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González Barrera, el banquero improbable

El libro editado por Jorge Zepeda revela la biografía de 11 empresarios importantes para el paí aquí un adelanto de la historia de González Barrera fundador de Gruma y presidente de Banorte.
jue 29 noviembre 2007 05:51 PM
Además de industrializar maíz, González Barrera participa en

A finales de 1970, Roberto González Barrera aceptó la oferta de compra que le hizo el gobierno por Maseca.

Tenía 40 años y ya era un hombre rico. De niño había sido bolero en su natal Cerralvo, Nuevo León; antes de cumplir 13, trabajaba como vendedor; a los 17, como perforador en las explotaciones de Pemex en Veracruz; a los 25 años, alumbró las calles de su pueblo trabajando para la empresa familiar, y en las postrimerías del sexenio de Díaz Ordaz era el dueño y señor del mayor fabricante de la cada vez más demandada harina de maíz, que producía con una tecnología propia. Se codeaba con secretarios de Estado, gobernadores, caudillos revolucionarios y hasta artistas, pero –y era un gran pero– en esa vida no había habido tiempo para estudiar. Nunca terminó primero de secundaria. Ahora, al fin, podía quitarse ese peso de encima.

La operación de venta estaba preparándose en la Ciudad de México. En un raro momento de introspección en una vida de trabajo obsesivo, voló a Ginebra. Encontró en Lausana, la ciudad de la Suiza francófona situada en las orillas del lago Ginebra, una casa “deliciosa” con una espectacular vista de los Alpes y la inmensidad del lago ante los ojos. Firmó con el propietario un contrato de renta por tres años. Le fascinó el piano que presidía la sala. Quería aprender a tocar este instrumento y la guitarra, estudiar idiomas –el piloto de su avión hacía de traductor en las negociaciones con los bancos estadounidenses– y ponerse al día en cultura general. Después, viajaría por el mundo. Una nueva vida, empezar de cero.

Maseca, fundada por Roberto y su padre, Roberto M. González Gutiérrez, en 1948, había revolucionado la manera tradicional de hacer tortillas, el alimento básico de los mexicanos. Su harina de maíz ahorraba a los hogares el arduo proceso cotidiano de cocción del grano, nixtamalización (previo remojo en una mezcla con cal), amasado y preparación del único ingrediente insustituible del taco. La “maseca” rendía más tortillas por kilo, duraba varios meses sin estropearse (la masa, apenas ocho horas) y permitía hacer tortillas en minutos. Superados los problemas técnicos y de mercado iniciales, apoyado en sus relaciones al más alto nivel con el gobierno, que repartía entonces generosos subsidios, y la competencia tibia e ineficiente de la entonces estatal Minsa, los Robertos habían armado un imperio empresarial.

Maseca era un objetivo claro a nacionalizar en los meses previos a la toma de poder de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), que quería proteger el ‘alimento del pueblo’, el maíz, como bien de interés nacional.

La oferta era de 400 millones de pesos. González calculó que si vendía sus otros negocios (distribución de aire acondicionado, entre otros), tendría 600 millones de pesos, 250 millones de dólares de 2007. Suficiente para toda una vida.

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“Tenía un problema sentimental (que no voy a contar) que me bajó mucho la guardia”, recuerda González Barrera (ahora) de 77 años, el mismo a quien sus antiguos colaboradores califican como “implacable”, “duro” o “esclavo” de su trabajo.

González regresó de Suiza para cerrar el trato. El gobierno de Gustavo Díaz Ordaz tocaba a su fin y con él empezaba a resquebrajarse el complejo y estable modelo político nacido en 1929 del Partido Revolucionario Institucional, PRI (inicialmente Partido Nacional Revolucionario, PNR). La matanza de estudiantes en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968 puso un punto y aparte en la historia. Paradójicamente, el mismo Díaz Ordaz sentó las bases que abrieron a la oposición del Partido Acción Nacional las posibilidades de acceder a cargos de representación.

Concluía también el periodo de mayor crecimiento sostenido de la historia, el desarrollo estabilizador. Bajo la batuta de Antonio Ortiz Mena, secretario de Hacienda desde 1954 (y hasta 1970) y después consejero cercano a González, la economía había crecido a un ritmo de 6.2% anualmente en promedio, con una inflación inferior a 3%. El desarrollo del mercado interno mediante la sustitución de importaciones había creado unas clases medias urbanas que exigían cambios. Ignorando la ira del presidente todavía en el poder, Echeverría, quien fuera secretario de Gobernación de Díaz Ordaz durante la matanza, daba un giro hacia la izquierda: proponía la nacionalización de empresas, el gasto público a manos llenas destinado al campo, la educación o la industria. Políticas que, fuera de control, acelerarían el desgaste del modelo económico en que se basó el llamado ‘milagro mexicano’.

El secretario saliente Ortiz Mena, un economista que dirigió durante 20 años el Banco Interamericano de Desarrollo, no veía con buenos ojos la estatización de industrias que se avecinaba. Tenía una buena relación con González Barrera. Cuando le preguntaba que en qué podía servirlo, la respuesta era una sola: “Déjeme subir en el elevador con usted, don Antonio, nada más que me vean, con que sepan que yo soy amigo, con eso tengo”.

El día previo a la firma de la venta, Ortiz Mena lo invitó a comer a su casa, según recuerda el empresario. “Yo creo que usted no debe vender. Es un error. México necesita empresarios, gente como usted”, le dijo. “Mire, yo ya decidí esto”, respondió. “Se va a cansar. Quiere estudiar, pero al primer año va a estar aquí de regreso. Roberto, lo conozco, es usted un hombre inquieto. Querrá volver y no va a tener empresa. Todo está ya desarrollado, ¿qué va a comprar? Competirá desde cero, cuando ahora ya está creando toda una industria”, insistió Ortiz Mena. “Bueno, yo ya decidí”, concluyó González.

“Si usted se convence, lo espero aquí en mi casa al cuarto para las nueve, porque voy a Los Pinos a acuerdo con el Presidente. Si quiere, saco el acuerdo y no lo llevo. Y además, si se anima, le consigo que Nacional Financiera le dé un préstamo de 100 millones de dólares para que siga desarrollando fuertemente Maseca”. Pero González no se dejaba convencer: “No, no, yo ya tomé la decisión. Si no me ve, punto final”.

Eran ya las 10 de la noche cuando González dejó al secretario. En el momento en que iba a subirse a su coche pasó por ahí, en una aparente casualidad, Carlos Hank González. Su admirado “hermano del alma” y futuro consuegro había dirigido la organización encargada de distribuir alimentos a la población, la Compañía Nacional de Subsistencias Populares, Conasupo, de quien dependía Minsa y de la que pasaría a depender Maseca tras la venta. Tenía una casa frente a Ortiz Mena.

Hank, como González, era un hombre hecho a sí mismo, un ejemplo de la movilidad social que el sistema político mexicano proveía a quienes entendían sus códigos, la importancia de las lealtades personales por encima de cualquier otra cosa y vestían la piel de cuero necesaria para aguantar las arbitrariedades del sistema. “Un político pobre es un pobre político”, sentenció alguna vez, retratando en una frase perfecta a una sociedad en la que la cercanía con el poder daba a unos pocos acceso privilegiado a la información, influencias y negocios.

Había sido vendedor de dulces en la calle en su infancia, trabajó como profesor rural en su natal Atlacomulco, Estado de México, y combinó una carrera política ascendente en las filas del PRI –antes de dirigir Conasupo había sido diputado federal, ya era gobernador del Estado de México y llegaría a ser regente de la Ciudad de México– con la actividad empresarial iniciada con un negocio de distribución de productos petrolíferos para Pemex.

“Es una tontería tuya vender, Roberto”, le dijo Hank a su amigo ya en su casa. “Tienes el mejor negocio, lo que no tiene nadie. El café, el azúcar, el trigo o el arroz ya tienen su tecnología, todo está inventado, pero tú estás desarrollando el producto que más come el pueblo mexicano. ¿Cómo te vas a ir?”

Hank, que ya entonces tenía un gran poder dentro del PRI, le mostró el cheque por 400 millones de pesos. La conversación entre los dos, como tantas veces, se prolongó hasta la madrugada. Ambos se habían conocido en pláticas interminables en 1959, durante la semana de toma de posesión como gobernador del Territorio de Baja California Sur del caudillo militar de Nuevo León, el general Bonifacio Salinas Leal. González quedó deslumbrado desde el primer momento por el carisma y el talento del entonces diputado por el Estado de México, Hank, que organizó la administración del gobierno del general Salinas en ocho días (“El tipo era un genio”, dice). González Barrera apoyaba al general organizando las audiencias y ambos con José Ortiz, futuro gobernador de Campeche y desarrollador de Las Brisas, en Acapulco, pasaron muchas noches de pláticas que los unieron para siempre. “Hank, mi hermano del alma”, dice González con la mirada perdida. “Un hermano no, porque con los hermanos uno se pelea. Más que eso”. La siguiente vez que González regresó de Monterrey, llevó un cabrito a la oficina de Hank. “Nos lo comimos en el escritorio en una oficinita que estaba cerquita del monumento a la Revolución, ahí, sentados, y de ahí la amistad”. Hasta la muerte del controvertido político-empresario, en 2001, los dos amigos –que se convirtieron en consuegros después del matrimonio de sus hijos Carlos Hank Rohn y Graciela González Moreno– desayunaron juntos cada domingo en el rancho de éste en Santiago Tianguistenco. Rodeados de los coches lujosos a los que era tan aficionado Hank –Buick, Rolls Royce, Mercedes–, cerca del zoológico particular en el que logró un cruce de pantera y leopardo o un tigre de Bengala, hablaban de política, de la situación de México y sus negocios. Cada cual tenía su área de actividad, la industria para uno, la política para el otro y en eso descansó la perdurabilidad de su relación, según el nieto de ambos, Carlos Hank González, testigo de muchas de esas reuniones.

En aquel día de noviembre de 1970, ya había amanecido cuando González se despidió de Hank, hastiado de tantas presiones para que se olvidara de vender la empresa a la que había dedicado 22 años de su vida. Fue por su coche, que había dejado el día anterior atravesado frente al garaje de Ortiz Mena. Apenas llegó a la puerta cuando ésta se abrió. El secretario de Hacienda salía camino a Los Pinos. González, resignado, se acercó al político. “Don Antonio, saque usted el acuerdito ése de ahí. Me convenció”. Sonriente, Ortiz Mena alabó la decisión y le entregó al empresario el acuerdo que llevaba a Los Pinos. González no había terminado de hablar. “No creo que a usted le alcance el tiempo, pero ya lo veré posteriormente para que me haga efectivos los 100 millones de dólares de crédito”.

Tres décadas y media después, Gruma –nombre del corporativo que en México fabrica Maseca– tiene un valor de mercado de 1,700 millones de dólares. En 2006, la mitad de sus ventas de 30,654 millones de pesos y más de 70% de sus utilidades procedieron de Estados Unidos y los mercados internacionales.

González, hijo de braceros, fue un pionero en la conquista del mercado hispano de Estados Unidos desde 1976, al igual que fue uno de los primeros mexicanos en instalar una planta de producción en China, en 2005. En México, Maseca tiene una presencia marginal en la venta de tortillas, pero sus marcas globales fabrican y comercializan una de cada cuatro de las que se consumen en Centroamérica, Europa, Asia y Oceanía, donde también venden botanas o productos derivados del trigo. Gruma distribuye 90% de la harina de maíz que utiliza la industria en Estados Unidos y 35% de la utilizada en México por los hogares y la industria tortillera y de botanas. La fortuna de González asciende a más de 2,000 millones de dólares.

Sus críticos afirman que debe su riqueza a sus relaciones con el poder en el México de la corrupción tolerada de los años 60, 70 y 80, en una industria fuertemente subsidiada. Altos funcionarios de varias administraciones no le perdonan las presiones que ejercía sobre sus jefes políticos para lograr sus objetivos de negocio.

Él replica que su principal competidor sigue siendo la industria tradicional, mayoritaria en México, y que Maseca nunca creció tanto como con la liberalización del mercado del maíz y la eliminación de los subsidios, definitiva desde 1999. Había hecho las inversiones en tecnología que se lo permitieron. Hoy su mayor rentabilidad se la da el mercado hispano de Estados Unidos, en el que estuvo invirtiendo con pérdidas durante una década cuando nadie creía en que los emigrantes se convertirían en una fuente de crecimiento para las compañías mexicanas. “Y yo no voy a Washington a negociar nada”, ha dicho en varias ocasiones.

González es también el último mexicano propietario de un gran banco. La familia Barrera (que controla 51% de las acciones de Gruma, donde la multinacional ADM tiene una participación de 22%) es, desde 1992, el accionista principal del Grupo Financiero Banorte, cuarto banco del país, con un valor de 10,000 millones de dólares, el único de los grandes que permanece en manos locales tras la crisis de 1995.

Don Roberto (como le llama su entorno) jamás volvió a plantearse el plan de estudios que concibió en su crisis de los 40, cuando estuvo a punto de vender la empresa. Es un activísimo presidente del consejo de Gruma y Banorte, sigue presente a sus 77 años en cada decisión relevante, en negociaciones, compras, supervisión de oficinas, relaciones con el gobierno, contrataciones o estrategia. Su equipo se queja de que es difícil seguirle el ritmo.

Cuando canceló el contrato de renta de aquel chalé de Lausana, el propietario le exigió un año de renta. No hubo más costos. “Quise parar para hacer una nueva vida, yo tenía un plan precioso y ya no pude”, comenta sobre su proyecto frustrado. “Me duele mucho no haber estudiado, pero no me puedo quejar”.

En la biblioteca del despacho que tiene en su casa del Paseo de la Reforma, en la Ciudad de México, abundan los libros de Alvin Toffler, mamotretos de arte y política mexicana, las novelas políticas de Luis Spota, las memorias de los presidentes, libros de historia. En las paredes cuelgan dos David Alfaro Siqueiros, el pintor encarcelado por López Mateos por sus actividades políticas y dos Rafael Coronel. También en esta sala de juntas de su casa hay dos maquetas de su avión, matrícula XA-RGB y una de su yate. El mar y el aire, su yate y su avión, son las dos únicas cosas que lo relajan.

González estuvo a punto de morir el 17 de octubre de 1962, cuando su avión personal se estrelló una noche de vuelo entre Monterrey y Mazatlán. El piloto pensaba que volaban a 300 metros de altitud; eran 30 y pronto sintieron las ramas de los árboles. Tras un aterrizaje forzoso, cuenta el empresario, rompió la puerta y sacó al piloto contusionado antes de que estallara el avión cuatro minutos después. El equipo de rescate lo encontró a las seis de la mañana. A las 16:00 ya estaba en otro vuelo, “no podía permitirme el miedo”. En septiembre de 2006, en unas vacaciones, dio la vuelta al mundo, con escalas en España, Rusia, Fiji o Hawai en su Dassault Falcon 900 EX.

Padres e hijos

Cerralvo fue la primera población del estado de Nuevo León y su primera capital. Está situada en el noreste, a 40 minutos de Nuevo Laredo, en la frontera con Estados Unidos, en un clima semiárido que en verano alcanza temperaturas superiores a 35º C. En 2005 tenía 8,009 habitantes, según el Censo Nacional; una población que disminuye al ritmo que marca la emigración al norte.

El pueblo se asienta en una zona predominantemente ganadera, donde la propiedad de la tierra es mayoritariamente comunitaria. En las minas de El Refugio y del Agua se explotan yacimientos hoy residuales de plata, plomo y zinc, vestigios de las glorias mineras del pasado virreinal, todavía muy activos en los años 30 y 40 del siglo XX.

Roberto González Barrera nació en Cerralvo el 1 de septiembre de 1930. Cinco años después, sus padres, también nativos de Cerralvo, emigraron a Estados Unidos para trabajar de braceros en la pisca de algodón del sur de Texas y lo que les saliera al paso, con vueltas ocasionales al comercio en su pueblo. Su padre perdió 80% de la audición de un oído como consecuencia del estallido de una bomba de aire de una gasolinera cuando trabajaba en el puerto de Galveston, Texas. En Monterrey era conocido como “El Sordo”. “Mi madre Bárbara era el oído que a él le había faltado”, dice su hijo.

Roberto se quedó a vivir con sus abuelos paternos y 17 primos hermanos. Los niños estaban a cargo de la abuela, una gitana originaria de las cuevas de Granada, España, y que había llegado al pueblo de paso junto con una caravana. El ir de pueblo en pueblo terminó cuando conoció a Juan González, un hombre que se dedicaba al comercio en las localidades vecinas. Vendía jarros, utensilios para la casa, y hacía de curandero para quien fuera suficientemente ingenuo como para pagar por ello.

Los González tenían ocho varones y nueve niñas a su cargo y no se andaba con tonterías. “Las mujercitas”, les decía la abuela, “a estudiar; y ustedes, varones, primero que nada se van a traerme la comida, a trabajar. Si les queda tiempo para estudiar, qué bueno, pero lo primero es esto”.

Roberto empezó a hacer mandados. “Me decía una señora ‘ve a la casa de fulana y llévale este recado’ y la otra me mandaba por otro, y era correr el pueblo de aquí para allá”. A los seis años, al ver trabajar a los boleros de zapatos, construyó su primer cajón. Pronto se lo rentó a un primo. A los ocho tenía ya cinco cajones de bolear más el propio.

El nieto no tardó en emular al abuelo y vender huevos, verduras, maíz. Lo único que exigía Juan era que uno de los primos, por turnos, lo ayudara cada fin de semana. Recorrían, en un carro tirado por una mula, Cerralvo, General Treviño, Melchor Ocampo, Parás o el mismo Agualeguas, que se hizo célebre durante la presidencia de Salinas de Gortari por ser el origen de su familia. Roberto aprendió el arte de la venta de la seducción personal que le abriría tantas puertas en el futuro.

Su abuelo lo encaró. “Yo veo que corres mucho y que haces muchas cosas, ¿qué te deja más dinero?”, “Vender verduras”, respondió el chico. “Pues eso haz, para qué tanto. Dedícate a una cosa pero a fondo”.

Roberto no olvidaría ese consejo, que seguiría varias veces en su vida: concentrarse en el negocio más rentable. Empezaba a las cinco o seis de la mañana. Terminada la venta, se buscaba unas propinas poniendo mesas en los billares, y boleando hasta que aguantara el cuerpo. Siete días a la semana en los que aún había tiempo para la escuela.

*Alberto Bello es editor general de la revista Expansión, y el capítulo sobre Roberto González Barrera forma parte del libro "Los Amos de México", coordinado por el periodista Jorge Zepeda Patterson.

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