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La corporación ácrata

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mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Una de las más importantes responsabilidades sociales de la empresa es la procuración de su propia continuidad. La subsistencia de la empresa a lo largo de los años –y aun de los siglos– es un signo de salud de la sociedad y una conjetura de la solidez de sus instituciones.

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Muchos de los problemas de desempleo que encaramos en el mundo y en México, se deben sin duda a la falta de cuidado del emprendedor para dar persistencia a sus negocios y permanencia a sus servicios. Cuando una empresa desaparece, algo malo le sucede a la sociedad.

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El centro de la continuidad de la empresa se encuentra en la calidad y la consistencia del servicio que se está prestando, el cual es un presagio del que seguirá proporcionando en el futuro.

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De ahí, como ya lo ha dicho clarividentemente Michael Porter, la compañía no debe lograr ventas a presente comprometiendo la confianza a futuro que sus clientes puedan abrigar.

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Tal cosa ocurriría, por ejemplo, si en la publicidad de un producto prometemos más de lo que luego podremos cumplir. El cliente, al pagarnos por expectativas, y recibir precariedades, se sentirá engañado. No será consolador decir que no importa el prestigio concreto de una marca, dado que está dentro de nuestra estrategia sustituirla en su momento por otra. Operar así no sólo tiene una importancia evidente de carácter moral (el engaño transgrede uno de los principios más importantes que salvaguardan la condición y el desarrollo humano), sino también de carácter mercantil, ya que el good will, la buena voluntad de la empresa, no se remite sólo a la marca, sino a la firma.

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Además, un procedimiento de comercialización de este estilo nos priva de acreditar la firma, esto es, de que el nombre de la empresa sea un signo o expresión de confiabilidad, pues ese crédito repercutirá después en cada una de sus futuras marcas, lo cual es importante cuando estamos hablando de continuidad de la empresa. El crédito de las firmas quedaría asegurado si pudieran hacer valer el conocido lema si es Bayer, es bueno. No podemos contemplar la empresa a través del estrecho tubo del presente.

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Aquí es donde aparece el problema de la prioridad de la prolongación de la empresa en el tiempo en relación con sus otras finalidades, lo cual pone además de manifiesto un problema ético central del comportamiento del hombre.

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Aristóteles reflexionó en su Ética a Nicómaco sobre la razón de la existencia del ácrata, es decir, del incontinente, del hombre sin gobierno de sí que actúa contra los principios, aun reconociéndolos como buenos y verdaderos (kratós es, como se sabe, gobierno en griego). Una de las explicaciones que nos ofrece es precisamente la dialéctica en que el hombre se halla cuando considera el corto y el largo plazo.

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La ética no está concebida por el hombre para resolver con acierto puntiforme un presente descontinuado del pretérito y del futuro; su finalidad se refiere a la vida plena y lograda; esto es, a la vida completa, y no a un pasaje anecdótico de ella. Cada instante vital debe de realizarse en concordancia con los principios de vida, pero estos principios no se han pensado para resolver ese instante, sino la vida entera.

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Por ello se explica que el ácrata, el incontinente, actúe contra sus principios, aun en el mismo momento en que los reconoce como normas existenciales que le conducen a la felicidad. Su acción mira al placer del momento presente, apartando entonces de su vista el horizonte vital completo al que tales principios están dirigidos. Las lentejas representan el instante fugaz; la primogenitura, la vida completa y la de las generaciones venideras.

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Hay también empresas ácratas, por así decirlo, que actúan ahora contra los principios mantenidos y retenidos en su código moral implícito o explícito, sin modificar el código, pero contraviniéndolo expresamente. Por una ganancia efímera demeritan un servicio permanente, lo cual causará desconfianzas sociales a veces irreversibles. De ahí que la cuestión de la prioridad de la permanencia de la empresa, ante los otros fines, no puede marginarse de un plumazo.

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Cuando intento que la empresa a mi cargo trascienda mi vida puramente biológica, cuando pretendo una continuidad que va más allá de los límites de mi reducida existencia intramundana, me esforzaré por que su valor agregado sea suficiente para encarar el futuro; por que mi servicio sea consistente y verdadero para sembrar una confianza que podrá cosecharse durante lustros; por que el desarrollo de las personas sea a su vez trascendente, para que puedan superar también sus propias mojoneras existenciales.

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De este modo, la prioridad de la permanencia como finalidad intentada en la empresa, por encima del valor agregado, del servicio social, del desarrollo humano, aseguraría la conducta ética de ella, y evitaría, si se mantiene con voluntariedad explícita, que se caiga en lo que puede llamarse acracia de la corporación.

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Los hombres de negocios deberíamos contar con la intuición suficiente para descubrir las empresas ácratas con las que nos relacionamos. La consistencia en los productos, servicios y valores representa uno de sus activos más importantes, aunque sean tantas veces impredecibles. Esta consistencia debe desmenuzarse analíticamente: si la empresa guarda o no relaciones estables y confiables con sus accionistas, su cuerpo directivo, sus operarios, sus proveedores y clientes y sus banqueros.

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Sólo un conjunto de empresas consistentes en sí mismas y en sus relaciones mutuas son capaces de crear y sostener una buena sociedad. Como lo dice James O’Toole (The executive’s compass), las empresas influyen de una manera determinante en la edificación de una sociedad buena. Una sociedad buena no puede formarse con un conjunto de empresas que no son sino tianguis de gitanos.

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Nos satisface comprobar que en México existen empresas centenarias, superando globalizaciones, fusiones y transformaciones tecnológicas, y manteniendo aún el espíritu creativo juvenil que tuvieron sus fundadores; y envidiamos negocios, como la Sumitomo de Japón, fundada en 1590, o la Sueca Stora, que data de hace más de 700 años, según nos lo relata Arie de Gens en la Harvard Business Review.

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El autor es miembro del Consejo Editorial de Expansión. Además, es miembro del Consejo de la Comisión de Derechos Humanos del DF, presidente fundador el Consejo Superior del Instituto Panamericano de Alta Dirección de Empresa (IPADE) y profesor del Área de Factor Humano de la misma institución.

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