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Consumo de ricos, ¿consuelo de pobres?

Una forma inédita de consumir está causando furor entre los europeos. Mientras las grandes empresa
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

La escena era maravillosa: 1,400 invitados estaban ya instalados al mediodía del pasado 4 de octubre en el salón principal del Palacio de Pedralbes, en Barcelona. Se trataba del esperado almuerzo real por la boda de la infanta española Cristina de Borbón con un jugador de balonmano, el vasco Iñaki Urdangarín. Tras el aperitivo, comenzó a servirse el banquete de bodas. El primer plato hizo honor a su nombre: "Sorpresa de Quiona Real con verduritas." Los convidados, todos expertos en las delicias del paladar, se preguntaban qué era esa rara planta que inundaba sus platos. La infanta, categórica, hizo saber a los comensales más próximos que se trataba de "una planta boliviana comprada por Comercio Justo, para desalentar el cultivo de coca en esa parte del mundo". Los desposados –en concordancia con su imagen de niños "correctos"– daban un espaldarazo a lo que hasta ese momento era considerado sólo una moda en aumento.

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Así, media realeza europea, empresarios y jefes de Estado aceptaron por vez primera un producto comercializado en Europa a través del nuevo esquema llamado Comercio Justo. Un rotundo éxito para esta forma de comprar, distribuir y vender productos del Tercer Mundo si se considera que tan sólo 10 años ha que aparecieron en escena las organizaciones preocupadas por modificar el perfil consumista de los europeos con medio y alto poder adquisitivo.

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En realidad, Comercio Justo opera con una fórmula bastante sencilla. Implica la distribución directa de los productos de cooperativas, comunidades y pequeñas empresas artesanales de países pobres. Los productos son adquiridos a un precio que permita a sus productores obtener un margen económico suficiente para el mantenimiento de la producción y la implantación de otros proyectos en beneficio de su comunidad. Por lo general, del costo final de un producto, un tercio se destina al pago al productor en algún punto del planeta –que en Europa llaman "el sur"–, otro tercio se dedica a la manipulación y transporte del producto, y el resto a la gestión y comercialización a través de entidades solidarias asentadas en el continente europeo.

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Si hasta hace poco se consideraba que Comercio Justo era un movimiento con matices de heroísmo juvenil con mucho ruido y pocas nueces, los más recientes números que arroja esta actividad hacen dudar hasta al neoliberal más acérrimo. El Comercio Justo es, a final de cuentas, la parte -político-económica del emergente Tercer Sector que, junto con el movimiento ecologista, mejores –y más espectaculares– logros ha alcanzado.

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Tan sólo en el territorio de España están instaladas 50 de los tres millares de tiendas de "Comercio Justo y Solidario" existentes en Europa. En ellas, cualquier mortal que crea tener alguna deuda con el oprimido Tercer Mundo –o que responda a una aguda crisis de remordimiento– puede adquirir café colombiano, miel de abeja mexicana, textiles de la India, ron cubano, mermeladas ecuatorianas, artesanías africanas, camisetas con la fotografía del subcomandante Marcos, mantas de alpaca del Perú y un sinfín de pequeños accesorios que son la delicia de quien sea aficionado al look "neohippie". Todos los artículos tienen un precio más alto que en los puntos de venta comunes, pero nadie ha dicho que la tranquilidad emocional tenga un precio... justo.

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España, territorio donde ha florecido con ímpetu este movimiento, arropa a 17 organizaciones que conforman la Coordinadora de Organizaciones de Comercio Justo (COCJ), fundada el año pasado. Entre ellas han logrado facturar, en 1996, cerca de 1,000 millones de pesetas (unos $56 millones de pesos), que representan 1% del "comercio justo" europeo y 0.4% del mundial.

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POBRES DE LOS POBRES
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"Mientras una parte del mundo consume demasiado y mal, la otra ni siquiera logrará satisfacer las necesidades fundamentales para su supervivencia", dice Marco Rizzardini, portavoz de Sodepaz, organismo miembro de la COCJ y la más grande e importante agrupación de españoles que procuran el "comercio justo".

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Rizzardini se refiere a los reveladores datos dados a conocer por la Organización Mundial de Comercio (OMC). De ellos se deduce que el mercado mundial parece grande desde un punto de vista geográfico. Sin embargo, es pequeño en cuanto a consumidores, ya que de una población estimada en 5,500 millones de personas, las que tienen algo para gastar no superan los 1,500 millones. 2,500 millones se podrían definir como "casi mercado", puesto que aún son demasiado pobres para considerarlos consumidores plenos; pueden ser explotados ya que de vez en cuando "algo tienen".

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Existe, por tanto, una franja de 1,500 millones que no entra jamás en el circuito comercial. Ellos –casi todos– viven en el sur del planeta, aunque su presencia se nota cada día más entre los sectores más pobres de los países del norte.

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"La batalla que libramos desde hace 10 años es por convertirnos en un punto de apoyo solidario que, desde Europa, procure la emancipación de los pueblos del sur", explica Rizzardini sobre Sodepaz, una organización conformada por nostálgicos del comunismo, idealistas desencantados y riadas de jóvenes despolitizados que buscan una forma de dar rienda suelta a sus inquietudes sociales. A todos ellos les une el común denominador de producir fisuras en un modelo de producción que "desgraciadamente, en el mismo tiempo que produce un cierto tipo de desarrollo, produce 10 veces más subdesarrollo".

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Lo que molesta a las Organizaciones No Gubernamentales (ONGs) pendientes del fortalecimiento del comercio justo es que las multinacionales que controlan gran parte de la producción y del comercio internacional no buscan generalizar el bienestar a toda la humanidad, sino "reforzar los niveles de consumo entre los que tienen mucho para gastar". El modelo de desarrollo vigente produce –según Sodepaz– pobreza a ritmos acelerados.

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Además del desinterés por los pobres, Rizzardini añade una falta más a la actitud de las empresas y Estados nacionales: el modelo de cooperación y ayuda entre el norte rico y el sur pobre. "Nuestro objetivo ha sido siempre descolonizar la cooperación", dice. Y se refiere a que las ayudas de las empresas y Estados europeos las más de las veces no van a parar a los países más necesitados, ni a los sectores más pobres de los países destinatarios. "La ayuda de Europa va a los países de nivel medio, como México, o de cierta capacidad económica. ¿Con qué objetivo?, pues con el de formar un posterior mercado."

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La instalación de fábricas y maquiladoras en zonas donde el atraso cultural, político y económico no permiten que la población realmente se beneficie, dista mucho de ser la solución que las ONGs reclaman: "Vale más que España no ponga aranceles tan altos al plátano de Ecuador, a que se le destinen 20 miserables millones de pesetas ($1,100 millones de pesos) de vez en cuando, y destinados a hacer crecer a las empresas españolas afincadas allí", opina Rizzardini.

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TALÓN DE AQUILES
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La principal consecuencia económica derivada de la Segunda Guerra Mundial fue el famoso "nuevo orden mundial", es decir, un sistema de producción y financiero que quedó legitimado en 1944 por los acuerdos de Bretton Woods. Para cualquier apologista del "comercio justo", ese es el comienzo de la decadencia y la multiplicación de la pobreza en nuestra época. El nuevo orden muy pronto dio a conocer su verdadera cara cuando, en 1948, 53 de sus países miembros firmaron la Carta de La Habana donde se proponía la creación de una organización que promoviera el comercio equitativo y libre entre los integrantes.

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El rechazo de Estados Unidos a la propuesta fue tajante y, como contraataque, nació el GATT (hoy la OMC), "descendiente bastardo" de Bretton Woods para dictar las reglas del nuevo juego económico.

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El siguiente intento por atenuar la loca y acelerada carrera del consumismo –y sus consecuentes secuelas de explotación y devastación del planeta– ocurrió en 1964 en el seno de la ONU. La Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo realizó su primera sesión con el lema "Comercio, no ayuda". En la agenda se trataron propuestas en favor de una nueva relación entre los países más poderosos y los empobrecidos por la práctica del intercambio desigual. A pesar de que las resoluciones fueron vetadas por las ocho principales potencias, esa conferencia está considerada como la "abuelita" de Comercio Justo.

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Ya en los años 80, la notoriedad y los espacios de poder que ganaron las asociaciones civiles fueron el trampolín para que en los 90 cobraran fuerza los discursos sociales en favor de la ecología, la educación, la salud y el comercio equitativo.

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A pesar de ello, las ONGs sabían, por pura experiencia, que no podían fiarse de la buena estrella que comenzaba a alumbrarles. Es por eso que se convencieron de una cosa. Al capitalismo no se le combate con esfuerzos oficiales, sino dándole donde más le duele: en el consumo.

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Para preparar los golpes a la estructura actual de desarrollo, las ONGs europeas comenzaron a armar el modelo del hombre perfecto de los años 90; aquel que fuera una especie de luchador con el conocimiento del talón de Aquiles del sistema en el que está inmerso. Tal individuo es el consumidor responsable.

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Para ser digno de considerarse un consumidor responsable sólo se debe seguir una regla de oro: elegir los productos no sólo con base en su relación calidad / precio, sino también con base en la historia de los productos mismos y en la conducta de las empresas que los ofrecen. Los argumentos de los consumidores responsables son que, detrás de los productos de consumo, se esconden problemas de alcance planetario. Asuntos de índole económica, política y social dado que los productos provienen –en su mayoría– de empresas controladas por multinacionales. Además, está la firme convicción de que el comprador puede inducir a modificaciones en las conductas de las empresas mediante la elección de su compra y determinar el beneficio de las mismas.

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La meta deseada es formar consumidores "políticos", que pongan exigencias y hagan de su voluntad un instrumento de transformación del modelo de desarrollo, más allá de una simple postura de coherencia personal. Como ejemplos, valen los casos de poderosísimas empresas que han recapitulado ante el nuevo poder de la "diplomacia ciudadana" que ya se siente capaz de realizar "auditorías sociales" a las empresas.

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Ya hay pruebas de lo sensibles que las multinacionales son respecto de aquello que pueda dañar sus ventas. Es el caso de Nike, en el ramo del calzado y artículos deportivos, que no dudó en reconocer que en sus maquiladoras asiáticas empleaba a menores de edad en condiciones de extrema explotación. De Nestlé, empresa líder en el campo de la alimentación, que fue acusada de comprar materias primas a precios irrisorios en países pobres. O de Exxon, cuyos ejecutivos prometieron destinar una cantidad considerable de sus ganancias a preservar el medio ambiente en sus zonas de extracción de petróleo. Todas estas empresas prefirieron emitir cartas de buenas intenciones antes que arriesgarse a las –hasta ahora– imprevisibles consecuencias de un veto social en los mercados europeos.

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Pero las redes de Comercio Justo parece que se han engolosinado con los avances conseguidos en materia de auditorías sociales y no cesaron hasta lograr un espectacular avance político. En 1993, un eurodiputado presentó al Parlamento Europeo la iniciativa para elaborar una política sobre Comercio Justo. Un año después, el Parlamento aprobó por la gloriosa vía de la unanimidad la "Resolución sobre la promoción de la justicia y la solidaridad en el comercio norte-sur". Ese documento fue el que, sin duda, propició una avalancha de propuestas de ley en varios países como España, Francia, Italia, Noruega, Suecia, Dinamarca y Holanda, donde los gobernantes ya no dudan en sumarse a la moda de beneficiar a los pobres a través de la compra semanal.

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CON LIMITACIONES...
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"Ser competitivos es absurdo", afirma Rizzardini. Ese es el primer punto amargo para los fans del "comercio justo". Que la justicia no siempre es perfecta, o que las condiciones del mercado actual limitan seriamente sus ideales. En la medida en que se está inmerso en un sistema de mercado, reconocen las ONGs, se está en un terreno jamás neutral. La concentración de la riqueza da posibilidades a unos cuantos y penurias a las mayorías. Es por ello que la competencia –ley suprema del mercado– es un ámbito vedado para el "comercio justo". Los productos manipulados por ONGs difícilmente serán los más baratos, o los que ofrezcan al cliente el menor esfuerzo.

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El reto de Comercio Justo, dicen sus apologistas, está en encontrar el equilibrio entre el precio justo y a la vez razonable para no convertirlo en algo imposible para bolsillos ajustados: "Esto no puede ser una carrera lineal por la conquista de mercados. El éxito o fracaso de Comercio Justo se ha de medir por su capacidad para introducir un punto de inflexión en la cultura de los consumidores", señala Rizzardini.

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Quizá las limitaciones de Comercio Justo no son nada frente al sentimiento de bienestar que causa entre sus adeptos. Y bien lo saben las organizaciones civiles. Ellas prefieren poner los pies en la tierra y asumir tal modelo como un llamamiento a la renuncia del consumo dirigido sólo a los que disfrutan de ingresos relativamente elevados. Únicamente las capas con mayor poder adquisitivo en los países industrializados –dos tercios de los consumidores– pueden "darse el lujo" de ser consumidores responsables y aspirar a tener "un carácter modélico para los de abajo".

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"Es cierto que vivo enredada en contradicciones, pero se trata de lograr una politización de la esfera del consumo. Además, no somos héroes y sólo valoraremos nuestra acción una vez que empecemos a transformar el status quo", confiesa una madrileña en una tienda de "Comercio Justo y Solidario". Lleva la canasta al tope de productos y viste un llamativo vestido amarillo firmado por Christian Dior.

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