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OPINIÓN: Los fantasmas fundacionales de EU que impulsaron el triunfo de Trump

Una gran suspicacia hacia las élites arcaicas anclada en la propia revolución estadounidense, así como el rechazo a los políticos tradicionales, han engendrado populismos como el del republicano.
jue 10 noviembre 2016 12:27 PM
Un vaquero
Un vaquero Los votantes de Trump vieron en él lo opuesto a la formalidad elitista: franqueza, espontaneidad, libertad, emancipación, insubordinación. (Foto: Spencer Platt/Getty Images)

Nota del editor: Pablo Majluf es periodista egresado del Tecnológico de Monterrey y maestro en comunicación y cultura por la Universidad de Sydney, Australia. Es coordinador de comunicación digital del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) y profesor de comunicación y periodismo en el Tecnológico de Monterrey. Puedes seguirlo en Twitter como @pablo_majluf . Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad del autor.

(Expansión) — Soy mexicano pero crecí y viví en Estados Unidos, donde cursé secundaria y preparatoria y tengo familia y amigos de este a oeste, la mayoría educados y relativamente afortunados. Muchos de mis conocidos –ciertamente los menos, pero una buena cantidad– votaron por Trump… y no me sorprende en un contexto en el que el republicano obtuvo prácticamente la mitad del voto popular y ganó el electoral.

Algunos de estos votantes cercanos son (inadvertidamente) misóginos y racistas, otros no; algunos conservadores, otros moderados; unos rurales, otros urbanos; unos religiosos, otros ateos. Pero lo que todos tienen en común, a mi parecer, es un desprecio visceral a aquello que siempre estuvo en el corazón de la contienda: la famosa “corrección política”, eso de lo que Trump se volvió ferviente antagonista y que, por el contrario, Hillary abrazó durante sus 30 años de carrera. Un repudio nutrido de valores y sensaciones, más histórico que coyuntural.

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Se trata, primero, de una gran suspicacia hacia las élites arcaicas. Es un fantasma anclado en la propia revolución estadounidense… que fue hecha contra aquella monarquía “refinada” del viejo continente. Por supuesto, es un rechazo injustificado, pues los revolucionarios (los famosos “padres fundadores”) eran ricos, educados en la alta cultura, y varios de ellos –notablemente Paine, Jefferson y Franklin– habían estudiado las ideas liberales en Europa. Sin embargo, los símbolos de la nueva república quedaron enmarcados desde el inicio en una idea de pueblo sagrado.

Esto fue benigno en cuanto que alentó la auténtica democracia, pero también maligno en cuanto que sembró la noción tácita de un pueblo moralmente superior a la élite, semilla que, como sabemos, a menudo engendra populismos (y Trump no es el primer populista americano, también lo fueron Jackson y Polk, entre otros). Los gringos suelen ser desconfiados del cosmopolitismo ilustrado –ese que tanto se da en Europa y en los centros culturales del propio Estados Unidos– pues lo sienten como una amenaza a su espíritu sencillo y parroquial. Prefieren la franqueza y la campechanía a la pedantería y la petulancia, aunque esa predilección fomente la ignorancia y la rusticidad. Es un sentimiento que la crisis financiera del 2008, atribuida a “los ricos”, avivó, pero que late en los genes estadounidenses.

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Segundo, el rechazo a los políticos tradicionales, los paladines de la corrección. Esto bien puede ser un fenómeno coyuntural global conforme a la decadencia del espectro político tradicional, pero siempre ha corrido en la sangre estadounidense. Es una tierra que prefiere al self-made man que al político auspiciado por el contribuyente (tax-payer). Y también puede tener su origen en la fundación de la república, pues la filosofía liberal aboga por un gobierno siempre limitado y por una libertad –esa sí casi ilimitada– para poder hacerse rico por méritos propios.

Donald Trump no es, desde luego, ni un self-made man ni un liberal, pero tocó esas fibras como un maestro, mientras que Hillary ha vivido del contribuyente toda su vida, o peor aún, ha sido beneficiaria del old money –banqueros, industriales, grandes familias– que los estadounidenses tanto identifican con la élite vetusta. Los gringos prefieren la praxis a las ideas, las realidades a las verdades, y en el self-made man ven el triunfo de la voluntad individual sobre las imposiciones heredadas, ven al hombre práctico que aterriza y construye, concreta y prescinde del paternalismo.

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Tercero, la afinidad con el vaquero. John Wayne y Clint Eastwood vibran en todos los rincones y corazones de nuestro vecino del norte, aun en las regiones más progresistas y mentes más civilizadas. Es el espíritu indómito, asentado en la fundación de la república. Al vaquero estadounidense no le gusta el adiestramiento. Y gran parte del discurso de Hillary –sin olvidar el de Obama– residía en la imposición gubernamental, aunque fuese de ideas liberales.

La retórica y las políticas públicas demócratas de los últimos años descansaron en códigos morales que, a los ojos de los votantes, parecían más artificiales que naturales: desde la reforma en salud y las concesiones a las minorías, hasta la política exterior y la forzada integración racial. No digo que esas causas estuvieran equivocadas, lo que digo es que al vaquero estadounidense le parecieron prefabricadas desde arriba, impuestas: surgidas del “deber ser”.

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El rechazo a ése, el máximo lenguaje del establishment, parece explicar, entre otras cosas, por qué tantas mujeres, negros, hispanos, hombres educados y clases medias y altas votaron por Trump (ahí están los datos). En él vieron justamente lo opuesto a la formalidad elitista: franqueza, espontaneidad, libertad, emancipación, insubordinación, toda una serie de sensaciones que, aumentadas desde los medios y servidas de un discurso lleno de caricaturas y figuras fáciles, apelaron a su sentir histórico. Claro que se trata de una grosera manipulación emocional.

nullTan vacío de sustancia y juicio, de ideas y coherencia, por no decir decencia, Trump no va a erradicar el supuesto mal que en esta elección los estadounidenses resistieron, pues éste ni siquiera existe: no es un mal real u objetivo sino uno exclusivo del imaginario en aquel país.

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Los verdaderos males –la xenofobia, el racismo, la misoginia, la división, la mentira– pasaron a un segundo plano, y he ahí la tragedia. Pero, favorecido por una adversaria que a los ojos del electorado sin duda personificaba el mal mayor, Trump se vendió como el vaquero indómito. Y se lo compraron, igualito que nosotros podríamos comprarnos a ese héroe agachado que merodea por ahí… y así cada pueblo a su salvador. Ninguno es inmune a su particular forma de demagogia.

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