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La herencia de Octavio Paz

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mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Ha muerto un mexicano universal, Octavio Paz. Tan infortunado acontecimiento puede convertirse, sin embargo, en una buena oportunidad para repensar muchas de las ideas y actitudes con las que nos ayudó a encarar nuestras realidades políticas, económicas y sociales.

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Con una actitud inusualmente enciclopédica, el multifacético escritor se dio a la tarea de analizar la modernidad desde todas las perspectivas posibles. Estudió el ser del mexicano –El laberinto de la soledad es un texto seminal para comprender mucho de lo que hemos sido, de nuestros lastres y de nuestras potencialidades–, pero también hizo dialogar a las culturas, aproximando a Oriente con Occidente. Fue un hombre de gran sensibilidad: nada de lo humano le resultó ajeno; ni el arte, ni la religión, ni la política. Dirimió con equilibrio la falsa disputa entre nacionalismo y cosmopolitismo; las culturas, para él, debían nutrirse mutuamente.

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Fue, asimismo, un ciudadano comprometido con nuestra casa común, México. Analizó los procederes del más rancio autoritarismo mexicano en Posdata y El ogro filantrópico. Sus ideas y actitudes civiles lo colocaron en repetidas ocasiones en el centro de encendidas controversias. Desde muy joven se enfrentó con energía a los sistemas que prometen todo sin respetar cabalmente las libertades individuales. El poeta luchó, en su momento, contra el fascismo de la primera mitad del siglo. Más tarde, hizo la crítica consistente del así llamado socialismo real. Tampoco sería justo olvidar que cuando el régimen de Gustavo Díaz Ordaz reaccionó brutalmente contra un sector de la población civil, el 2 de octubre de 1968, Paz –entonces embajador de México en la India– externó públicamente su rechazo y renunció al puesto.

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El intelectual fue consecuente con sus ideas liberales. Promovió, sí, las ideas de la libertad en la política y en la economía; atestiguó el derrumbe del totalitarismo soviético que tanto había criticado, pero nunca cantó loas ingenuas al sistema sobreviviente de la guerra fría. El 10 de diciembre de 1990, cuando recibió en Estocolmo el Premio Nobel de Literatura, demostró la humildad del hombre sabio que siempre da la espalda a las certezas inflexibles. “¿Qué nacerá del derrumbe de las ideologías?”, se interrogó de cara al mundo entero. “¿Amanece una era de concordia universal y de libertad para todos o regresarán las idolatrías tribales y los fanatismos religiosos, con su cauda de discordias y tiranías? Las poderosas democracias que han conquistado la abundancia en la libertad ¿serán menos egoístas y más comprensivas con las naciones desposeídas?”

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Hasta sus últimos días, Paz expresó su interés por los asuntos públicos. Con respecto a la problemática chiapaneca, externó que la pasión no podía ni debía atropellar a la justicia ni a la razón. El 17 de diciembre de 1997, durante la ceremonia inaugural de la Fundación que lleva su nombre, irradió optimismo: “Estoy seguro –improvisó– que se preparan nuevos días para México y que esos días serán de luz, con sol y amor.” Años antes había sido más enfático, menos dulce: “Estoy convencido de que al final del siglo, México será un país democrático o no será país.”

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Preferimos pensar en un país democrático, con días de luz, sol y amor.

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