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¿De qué color es tu conciencia?

Quo explica que, desde su inicio, el hombre no ha podido dejar de afrontar qué es bueno y malo; la vida nos orilla con frecuencia a elegir entre ambas opciones... y a ti, ¿qué fuerza te domina?
dom 15 noviembre 2009 06:00 AM
Hijos del pecado original, el Mal nos sigue tentando con la misma seducción y seguridad que antes.  (Foto: César Saavedra)
el mal (Foto: César Saavedra)

Una joven a punto de bajar del Metro olvida su iPod. Es una tentación considerable. ¿Qué sería lo correcto? ¿Bajar del vagón y devolvérselo? ¿Entregárselo a un policía por si ella lo reclama? ¿Apropiarse del aparato? Y entonces cabe preguntarse: ¿será que por ese simple acto se defina si uno merece arder en el Infierno por el resto de la eternidad? Ya en tiempos inmemoriales, en el país de Uz, Dios y Satanás -mucho antes de caerse del Cielo, siendo aún colaborador cercano del Creador- apostaban a que Job, hombre perfecto, recto y temeroso, no era tan bueno como todos pensaban; y Satanás, seguro de que Job maldeciría a Dios si éste le quitaba su protección, obtuvo su permiso para matar a sus hijos y sus familias, arrebatarle sus riquezas y enfermarlo. Este pasaje bíblico del Antiguo Testamento ejemplifica de manera clara el dilema moral en el que se encuentra el hombre, poseedor del libre albedrío desde que Adán y Eva decidieron comer del árbol de la ciencia del Bien y el Mal. Y Job, como cualquiera de nosotros, se halló entonces entre las muchas caras que puede adoptar la tentación -una de las características recurrentes del Mal, según escribe Fernando Savater en Invitación a la ética- y las severas (y poco atractivas) del Bien.

Hoy en día son pocos los dispuestos a creer que su alma se la disputan entre Dios y Satanás, sin embargo, la mayoría reconoce que la vida nos orilla con frecuencia a situaciones en las que tenemos que elegir entre lo bueno y lo malo: un día, Francisco Manuel López rompe con su camioneta un muro de la guardería ABC en Hermosillo para salvar del fuego a decenas de niños, y otro, Luis Felipe Hernández abre fuego en una estación del Metro, asesinando a dos personas inocentes. Al devolver o esconder el iPod, tú eres parte de esta trama.

Al principio de los tiempos

La gran batalla entre el Bien y el Mal es una que incluye ángeles y demonios, y que se comprende al interior del individuo, religiosa, moral o psicológicamente, en una tradición judeocristiana.

Comencemos por el malo. El inventor del Diablo en el imaginario, al menos como un tenebroso dios o líder supremo del Mal, fue un profeta de Oriente asentado en Persia que vivió 600 años antes de Cristo, de nombre Zoroastro (Zaratustra). Esa fue la primera vez que apareció como un dios cuya naturaleza era completamente opuesta a la del Bien, y es probable que haya dado lugar al Satanás de los judíos.

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El bueno de la historia, un Dios bondadoso y amoroso, llegó al mismo tiempo desde Jerusalén, cortesía de los primeros seguidores de Cristo, sus discípulos. Y los primeros en enfrentar al Diablo de Zoroastro con Dios, fueron los cristianos que vinieron después, aunque muchos interpretaron la confrontación entre el Bien y el Mal como mejor les acomodaba.

Por ejemplo, en la Antigüedad cristiana había un ser supremo que representaba a ambos y se llamaba Abraxas (de donde proviene la invocación mágica "abracadabra"). Era adorado por los Basilideanos, una secta de herejes fundada por Basílides de Alejandría. Según ellos, Abraxas era creador del Bien y el Mal, y por lo tanto de su oposición y destrucción. Era un dios que podía permitirte que tomaras el iPod y después darte una tunda por robar. La contradicción de sus atributos propició que se le acusara de demonio, dios y potestad benigna, dependiendo de los gustos o disgustos que tuvieran quienes lo señalaban. Así, los maniqueos, unos herejes seguidores de un religioso llamado Mani, también creían que existían dos principios creadores del mundo: el Bien y el Mal.

Catálogo del pecado

Tanto el Cristianismo como el Judaísmo -las religiones que más insisten en la gravedad del pecado- ven éste como una violación deliberada a la voluntad de Dios. Según el Génesis, Adán y Eva, los primeros humanos creados por Dios, obtuvieron el conocimiento del Bien y el Mal al morder un fruto prohibido. Ahí el pecado no radicaba en "saber" o "conocer", sino en desobedecer a Dios. Y desde entonces, existe la creencia de que toda la humanidad carga con un Pecado Original.

Más allá de éste, los seres humanos, con sus actos, pueden alcanzar o alejarse de la salvación. En los textos bíblicos, como Éxodo y Deuteronomio del Antiguo Testamento, Dios señala cuáles son los mandamientos, y judíos, cristianos y musulmanes los interpretan cada quien a su manera.

En el Nuevo Testamento se vuelven a mencionar: «El diálogo de Jesús con el joven rico, relatado por San Mateo en el capítulo 19 de su evangelio, puede constituir un elemento útil para volver a escuchar de modo vivo y penetrante su enseñanza moral: "Se le acercó uno y le dijo: ‘Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?' Él le dijo: ‘¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos'. ‘¿Cuáles?', le dice él. Y Jesús dijo: ‘No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo'. Dícele el joven: ‘Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?' Jesús le dijo: ‘Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme'», repasa el Papa Juan Pablo II, en su carta encíclica Veritatis Splendor, en la que desmenuza la teología moral de la Iglesia.

Y aunque la Biblia es bastante clara acerca de cómo hacer el Bien y cómo el Mal, la curia se encargó de masticar para los feligreses una lista de qué no hacer. Los pecados capitales, considerados como la causa de todos los demás pecados, fueron enumerados por un monje del siglo IV llamado Evagrio Póntico; su lista era de ocho: gula, lujuria, avaricia, tristeza, ira, acedia, vanagloria y soberbia. Dos siglos después, el Papa Gregorio I la revisó, y eliminó la acedia y la vanagloria, además de añadir la envidia. Como la tristeza es un término poco claro pues no siempre se presenta a voluntad del individuo, la Iglesia la reemplazó por pereza en el siglo XVII. Además, se ordenaron por gravedad, para quedar así: soberbia, avaricia, lujuria, envidia, gula, ira y pereza.

Para contrarrestar tales violaciones  -según señala una serie editada por Paidós­- los teólogos antepusieron siete virtudes, divididas en cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza; y teologales: fe, esperanza y caridad.

Fuerzas oscuras y luminosas 

Y con el objetivo de ayudar o estorbar el camino del hombre hacia la salvación, hacía falta un ejército para proteger cada reino. Entonces nacieron ángeles y demonios. Los cristianos de la Edad Media que aportaron los más sorprendentes catálogos fueron los que vivieron en Bizancio (Estambul), entre Europa y Asia. Eran monjes estudiosos de seres sobrenaturales que, buscando difundir sus creencias, acercaron esperanza y miedo a los devotos: mientras señalaban que había servidores del bien enviados por Dios, también alegaban la existencia de seres malignos.

Mauricio Beuchot, filósofo y especialista en interpretación de textos antiguos, investigador del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, opina que ángeles y demonios tienen una función concreta. "Una hermenéutica analógica aplicada a esta clase de entidades, nos debe hacer comprender que no son como se los ha imaginado, sino que su naturaleza la comprendemos por analogía con nosotros mismos. Y así imaginamos los ángeles como hombres buenos, y los demonios como hombres malos", dice. La hermenéutica analógica es un método de lectura que exige que, al buscar el sentido literal del texto, también lo entiendas de acuerdo a tus experiencias, como si estuvieras en la cuerda floja y fueras un equilibrista: al interpretar, hay que balancearse entre lo que uno puede explicar de manera subjetiva, y lo que se puede explicar de manera objetiva. Así, el conocimiento te es útil para aplicarlo en otras cosas, como la escena del iPod.

Literatura y mitología muestran las diversas caras que puede presentarnos un ser humano: son testimonios de una época y de una forma de ver al mundo.

Dante y su código 

Sin embargo, en la Edad Media seguía prevaleciendo una idea muy vaga del modo en que uno podría llegar a pagar la culpa por cometer faltas o el modo de disfrutar recompensas por una conducta justa. Hasta que llegó Dante Alighieri, escritor italiano, inventor de la geografía del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso en su obra la Divina Comedia.

El libro narra un viaje que comienza por una selva oscura, donde una sombra con la forma del poeta del Imperio Romano, Virgilio, lo conduce por el Infierno y el Purgatorio. Ahí, las almas de los pecadores pagan su condena (los que están en el Infierno) o su penitencia para poder ir al Cielo (los que están en el Purgatorio). Cuando Dante sale del Purgatorio, después de presenciar horrores y crueles purificaciones de pecados, llega la persona a quien más ama, Beatriz, quien lo guía por el Paraíso para llegar a Dios.

El Infierno de Dante muestra personajes históricos que cometieron tropelías, y de esta manera educa por medio del miedo: si no te portas bien, te irás al Infierno, un lugar al fondo de la Tierra dedicado a la tortura de pervertidos y gente infame. Porque al final, quienes están en control de sus actos, son sanos mentalmente y deciden pecar, deben ser castigados. Dice el psicólogo Juan Antonio Barrera: "Los cuentos de hadas fueron creados con una simbología clara para distinguir entre el Bien y el Mal, y sirven para que el niño pueda darse una idea de cómo se mueven los malos y cómo se mueven los buenos. Por ejemplo, el rojo es para el mal, el blanco o el azul para el bien. La literatura, la mitología, crean modelos de seres humanos buenos, seres humanos malos, y cómo se comporta cada uno, pues al final, estos relatos son un molde, una forma de enseñar el modo de ser de las cosas".

Sin flamas ni nubes

Hoy en día, el infierno barroco, lleno de flamas y demonios con trinche, tiene muy poca convocatoria, al igual que la idea de un cielo entre nubes y espirituoso: "El cielo sin cuerpo, hoy no convoca", asevera el Dr. Rodrigo Guerra, catedrático de filosofía de diversas universidades nacionales y extranjeras, y quien ha ocupado diferentes cargos en el Episcopado Latinoamericano y el Mexicano.

Guerra opina que si bien durante mucho tiempo fue la Iglesia la que determinaba qué era el Bien y el Mal, y qué debía o no hacerse, hoy es el hombre el que se juega su destino con plena autonomía. Y sus herramientas son dos: la conciencia y la amistad. "En la moral más tradicional de la Iglesia católica, el último tribunal es la conciencia", dice. Y el que vive contra su conciencia y sin la compañía de otros que le acompañen y ayuden a tomar mejores decisiones, se arriesga a vivir en las tinieblas en el sentido más teológico: "El verdadero infierno está en la soledad. Nadie se salva solo".

Ante el ejemplo del iPod,  Guerra señala que hay una obligación moral. "Si es un objeto que no me corresponde a mí ni a nadie, y yo puedo ayudar al que sí lo posee en justicia a volverlo a adquirir, a apropiárselo, a no olvidarlo, hay una obligación ahí, y es una obligación digna, importante", sentencia.

Y agrega que aún en los sectores que pueden ser refractarios a una idea religiosa de la vida, la culpabilidad y las angustias asociadas al pecado aparecen en el fondo de la conciencia; el pecado sigue teniendo una funcionalidad psicológica y social. Desde Sumer, la cuna de la civilización -hace 30,000 años-, se puede decir que el hombre no ha podido dejar de afrontar qué es lo bueno, qué es lo malo, qué debe y qué no debe hacer, como una consecuencia propia de su condición humana, ya que es el único animal moral. 

¿Moralidad animal?

Pero el hombre no es el único que actúa limitado por códigos de conducta. La mirada mística y divina con que la religión había entendido durante siglos la moral y los conceptos de bondad y maldad, se vio trastocada con el arribo de las teorías científicas, en el siglo XIX. El proceso evolutivo por el que atravesamos los seres vivos, expuesto inicialmente por Darwin, no sólo obligó al ser humano a abdicar a su título de hijo de Dios, sino que también arrojó luz sobre un posible origen biológico de la ética humana. La pregunta a resolver ya no era si las acciones que hacemos son buenas o malas, sino por qué nos comportamos como lo hacemos.

La observación científica de diversos grupos sociales animales llevó a la comprensión de que se regían por reglas que no solamente regulaban el comportamiento agresivo de sus individuos para garantizar la supervivencia de la especie, sino que la naturaleza había creado ciertos mecanismos que alentaban la cooperación y el altruismo más allá del parentesco que los pudiera unir. Esto es, que los miembros de un grupo eran capaces de hacer sacrificios individuales a cambio del beneficio grupal, motivados por dos conceptos fundamentales: la gratitud y la venganza.

La llamada reciprocidad hizo que los grupos sobrellevaran, con intercambios de favores como despiojarse o compartir alimento, las variaciones del azar. "A lo largo de la evolución desarrollamos estructuras emocionales dirigidas a mantener la cohesión social. La evolución favoreció mecanismos de competencia entre individuos pero también de cooperación", señala Roberto Mercadillo, psicólogo e investigador del Instituto de Neurobiología de la UNAM, quien se dedica a investigar cómo los chimpancés, al igual que los humanos, castigan a quienes rompen reglas de reciprocidad en el grupo.

Otro ejemplo es el citado por Jonathan Haidt en La hipótesis de la felicidad: "Los murciélagos vampiro regurgitan la sangre acumulada que han succionado a conciencia en una noche en la boca de un compañero de especie sin parentesco y fracasado. Este comportamiento podría parecer que infringe el espíritu de competencia darwiniana, excepto porque los murciélagos guardan registro de quién les ha ayudado en el pasado, y en recompensa comparten su condumio principalmente con ellos".

¿Podría este comportamiento ser la base de la ética humana? Según la Enciclopedia Británica en su texto sobre filosofía moral existen buenas razones para pensarlo. Así como el parentesco crea una obligatoriedad en casi todas las sociedades, la reciprocidad lo hace con los no familiares, creando otro tipo de relaciones: "Muchas funciones de la moralidad humana podrían haber surgido a partir de prácticas como la eliminación mutua de parásitos en lugares de difícil acceso. Por ejemplo, cada quien debía escoger a alguien que le ayudara en esta labor, ya que el hacerlo indiscriminadamente no garantizaba que alguien nos devolviera el favor. Se aprendió así a distinguir quién ayudaba y quién no, y de la mano de la obligación de asistir surgieron las nociones de la lealtad y la traición, la equidad y la trampa". 

Por supuesto, no se trata de una casualidad el hecho de que uno de los códigos jurídicos más antiguos que se conocen, el Código de Hammurabi, se base precisamente en la reciprocidad del llamado ojo por ojo, diente por diente, y que el carácter del mandato que allí se expresa haya sido considerado como inmutable. "Una especie con venganza y gratitud puede sostener grupos sociales más grandes, porque la recompensa de los tramposos queda reducida por el coste de soportar tener enemigos. A la inversa, los beneficios de la generosidad aumentan creando amigos", dice Haidt.

Amigos que terminan por generar un tejido social que al sofisticarse culturalmente crea una lealtad al grupo distinta a la lealtad individual. Y en este punto, según la Enciclopedia Británica, el papel de la cultura humana se vuelve fundamental: "Cada sociedad tiene un claro interés en promover la devoción al grupo, y se puede esperar que se desarrollen las influencias culturales que exaltan a los que hacen sacrificios por el bien del grupo, y atacan a los que ponen sus propios intereses por delante del todo. Los premios y los castigos complementan el efecto persuasivo de la opinión social. Este es el inicio del desarrollo cultural de los códigos morales".

Neuropsicología de la moral

Santo Tomás de Aquino distinguía entre las emociones altas y bajas, donde las primeras alcanzaban su más alto nivel con el amor y la fe, y las segundas con la ira y la envidia. Por su parte, el escocés David Hume insistía en que la razón por sí misma no podría proporcionar la motivación para una conducta moral, y que sólo las emociones podían hacerlo.

El desarrollo de la psicología y las neurociencias han terminado por dar la razón a estos filósofos y pensadores que ligaban de una u otra manera nuestra conducta con el estado emocional del individuo. Las técnicas de neuroimagen y el desarrollo de las teorías psicológicas han permitido desvelar muchos de los secretos del cerebro, y del papel que juega en la manera que expresamos nuestra conducta y nuestro juicio moral.

Antonio Damasio, director del Institute for the Neurological Study of Emotion and Creativity en Estados Unidos, define las emociones como patrones de respuestas neuronales y químicas cuya función es ayudar al organismo a conservar la vida promoviendo comportamientos de adaptación. En otras palabras, las emociones nos distancian de los peligros y las situaciones desagradables mientras nos empujan hacia los eventos que nos producen placer. La maduración de este principio básico y el desarrollo ulterior de la personalidad sería determinante para conformar nuestra moralidad. 

El psicólogo estadounidense Lawrence Kohlberg planteó, en los años 70, la hipótesis de que el desarrollo moral de las personas se daba en tres distintos niveles: preconvencional, convencional y postconvencional. Para Kohlberg, el primer nivel sucedía en la infancia cuando el niño utiliza los acontecimientos externos y físicos (tales como el placer o el dolor) como la fuente para las decisiones morales. Es decir, sus normas se basan estrictamente en lo que va a evitar un castigo o a ser recompensado placenteramente. En el nivel intermedio, el de razonamiento moral convencional, el niño o adolescente ve la moral como una forma de mantener la aprobación de las figuras de autoridad, sobre todo sus padres, y actúa de acuerdo a sus preceptos. Y por último, el tercer nivel, donde el adulto basa sus normas en los principios que él mismo ha evaluado y acepta como válidos para sí, independientemente de la opinión de la sociedad.

Otras ideas más recientes han sumado el factor genético a la capacidad de decidir y a nuestro forma de comportamiento. Tal es el caso de Steven Pinker, psicólogo evolutivo que con su Tabla Rasa estremeció a psicólogos y antropólogos al recordarles que el componente cultural no lo era todo en cuestión de comportamiento, y que existía una aportación importante de las bases genéticas del cerebro. El hablar de un gen egoísta que podría funcionar como motor de la conducta creó nuevas líneas de investigación que desataron preguntas estremecedoras: ¿El Bien y el Mal podrían tener un ingrediente genético?

La virtud humana

Feggy Ostrosky, autora de Mentes asesinas y quien ha estudiado las reacciones neuropsicológicas de algunos de los criminales más terribles del nuestro país en los últimos 11 años, señala que aunque algunas investigaciones, como la de Michelle Gotz del hospital de Edimburgo, hablan de un gen criminal, hay que considerar que el componente moral del ser humano es multifactorial: "Las reglas morales que regulan las interacciones entre los seres humanos, como los diez mandamientos, son una serie de emociones. El potencial del bien y del mal depende de las redes neuronales, de que se desarrollen adecuadamente en tu cerebro. Si eso no funciona, no se interiorizan las reglas sociales".

Y para que esto suceda, en opinión de Ostrosky es necesario, primero, cumplir con el prerrequisito de nacer sin problemas físicos. "Ciertas características del fundamento de la conducta moral parecen inherentes a nuestra especie, pero otras necesitan adquirirse y cultivarse. Aparentemente todos los seres humanos nacemos con una guía que nos conduce de alguna manera hacia el desarrollo moral. Varias respuestas innatas nos predisponen a actuar de manera ética (como la empatía, la capacidad de experimentar el placer y el dolor). Sin embargo, a pesar de que la disposición emocional para ayudar puede ser patente, la manera de hacerlo de forma efectiva debe ser aprendida y refinada a través de la experiencia social", asegura.

Es decir, las emociones que nos hacen actuar pueden ser el resultado de las influencias sociales y culturales, pero no hay que olvidar que simultáneamente tendrán una base biológica como producto de nuestra historia evolutiva; dicha base sigue ejerciendo cierta influencia que empuje en dirección contraria a las fuerzas sociales y culturales. De ahí que las personas utilicen, a veces, los procesos de razonamiento para llegar a los juicios morales que contradicen sus respuestas intuitivas habituales.

De ahí que el psicólogo Juan Antonio Barrera considere importante la educación y el entorno, aunque no los considera determinantes. "Lo que se ve alrededor es significativo, aunque no definitivo. La visión del niño, sostiene, no depende tanto de los estímulos externos como de la asimilación de lo que sucede; la manera en que procesa la información sí se ve condicionada, se afecta, pero no significa que deba darse un trastorno de interacción social. La influencia de lo que pasa afuera no es determinante por completo, aunque sí previene cómo pueda pensar esa persona. Por ejemplo, a un niño que se le muestra que robar no es malo, seguro considerará el acto, si no como bueno, sí como normal. Según su tesis, para la decisión sobre si devolver o no el iPod, no sería determinante que de niño te hubieran o no enseñado que las cosas se devuelven a su legítimo dueño.

El color de tu conciencia

De acuerdo con un estudio de la psicóloga Nancy Eisenberg, de la Universidad de Arizona, y de Paul Rozin, de la Universidad de Pensilvania, a pesar de que para muchos padres recompensar la conducta ética y castigar la no ética es una herramienta para el desarrollo del buen carácter, los resultados revelan que es necesario que el individuo haga suyos los valores para que estos guíen la conducta, y exista un adecuado desarrollo y funcionamiento de las emociones.

Amor, respeto y compasión, por ejemplo, son los ingredientes esenciales emocionalmente hablando para tener relaciones interpersonales exitosas. El otro lado de la moneda son sus carencias. Para Ostrosky, "crecer en un medio social adverso, marcado por la hostilidad y el maltrato, puede frustrar el desarrollo correcto, incluso a nivel fisiológico, de las áreas del cerebro encargadas de estos procesos y puede llegar a generar individuos que no manifiesten empatía o culpa, lo que llevará al sujeto a tener relaciones anormales y lo convertirá en un ser amoral. En tanto que la educación moral requiere de instrucción explícita, exhortación y entrenamiento".

Para Aristóteles, este tipo de formación es parte del proceso de cultivo de un buen carácter moral en sí mismo. Tener la emoción adecuada, en las cantidades adecuadas y bajo las circunstancia adecuadas, decía el filósofo, es la esencia de la virtud y la clave para el florecimiento humano.

En nuestros tiempos, Guerra opina en que es necesario educar la conciencia -que no es un sentimiento sino una obligación ante un acto concreto- para reaccionar rápido y devolver el iPod, y asegura que esto no sólo ayudará al legítimo poseedor del objeto, sino también a reconstruir el tejido social: "Hasta una acción minúscula de justicia ayuda a crear una cultura favorable al Bien, a la verdad", afirma.

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