Publicidad

Síguenos en nuestras redes sociales:

Publicidad

De indocumentado a neurocirujano de Harvard, la vida de un mexicano en EU

Como otros mexicanos, Alfredo Quiñones Hinojosa dejó su país para buscar mejores oportunidades y con esfuerzo ahora es un prestigiado médico
sáb 25 mayo 2013 05:59 PM

El médico Alfredo Quiñones Hinojosa insiste: "Creo que soy un tipo normal".

Esta declaración increíble proviene de alguien que creció en un pueblo pobre de México, que cruzó la frontera de manera ilegal hacia California, asistió a la Escuela de Medicina de Harvard y que ahora trabaja como neurocirujano en la Universidad de Medicina Johns Hopkins.

"Nunca he sido alguien que rechace la aventura", dice. 

Quiñones Hinojosa es el mayor de cinco hermanos. Cuando era niño tenía pesadillas acerca de que debía salvar a su familia de incendios, inundaciones y avalanchas, de acuerdo con su biografía Becoming Dr. Q (Convertirse en el Dr. Q), de la cual es coautor.

Su interés por la medicina pudo surgir de este sentido de la responsabilidad y de la muerte de su pequeña hermana (a quien dedica sus memorias) a causa de colitis. A los seis años, él quería ser astronauta.

Quiñones Hinojosa trabajó en la gasolinera de su padre desde los cinco años; la familia vivía en un departamento ubicado en la parte de atrás. Pero a medida que la economía de México decaía, el negocio también y con ello el sustento familiar.

Publicidad

El padre de Alfredo tuvo que vender la gasolinera y prácticamente no ganó nada. Después supieron que había fugas en los tanques subterráneos. 

Antes de perder el negocio comían carne una vez a la semana. Luego, eso se convirtió en un lujo. Tenían que conformarse con tortillas de harina y salsa, relata Quiñones en su libro. 

Algunas visitas al Valle de San Joaquín, en California, donde su tío Fausto trabajaba como capataz de un rancho, le dieron a Alfredo un panorama de Estados Unidos y el sueño americano. 

A los 14 años pasó dos meses ahí quitando maleza de los campos para ganar dinero y llevarlo a su familia. "Ese dinero ganado con trabajo duro probaba que las personas como yo no estábamos indefensas ni desvalidas", cuenta en su libro.

Cuando era adolescente, Alfredo creía que sería profesor de primaria. Aunque tenía excelentes calificaciones, le asignaron una zona rural aislada para trabajar como docente. En sus memorias, Quiñones cuenta que solo los jóvenes con dinero y buenas conexiones políticas obtenían trabajos en las ciudades. Su salario sería insignificante. 

Su tío aceptó recibirlo otra vez en el rancho de California para que pudiera complementar sus ingresos. Entonces le surgieron dudas sobre su futuro como profesor y empezó a formar un plan en su mente. 

El viaje a Estados Unidos

Alfredo solo tenía 65 dólares cuando, un día antes de cumplir 19 años, en 1987, decidió viajar a Estados Unidos para una estancia más prolongada. No pensaba en las leyes, solo quería salir de la pobreza y regresar cuando pudiera ayudar a su familia, dice.

Arriesgándose a una detención, la deportación e incluso la muerte, Alfredo tenía un plan: cruzaría la frontera con un salto tipo Spiderman, pasaría la cerca de cinco metros y medio, saltaría el alambre de púas y caería en California, cuenta.

Cuando lo hizo, agentes fronterizos lo recogieron y lo enviaron de vuelta a México.

Otros se hubieran rendido, pero Alfredo no. Una hora después de su primer intento, volvió al mismo lugar para ejecutar una maniobra igual pero más rápida. Esa vez tuvo éxito. 

Con la ayuda de su tío, Quiñones regresó a los campos del Valle de San Joaquín. Los cultivos estaban llenos de maíz, uva, tomate, algodón, melón, brócoli y coliflor. Él vivía en un remolque. 

"Actualmente hay un gran sentimiento en contra de la inmigración, pero cuando yo llegué, Estados Unidos me dio la bienvenida", dice Quiñones. "Necesitaban mi trabajo y yo los necesitaba". 

Alfredo recuerda que mientras conducía el tractor veía pasar a los agentes de inmigración. Se llevaban a otras personas, pero de alguna manera él los esquivaba. 

Si lo hubieran detenido en ese momento, quizá no habría llegado a ser neurocirujano en Estados Unidos. Cuando lo piensa, le da risa: "Es una locura. Siendo honesto nunca lo vi así, pero tienes razón". 

Quiñones quería ganar dinero suficiente para alimentar a sus padres y a sus hermanos ─quienes después se fueron a EU también─ y pretendía volver a México con algunos ahorros. "Cuando ganas 3.35 dólares la hora, te das cuenta de que ese sueño va a durar mucho más", dice.

Luego consiguió un trabajo como soldador en una empresa ferroviaria. Un incidente a los 21 años casi le costó la vida. Estaba reparando una válvula en un tanque que había transportado petróleo licuado y, sin tomar en cuenta las advertencias, ingresó al contenedor para recoger una tuerca que se le había caído. 

Estaba inconsciente cuando los demás trabajadores ─incluidos su padre y su cuñado─ llegaron para sacarlo. Cuando despertó en el hospital, un médico le dijo que si hubiera permanecido dos minutos más en el tanque habría muerto. 

"Como si me hubiera transformado, ya no me importaban las trampas de la riqueza ni los sueños de fortuna que me habían motivado antes", escribió en sus memorias.

Una educación diferente

Alfredo asistió durante dos años a la escuela técnica San Joaquin Delta College. Estudiaba en la mañana y trabajaba para la compañía California Railcar Repair en la tarde. No entendía la diferencia entre el concepto de una community college o escuela técnica y una universidad. Pero un amigo estadounidense y su familia lo orientaron y lo alentaron a inscribirse en una institución más grande y prestigiosa. 

Para su sorpresa, Quiñones Hinojosa recibió ofertas de varias universidades, recuerda. Escogió la Universidad de California, Berkeley, porque le ofrecieron una beca y porque había sido el epicentro de un movimiento social durante la década de 1960. Ingresó a los 23 años. 

Pero el ambiente no era del todo favorable. Un profesor asistente le dijo una vez: "No puedes ser de México. Eres demasiado inteligente para ser de México". Alfredo no contestó, aunque el comentario molestó. Después, esas palabras se convirtieron en un estímulo para demostrar que esa gente estaba equivocada. 

Siguiente parada: la Escuela de Medicina de Harvard. Cuando se inscribió, las minorías representaban el 18% de la población en Estados Unidos, pero en escuelas de medicina solo eran el 3.7%, escribió Quiñones Hinojosa en un artículo publicado en el New England Journal of Medicine. Mientras era estudiante obtuvo la ciudadanía estadounidense, en 1997.

Uno de sus compañeros de medicina le dijo que nadie podía pronunciar "Alfredo Quiñones" y le sugirió cambiar su nombre por "Alfred Quinn". En lugar de eso, alargó su apellido al agregarle Hinojosa, en honor a la familia de su madre. En la escuela también adoptó el apodo de Dr. Q, y ahora sus pacientes así le dicen. 

El cerebro era su destino. Un viernes por la noche, cuando el hospital estaba casi vacío, un neurocirujano prominente lo detuvo y le preguntó si quería ver una cirugía.

"Me dijo: 'Vamos ahora mismo'", recuerda Quiñones Hinojosa. "Me dio la ropa quirúrgica y caminé hacia al quirófano para ver a este maravilloso paciente que estaba despierto y al cual le hacían un mapeo para una cirugía del cerebro". 

Ahora, él es especialista en el mismo procedimiento. 

"Alfredo es un cirujano excepcional, y cuida a los pacientes con tumores en el cerebro de una manera muy humana, muy hábil", dice el médico Henry Brem, presidente del Departamento de Neurocirugía en Johns Hopinks. "Su misión no solo es ofrecer la mejor atención posible, sino también hacer investigaciones de vanguardia para entender mejor las enfermedades y encontrar mejores tratamientos".

A pesar de la carrera prominente de Alfredo, su amigo Edward Kravitz, profesor de neurobiología en la Escuela de Medicina de Harvard, lo describe como alguien con los pies en la tierra.

"Es fácil hablar de él. Te da su mano para estrecharla, y te da un cálido apretón. Es muy amigable. Nada presuntuoso".

Operando el cerebro

Como para cualquier agricultor inmigrante, la jornada de Alfredo estaba llena de riesgos. Con la maquinaria que operaba, un movimiento en falso podía significar quedarse sin un dedo una mano, o incluso la muerte. Había una máquina que usaba para recoger tomates a la cual llamaba la silla de astronauta; tenía que usar las dos manos y los brazos.

Ahora, en Johns Hopinks, se sienta en una silla de astronauta diferente, en la sala de operaciones. Usa las manos, los pies y la boca para controlar los instrumentos, incluido un microscopio. 

"Esa práctica comenzó cuando trabajaba en los campos", cuenta.

Alfredo opera unos 250 tumores cerebrales cada año. Usa su sala de operaciones como una extensión de su laboratorio. Quiere aprender sobre el aspecto motor del cerebro, lo que hace que las células "se muevan como arañas" y cómo atacarlas.

Está trabajando en un método para utilizar las células grasas para combatir el cáncer cerebral. Los científicos obtienen células madre mesenquimales de la grasa, que aparentemente son efectivas para identificar el cáncer. 

"Es como darle a un perro de caza algo para oler", dice Quiñones. "Le damos a las células el olor del jugo de cáncer y regresan a perseguirlo increíblemente bien". 

Por la forma en la que habla sobre el cerebro, puedes notar que Alfredo ama lo que hace. 

Él considera que el cáncer cerebral es "la enfermedad más devastadora que afecta al órgano más hermoso de nuestro cuerpo: el cerebro. Soy parcial porque soy un neurocirujano, estudio el cerebro; pero no soy parcial, es el órgano más hermoso de nuestro cuerpo". 

Mary Lamb, de 56 años, supo que tenía un gran tumor cerebral —un meningioma no canceroso— en 2008. Aunque estaba nerviosa por su primera cita con Alfredo, lo percibió como una "bola de energía" que tenía confianza en que ella estaría bien.

"Es tan amable y tan amigable, y siente como si lo conocieras desde hace años", cuenta la mujer de Annapolis, Maryland. 

Una mañana, antes de su cirugía, Quiñones Hinojosa calmó el temor de Lamb. "Me dijo: 'no importa qué pase en el resto del mundo, no te voy a dejar, tú eres mi preocupación'", recuerda Mary.

Su tumor no ha regresado. Ahora ella organiza eventos para recaudar fondos para la investigación de Alfredo. Hasta ahora ha conseguido más de 40,000 dólares en tres años.

"Supongo que lo que lo hace tan bueno y tan compasivo es su origen", dice.

El sueño americano

En ciertos aspectos, Alfredo Quiñones Hinojosa es un "tipo normal". Quiere que sus tres hijos (de 7, 11 y 14 años) sean felices. Intenta hacer ejercicio para mantenerse en buena forma, en especial para los medios maratones que corre junto a sus pacientes para reunir dinero para la lucha contra el cáncer del cerebro. Usa la expresión "santo guacamole".

Su vida es una mezcla de suerte y determinación. En otras circunstancias, probablemente no habría triunfado. 

Aún está consciente de la idea del sueño americano. Dice que sintió mucho orgullo el año pasado, cuando lo invitaron a dar un discurso en una ceremonia de premiación a los estudiantes con mejor promedio y presentó un reconocimiento para su hija mayor.

"El sueño americano no significa que tienes una casa grande o un coche de lujo", dijo. "Ese no es el sueño americano para mí. El sueño americano es poder retribuir cuando has tenido la fortuna de hacer lo que yo hago. Es: ¿Cómo encontrar la forma retribuir, al menos un poco? Para mí, ese es el sueño americano". 

No te pierdas de nada
Te enviamos un correo a la semana con el resumen de lo más importante.

¡Falta un paso! Ve a tu email y confirma tu suscripción (recuerda revisar también en spam)

Ha ocurrido un error, por favor inténtalo más tarde

Publicidad
Publicidad