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Kitsch a izquierda y derecha

Lo kitsch es emotividad. Venganza secreta contra la dictadura de la razón. Es también el terreno d
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Es el remedo de lo sublime. Le llaman kitsch. Lo describe magistralmente Milán Kundera con este ejemplo: un político ve correr alegremente a un par de niños por un verde prado; señala la escena a su acompañante y le dice sonriendo, con los brazos extendidos: “a esto le llamo yo felicidad”. Hay dos lágrimas de emoción. La primera es por ver correr a los niños en el verde prado; la segunda brota al constatar lo bueno que es, después de todo, al emocionarse tanto con esa escena de “felicidad”.

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Nótese que la emotividad primaria tiene que ayudarse, en lo kitsch, con la reflexión: esa vista narcisista sobre nosotros mismos que nos descubre bondadosos, políticamente correctos. Es la segunda lágrima. La primera puede ser cursi, sensibilidad pura inmotivada, pero todavía no se consagra como kitsch. La segunda es indispensable para ello.

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Lo kitsch es emotividad. Venganza secreta contra la dictadura de la razón. Es también el terreno de los políticos en campaña (“imagina un México justo, imagina un México sin violencia, imagina un México sin corrupción, imagina un México feliz. Cierra los ojos. ¡Ya está! Vota Alianza por el Cambio”) y de los medios de comunicación “calientes”, como la televisión.

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Hay kitsch de todos colores y sabores. A derecha e izquierda. En las últimas semanas hemos presenciado en México un magno despliegue de este último: la gran marcha. Curiosamente el propio Kundera dice que ese anhelo –el de “la gran marcha hacia adelante”, camino a un mundo sin injusticias, sin dolor, sin maldad, equitativo– caracteriza al kitsch de izquierda. No importa el pretexto, no importa si el movimiento es para salvar a las ballenas grises, combatir la internacionalización, promoverla, reivindicar a los indígenas o incitar a la plena aceptación social del homosexualismo. Lo importante es marchar, es entrar en sintonía con las causas políticamente correctas.

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El kitsch, cada kitsch, tiene sus vestidos, sus consignas, sus bailes, sus canciones, sus símbolos. El pasamontañas y la pipa; las banderitas; los iconos que son reverenciados y, más temprano que tarde, comercializados.

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Lo kitsch es también un biombo contra la angustia de la muerte. Por eso implica un cierto acuerdo –vago, emocional, nunca razonado rigurosamente– con el mundo, con cierto mundo que se concibe como “lo correcto”, lo inobjetable, lo indiscutible. De ahí que quienes están inmersos en lo kitsch no dialoguen: trazan una gran línea divisoria entre buenos y malos. ¿Cómo se puede rebatir una lágrima de “auténtica emoción” ante la felicidad de un par de “maravillosos chiquillos” corriendo por un verde prado?, ¿cómo se puede argumentar contra la miseria de los indígenas?, ¿quién es tan desalmado? Sí, el desalmado es “el otro”, el “enemigo” del propio kitsch. Hay que mandarlo a la hoguera de los irredentos.

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Y por el camino de lo kitsch se nos cuelan una serie de dogmas que nadie se atreve a poner en duda o someter a un análisis crítico: “No oses recordarnos que el filete de salmón goza de una tasa cero de IVA, ¿qué no sabes que la tasa cero es para ayudar a los pobres? Eres un desalmado tecnócrata”; “no critiques a Marcos, ¿qué no sabes que los indígenas se mueren de hambre? Eres un despreciable racista.”

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Ya estamos en pleno chantaje emocional. Hasta el más crítico y sereno tiene que mostrar, antes de pronunciar palabra alguna, su pasaporte de acuerdo fundamental con el kitsch de que se trate: “Reconozco que tenemos una deuda inmensa con los indígenas, pero permítanme dudar que...” Es inútil, tu pasaporte no pasa la implacable aduana.

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Ni siquiera superaste la prueba reconociendo esa presunta deuda. Más tarde en la soledad, lamiendo tus heridas, caes en la cuenta de que sucumbiste: ¿cuál deuda?, ¿cuándo lastimé yo a un indígena?, ¿cuándo lo exploté?, ¿por qué tengo que pagar esas hipotéticas culpas históricas? Demasiado tarde, ya te expulsaron del paraíso “políticamente correcto” y nadie te va a escuchar.

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Imagina. Cierra los ojos. ¿Ya está?

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