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El país de Juan Pueblo

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mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Hace 250 años Adam Smith dijo que en el mercado privado, aunque todos buscaban el interés personal, una mano invisible hacía que se lograse el bien común. Hace 20 años el Nobel de Economía Milton Friedman dijo que en el sector público, aunque todos buscaran el bien común, hay una mano invisible que hace que se logre el interés personal.

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Los pensadores de izquierda tienen una frase favorita: “No es problema del gobierno o de las paraestatales sino de quienes las manejan.” Según ellos, es una cuestión de cambio de personas, no de sistema. En algunos casos las personas ya cambiaron y el efecto esperado no llega. “Ah, es que esas personas tampoco eran las idóneas...”, y así es el cuento de nunca acabar. La realidad es que los países que salen adelante son los que han abandonado ese romanticismo con respecto a la naturaleza humana y han implantado sistemas competitivos. No hay magia, sólo se obtiene lo que se busca cuando se recompensa.

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Dos cosas impiden el crecimiento del país, la carga burocrática y la sobrerregulación. Lo primero impone que todos los negocios tengan que financiarse a sí mismos y a la parte de ineficiencia gubernamental que les toca. La segunda deriva de que, en nombre de la soberanía, el combate a la pobreza o la protección de los ciudadanos, aquellos que tienen el monopolio regulatorio se comportan de manera discrecional y arbitraria para proteger a algunos agentes de la competencia que debería beneficiarnos como consumidores.

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Quizá lo más grave del uso de la regulación para inhibir la competencia está en los efectos que ha tenido sobre la moral del pueblo de México. Los mexicanos, o un gran número de ellos, hemos perdido la ilusión de salir adelante con trabajo, esfuerzo, creatividad y dedicación.

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Nos hemos dejado imponer la absurda idea de que para aprovechar nuestras ventajas para competir con las empresas establecidas tenemos que solicitárselo respetuosamente a las autoridades. Éstas nos conceden el “privilegio” de explotar las oportunidades que se nos presentan sólo si les viene en gana. Si no, la minucia y el detalle regulatorios son suficientes para destrozar cualquier viso de iniciativa.

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Nos hemos hecho de una capa de teflón a la idea de que juntos podemos “emprender” para generar valor agregado. Cualquier propuesta de negocios genera suspicacia. Y cómo no, si dos generaciones no han visto otra cosa que “el pastel que me como yo te lo dejas de comer tú”, consecuencia de la ausencia de expansión de nuestra frontera productiva.

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A los encargados de la desregulación y de la promoción de la competencia nadie los quiere. Los grupos de interés a los que afectan son muy específicos, mientras que los consumidores y los contribuyentes a quienes defienden son un grupo disperso y heterogéneo que no habrá de agradecerles su tarea. No obstante, en manos de ellos está que México vuelva a ser el país en donde Juan Pueblo rescate el derecho esencial que debería pertenecerle por el simple hecho de ser mexicano: el de explotar mi trabajo, iniciativa, creatividad, estamina, sentido de la oportunidad o cualquier otra cualidad para competir en condiciones justas, equitativas y parejas.

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El autor es director de la empesa de consultoría Quántica

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