados a la escuela, pero en la Prepa 5 había gente punk y dark”.

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Cuando vivía en Atlaltipa Mirador, Victoriano acompañaba a su madre a Huejutla, un poblado a tres horas de camino, donde había una tienda del ISSSTE. Ahí, la maestra cambiaba sus vales de despensa por productos de higiene personal, alimentos enlatados y enseres domésticos. Ya en la capital, acompañaba a sus tíos a la Bodega Aurrerá para ayudarles a cargar la despensa.

Las visitas al supermercado se convirtieron en un pasatiempo. No podía creer que hubiera un lugar donde dieran comida gratis y que tuviera una variedad tan grande de artículos que antes no tenía a la mano.

Victoriano cumplió su sueño de estudiar una carrera profesional en la UNAM. Eligió estudiar Biología. Además cursó una maestría en Biología Ambiental. Ahora trabaja en el herbario del Centro Médico, donde analiza la curación a través de plantas medicinales.

Poco a poco, Victoriano dejó de extrañar los platillos típicos de la Huasteca, como el zacahuil, un tamal de cerdo y guajolote, o la cecina con enchiladas. Ya casi no hay nostalgia por los dulces como el xohol (masa con piloncillo envuelta en hojas de plátano), las charamuscas o las cocadas. Su dieta ha cambiado desde entonces. En la casa de sus padres no había refrigerador, así que compraban pescado salado que puede conservarse a la temperatura ambiente, o cocinaban al momento lo que pescaban en el río. Ahora, suele comer en fondas o en los puestos de quesadillas, gorditas y tacos que están cerca de su trabajo, en el herbario del Centro Médico. Entre sus preferencias están las pizzas de Domino’s y la comida de los restaurantes chinos.

En el DF, su principal pasatiempo es ir a Cinemex Real, en el centro de la capital. Una de las películas que vio recientemente es El Ilusionista.

No obstante, cada vez que puede, regresa a la comunidad de Atlaltipa, y casi nunca falta a la fiesta de San José, el patrono del municipio, que se celebra a mediados de marzo. Es entonces cuando sus amigos de la infancia le dicen que habla con ‘acento chilango’.

Victoriano se considera ‘faenero o comunero’ porque cumple con su obligación de trabajar de forma gratuita en beneficio de la comunidad, ya sea aportando dinero para un nuevo camino, o bien, organizando un proyecto de música de viento. En la capital, por ejemplo, organiza una banda filarmónica de niños indígenas.

En su pueblo, no tenía televisión, tampoco usaba teléfono y las noticias del exterior sólo llegaban a través de la radio. Hoy, responde las llamadas desde un celular que le permite tomar fotografías y video. Desde hace cinco años usa internet, primero lo hizo en la universidad, ahora lo hace en el trabajo.

Atlaltipa Mirador aún no conoce internet, pero las remesas que llegan de quienes se han ido a trabajar a Estados Unidos han llevado al pueblo a tener más televisores que nunca. Hoy en día, los jóvenes pueden conocer nuevas formas de vida. “Ya no es como uno, que me tuve que aventar a la ciudad para ver cómo era la vida de afuera. Ahora, todo lo ven por televisión”, opina.

Con sorpresa, Victoriano mira cómo en los techos de las casas de su pueblo sobresale una antena de televisión vía satélite, y cómo los jóvenes con mejor situación económica se están acostumbrando al teléfono celular. Los niños usan el camión para llegar a la escuela en Atlapexco y los ancianos le cuentan de atropellados en la carretera. “Resulta que ahora es peligroso caminar por la carretera. Eso era impensable en mi época”, dice.

El trueque es cada vez menos común. En la actualidad las familias caminan a Huejutla de Reyes para cobrar los envíos de sus familiares. “Eso los ha hecho perder su identidad indígena”, opina Victoriano, quien participa en un programa de radio por internet de la Asamblea de Migrantes Indígenas en la Ciudad de México.

“¿Fue difícil adaptarse a vida urbana?”
“Sí. Antes, todo lo hacía al aire libre y andaba para todos lados. En la ciudad, me siento como encerrado”.

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