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El ritual de un buen puro

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mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Una cierta sensación de seda al tacto, venas delgadas, bella construcción, la llama se quema uniforme, el sabor es perfecto –revelador del sutil equilibrio en la mezcla–, todo se vuelve aroma que envuelve al fumador para disfrutar ese momento esperado. La escena anterior sin duda refrenda la frase de Mark Twain: “Si no puedo fumar puros en el cielo, no me interesa ir.”

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Desde su génesis, el acto de fumar es un ritual cuya intención es crear un puente hacia otro espacio que bien puede ser de reflexión, de goce o, en tiempos idos, de vínculo con las deidades. En las antiguas culturas americanas, el tabaco era exclusivo de la élite sacerdotal o guerrera y se reservaba sólo para grandes ocasiones. Más aún, la condena era de muerte para quien osaba transgredir esta norma.

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Aunque todo podría indicar que hoy la experiencia se ha banalizado, en la medida en que se halla despojada de contenidos religiosos, el sentido ritual sobrevive: desde el almacenamiento –o atesoramiento– conforme a exigencias de temperatura, humedad y ventilación adecuadas, pasando por todos los ademanes previos a encender el puro, hasta el acto mismo de, por fin, sentir la primera bocanada.

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Pero el ritual no empieza en el buen fumador, sino desde el cultivo mismo, la cosecha, el proceso de “curar” las hojas, la selección de mezclas... que después llegan a manos de las artesanas encargadas de enrollar. Marcada por la tradición, esta tarea ha sido responsabilidad femenina debido a que exige una especial delicadeza y hoy, como antaño, para mantener la concentración y el pulso firme pero fino, se realiza mientras se escucha la voz cadenciosa de una “lectora” que lo mismo difunde noticias que sigue los turbulentos amores de alguna novela del corazón.

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Actualmente, fumar puro es una moda. Pero hoy y siempre ha sido un deleite.

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