Publicidad

Síguenos en nuestras redes sociales:

Publicidad

Extracto de 'Los años de peregrinación...', el nuevo libro de Murakami

El libro del escritor japonés llega este miércoles a las librerías con una historia de un diseñador de trenes enfrentado a su pasado
mié 16 octubre 2013 05:50 AM

Nota del editor: Los años de peregrinación del chico sin color es el más reciente libro del autor japonés Haruki Murakami  (1949). En él cuenta la historia de Tsukuru Tazaki, un ingeniero que construye y diseña trenes, y quien a sus 36 años debe enfrentarse a un traumático episodio de la adolescencia. Este es un extracto del capítulo publicado con autorización de Tusquets Editores.

(CNNMéxico) —Desde el mes de julio del segundo curso de carrera hasta enero del año siguiente, Tsukuru Tazaki vivió pensando en morir. Entretanto, cumplió veinte años, pero esa muesca en el tiempo no significó nada para él. Durante esos meses, la idea de acabar con su vida le parecía de lo más natural y legítima. Todavía ahora, mucho tiempo después, ignoraba la razón por la que no había dado ese último paso, a pesar de que, en aquel entonces, franquear el umbral que separaba la vida de la muerte le habría resultado más fácil que tragarse un huevo crudo.

Si Tsukuru no llegó a consumar el suicidio fue quizá porque su fijación con la muerte era tan pura e intensa que el modo en que podría suicidarse no se asociaba en su mente a una imagen concreta. En su caso, la concreción era más bien un aspecto secundario. De haber tenido a su alcance una puerta que condujese a la muerte, la habría abierto sin titubear, sin pensárselo dos veces, como una prolongación de su día a día, por así decirlo. Pero, por fortuna o por desgracia, no encontró a mano esa puerta.

Ahora, Tsukuru Tazaki se decía a menudo que tal vez hubiera sido mejor haber muerto entonces. Así, este mundo habría dejado de existir. La idea le seducía: este mundo no existiría y lo que él tenía por realidad ya no sería real. Del mismo modo que para este mundo él ya no existiría, el mundo tampoco existiría para él.

Y sin embargo, al mismo tiempo, no comprendía por qué, en aquella época, había estado tan cerca de la muerte. Y aunque hubiera habido una razón concreta, ¿cómo era posible que ese anhelo por morir hubiese adquirido tanta fuerza como para adueñarse de él y engullirlo? Engullirlo, sí, ésa era la palabra. Al igual que el personaje bíblico que sobrevivió en el vientre de una ballena gigante, Tsukuru cayó en las entrañas de la muerte y pasó aquellos días interminables en una oscura y turbia cavidad.

Durante meses vivió como un sonámbulo, como un cadáver que todavía no se ha percatado de que está muerto. Cuando el sol se levantaba, abría los ojos, se cepillaba los dientes, se vestía con lo primero que encontraba, subía al tren, iba a la universidad y tomaba apuntes en clase. Simplemente se movía en función del horario que tuviera que cumplir, como quien se agarra a una farola ante la acometida de un vendaval. No hablaba con nadie salvo que fuera necesario y, una vez de vuelta en su apartamento, apoyado contra la pared de su dormitorio, reflexionaba sobre la muerte, sobre lo que significaba no estar vivo. Entonces ante él abría sus fauces un abismo sombrío que comunicaba directamente con el corazón del infierno. Allí, en lo más hondo, se divisaba un vacío que giraba en espiral, convertido en nube sólida, y se oía un profundo silencio que oprimía los tímpanos.

Publicidad

Cuando no pensaba en la muerte, no pensaba absolutamente en nada. Eso no le resultaba complicado. No leía la prensa, no escuchaba música, ni siquiera tenía apetito sexual. Lo que ocurriera en el mundo no le importaba lo más mínimo. Si se cansaba de estar encerrado en su apartamento, salía y paseaba sin rumbo fijo por el barrio. O iba hasta la estación y, sentado en un banco, pasaba horas contemplando el ir y venir de los trenes.

Todas las mañanas se duchaba y se lavaba cuidadosamente el pelo, y dos veces por semana hacía la colada. La limpieza era uno de los pilares a los que se aferraba. Colada, baño y cepillado de dientes. En cambio, no se preocupaba demasiado por la alimentación. A mediodía almorzaba en el comedor de la universidad, pero, por lo demás, descuidaba su alimentación. Cuando le entraba hambre, compraba manzanas o alguna hortaliza en el supermercado del barrio y las mordisqueaba. Otras veces comía pan de molde a palo seco y bebía leche directamente del envase de cartón. Al llegar la hora de dormir, se tomaba una copita de whisky, igual que si fuera un medicamento. Como, afortunadamente, tenía poco aguante, esos dedos de whisky bastaban para que en poco tiempo lo invadiera el sopor. En aquella época nunca soñaba. Y si lo hacía, los sueños, no bien asomaban, resbalaban por la pendiente escurridiza de su mente, sin nada a lo que sujetarse, hasta una zona completamente vacía.

 

La razón por la que la muerte atrajo hacia sí con tanta fuerza a Tsukuru Tazaki estaba clara: un buen día, sus cuatro mejores amigos, con los que tantas cosas había compartido, le comunicaron que no querían volver a verlo, y tampoco hablar con él. Lo hicieron de modo repentino y rotundo, sin concesiones. No le dieron explicación alguna sobre el motivo de aquella cruel decisión. Y Tsukuru no se atrevió a preguntar.

Los cinco eran amigos del instituto, pero Tsukuru se había marchado de casa para ir a estudiar a una universidad de Tokio, de modo que creyó que ser desterrado del grupo no iba a suponerle un suplicio diario. No pasaría un mal rato cada vez que se los encontrara por la calle. Sin embargo, la realidad fue muy distinta. Al estar lejos de ellos, el dolor que sentía se agravó, se tornó más lacerante. La soledad y la alienación se convirtieron en un cable de cientos de kilómetros de longitud tensado por un enorme cabrestante. Y, a través de aquella línea tirante, día y noche le llegaban mensajes difíciles de descifrar. El ruido que hacían variaba de intensidad y taladraba sus oídos a intervalos, como un viento que sopla a ráfagas entre los árboles.

 

Los cinco iban a la misma clase de un instituto público situado a las afueras de la ciudad de Nagoya. Eran tres chicos y dos chicas. Trabaron amistad durante el verano del primer año,* en un programa de voluntariado, y a partir de ese momento, aunque al pasar de curso acabaran en distintas clases, formaron una pandilla inseparable. El programa formaba parte de las tareas de verano de la asignatura de educación cívica, pero el grupo decidió seguir colaborando una vez acabado el programa. Desde ese momento, aparte de dedicarse a las actividades de voluntariado, los días festivos se juntaban para practicar senderismo, jugar al tenis o ir a nadar a la cercana península de Chita, y a veces se reunían en casa de uno de los cinco para preparar el examen de acceso a la universidad. Pero la mayoría de las veces quedaban en cualquier parte y charlaban largo y tendido. No elegían una cuestión determinada y se ponían a hablar sobre ella, sino que, sin proponérselo, siempre surgían nuevos temas de conversación.

Los cinco coincidieron por casualidad en esas actividades de voluntariado. Una de las opciones consistía en dar clases de refuerzo a niños de primaria que no eran capaces de seguir el ritmo de la clase (muchos de ellos eran absentistas). De un aula de treinta y cinco alumnos, ellos cinco fueron los únicos que eligieron ese programa, que se desarrollaba en un centro educativo católico. Pasaron tres días en el campamento de verano del centro, situado en las afueras de Nagoya, e hicieron buenas migas con los niños.

Entre clase y clase de refuerzo buscaban tiempo para charlar abiertamente y conocer la forma de pensar y la personalidad de los demás. Compartían anhelos, se contaban sus problemas. Y una vez terminado el campamento de verano, todos ellos sintieron lo mismo: «Ahora sí me encuentro en el lugar adecuado, ahora sí estoy con los compañeros adecuados. Necesito a los otros cuatro y ellos, a su vez, me necesitan a mí». Tal era la sensación de armonía. Se asemejaba a una venturosa fusión química que se hubiera producido por pura casualidad. Aunque se hubiesen reunido y preparado con sumo cuidado los mismos ingredientes, seguramente jamás habría vuelto a obtenerse el mismo resultado.

Más tarde continuaron asistiendo al centro los fines de semana, un par de veces al mes, para ayudar a los niños en sus estudios, leer cuentos y libros con ellos, jugar y hacer gimnasia juntos. Además, se encargaban de cortar el césped del jardín, pintar el edificio o reparar juguetes. Colaboraron con el centro durante los dos años y medio siguientes, hasta que dejaron el instituto.

Tratándose de tres chicos y dos chicas, desde el principio podría haber surgido cierta tensión. Por ejemplo, si se hubieran formado dos parejas de chica y chico, habría sobrado uno. Esa posibilidad se cernía sobre sus cabezas en forma de pequeña y densa nube lenticular. No obstante, esa situación nunca llegó a producirse; jamás hubo el menor signo de que eso fuera a ocurrir.

 

Tal vez por azar, las familias de los cinco eran de clase media alta y vivían en las afueras de la ciudad de Nagoya. Sus progenitores pertenecían a la generación del primer baby boom de la posguerra; los padres eran profesionales especializados o trabajaban en grandes empresas. No escatimaban gastos en la educación de sus hijos. Sus hogares eran, al menos en apariencia, apacibles; ningún matrimonio se había divorciado y las madres, por lo general, se ocupaban de la casa. Para acceder al instituto los chicos habían tenido que superar una prueba, por lo que todos sacaban en general buenas notas. El caso es que los cinco llevaban una vida parecida.

Por otra parte, todos salvo Tsukuru Tazaki coincidían en un pequeño detalle: sus apellidos incluían un color. Los dos chicos se apellidaban Akamatsu y Oumi; ellas, Shirane y Kurono.** Tazaki era ajeno a esa casualidad. Debido a ello, desde el primer momento había experimentado una ligera sensación de alienación. Por supuesto, que el apellido incluya o no un color no tiene nada que ver con la personalidad. Lo sabía perfectamente. Pero, para su propio asombro, le dolía no compartir ese rasgo con sus amigos. Los demás enseguida empezaron a llamarse por sus colores, como si fuera algo natural: Aka, Ao, Shiro, Kuro. A él lo llamaban simplemente Tsukuru. A menudo pensaba en lo mucho que le habría gustado tener un apellido con un color. Entonces todo habría sido perfecto.

Aka era un alumno aventajado, sacaba unas notas excelentes. Aunque no daba la impresión de estudiar con particular ahínco, descollaba en todas las asignaturas. Sin embargo, nunca se jactaba de ello; siempre permanecía un paso atrás, discreto, y se mostraba considerado con los otros. Como si se avergonzara de su inteligencia. Ahora bien, como suele ocurrirles a las personas de baja estatura (apenas llegaba al metro sesenta), cuando se empeñaba en algo, por insignificante que fuera, nunca daba su brazo a torcer. Le sacaban de quicio las normas arbitrarias y los profesores ineptos. Era competitivo, de modo que se ponía de mal humor cada vez que perdía un partido de tenis. No era que tuviese mal perder, pero se volvía más callado. A los demás les hacían gracia sus prontos y solían tomarle el pelo. Al final, el propio Aka también se reía. Su padre era profesor en la Facultad de Económicas de la Universidad de Nagoya.

Ao era delantero en el equipo de rugby y tenía una constitución física envidiable. En el tercer curso, pasó a ser el capitán del equipo. Era de espaldas anchas, pecho robusto, frente despejada, boca amplia y nariz grande. Un jugador entregado cuyo cuerpo siempre lucía heridas recientes. No era muy constante en el estudio, pero sí alegre y querido por todos. Hablaba mirando a los ojos y con voz fuerte y firme. Comía con auténtica fruición y tenía buen saque. Rara vez hablaba mal de alguien y nunca olvidaba una cara o un nombre. Escuchaba a los demás y se le daba bien aglutinar a la gente. Tsukuru aún lo recordaba formando un círculo con sus compañeros de equipo antes de cada partido de rugby y soltando una arenga:

—Ahora vamos a ganar, ¿de acuerdo? Lo único que nos importa es cómo lo vamos a hacer, por cuánto vamos a ganar. Perder no está entre nuestras opciones, ¿vale? ¡Perder no es una opción!

—¡Perder no es una opción! —gritaban los demás deportistas, y se dispersaban por el terreno de juego.

Pero el equipo del instituto no era excesivamente bueno. Ao estaba dotado para el deporte y era un jugador astuto; sin embargo, el nivel del equipo dejaba mucho que desear. Con frecuencia sufrían derrotas aplastantes frente a equipos de institutos privados, que reclutaban a los mejores deportistas de todo el país a golpe de becas. Pero una vez terminado el partido, Ao no le daba demasiada importancia al resultado.

—Lo importante es la voluntad de ganar —solía decir—. En la vida no se puede ganar siempre. Unas veces se gana y otras se pierde.

—Y a veces el partido se aplaza por el mal tiempo —terció en cierta ocasión Kuro, que era muy irónica.

Ao meneó entonces la cabeza con aire triste.

—Confundes el rugby con el béisbol o el tenis. Los partidos de rugby nunca se aplazan por el mal tiempo.

—¡Ah! ¿Jugáis aunque llueva? —se sorprendió Shiro. Apenas sabía nada sobre deportes, y tampoco le interesaban especialmente.

—Así es —contestó Aka—. Por mucho que llueva, los partidos de rugby nunca se suspenden. Por eso todos los años mueren tantos jugadores ahogados durante el campeonato.

—¡Qué horror! —dijo Shiro.

—¡Serás tonta! ¿No ves que lo dice de broma? —comentó Kuro atónita.

—Volviendo al tema —dijo Ao—, lo que quiero decir es que saber perder forma parte del espíritu deportivo.

—Y por eso te entrenas cada día —dijo Kuro.

Shiro, cuyas delicadas facciones recordaban a las de las antiguas muñecas japonesas, era alta y esbelta, con unas proporciones propias de una modelo. Su cabello, largo y hermoso, era de un brillante negro azabache. La gente con la que se cruzaba no podía evitar volver la cabeza a su paso para mirarla. Pero daba la impresión de que Shiro se sentía un tanto superada por su propia belleza. Era muy seria y no le gustaba llamar la atención. Tocaba el piano con mucha destreza, pero nunca exhibía su talento delante de desconocidos. Cuando, armada de paciencia, enseñaba a los niños a tocar el piano en el centro educativo en el que ayudaban los cinco, se la veía sumamente feliz. Tsukuru jamás había visto un rostro tan radiante como el de Shiro. Ella decía que algunos de los niños no estaban hechos para estudiar, pero en cambio poseían un talento innato para la música y era una pena desaprovecharlo. En el centro escolar sólo había un piano vertical que era casi una antigualla. Por eso los cinco decidieron unir esfuerzos y organizar una colecta para comprar un piano nuevo. Durante las vacaciones de verano pusieron manos a la obra. También contactaron con un fabricante de instrumentos musicales para pedir su colaboración. Al final consiguieron comprar un piano de cola. Fue durante la primavera del tercer curso en el instituto. Aquel trabajo desinteresado y tenaz les granjeó el reconocimiento de todo el mundo, e incluso aparecieron en la prensa.

Por lo general, Shiro era parca en palabras, pero cuando la conversación versaba sobre perros o gatos, su rostro se transformaba por completo y hablaba con arrobo, pues adoraba a los animales. Decía que su sueño era ser veterinaria, aunque Tsukuru no se la imaginaba rajándole el vientre a un perro labrador con un escalpelo bien afilado, ni introduciendo la mano en el recto de un caballo. Si se matriculaba en una escuela especializada, tendría que pasar por tal clase de prácticas. Su padre dirigía una clínica de obstetricia y ginecología en Nagoya.

Kuro no era especialmente guapa, pero sí simpática y muy expresiva. Alta y rellenita, a los dieciséis años ya tenía los pechos muy desarrollados y voluminosos. Poseía un marcado sentido de la independencia y una fuerte personalidad, y hablaba tan rápido como pensaba. Destacaba en las asignaturas de letras, pero se le atragantaban las matemáticas y la física. Habría sido incapaz de ayudar a su padre en la asesoría fiscal que éste regentaba en Nagoya. Tsukuru a menudo le echaba una mano con los deberes de matemáticas. Kuro podía ser muy sarcástica, pero también tenía un peculiar sentido del humor, y hablar con ella resultaba divertido y estimulante. Era una lectora empedernida; siempre llevaba un libro en la mano.

Shiro y Kuro iban a la misma clase desde primaria, así que ya se conocían bien antes de que se formara la pandilla. Verlas juntas era todo un espectáculo. El bellezón tímido dotado de gran talento artístico y la humorista sarcástica y perspicaz: un dúo irrepetible y fascinante.

Bien pensado, Tsukuru Tazaki era el único del grupo que no destacaba en nada en particular. Sus notas eran más que aceptables. Estudiar no le entusiasmaba, pero prestaba atención en clase y, después, preparaba o repasaba las lecciones lo mínimo necesario. Se había habituado a ello desde pequeño. Igual que a lavarse sin falta las manos antes de cada comida y a cepillarse los dientes después. Por eso aprobaba todas las materias sin mayor dificultad, aunque sus calificaciones nunca llamaban la atención. Mientras no diera problemas, sus padres no lo atosigaban con las notas, y tampoco lo habían obligado nunca a ir a una academia ni le habían puesto un profesor particular.

El deporte no le disgustaba, pero nunca participaba en las actividades deportivas extraescolares. En ocasiones jugaba al tenis con amigos o con miembros de su familia, iba a esquiar o nadaba; eso era todo. Era bien parecido, como los demás le recordaban de vez en cuando, aunque en realidad sólo querían decir que «no estaba tan mal». Cuando se miraba al espejo, sentía a menudo un hastío irreprimible. Ni le interesaban demasiado las artes, ni tenía ninguna afición o habilidad especial. Más bien era un chico taciturno, reservado, que enseguida se sonrojaba y se sentía incómodo delante de las personas que acababa de conocer.

Si tenía alguna peculiaridad, por así llamarla, era que su familia era probablemente la más pudiente de las cinco y que su tía materna era una actriz veterana, discreta pero muy conocida. Sin embargo, no estaba dotado de ninguna cualidad de la que se sintiera orgulloso o que le gustara mostrar en público. Al menos así lo veía él. Era comedido en todos los aspectos. Si hubiera que definirlo con algún color, éste habría sido desvaído.

 

* En Japón, el curso escolar empieza en abril. (N. del T.)

** Los primeros ideogramas de cada apellido se leen aka, ao, shiro y kuro, que, respectivamente, significan «rojo», «azul», «blanco» y «negro». (N. del T.)

No te pierdas de nada
Te enviamos un correo a la semana con el resumen de lo más importante.

¡Falta un paso! Ve a tu email y confirma tu suscripción (recuerda revisar también en spam)

Ha ocurrido un error, por favor inténtalo más tarde

Publicidad
Publicidad