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No invente el hilo negro

Entre otros, Sam Walton (Wal-Mart), Thomas J. Watson (IBM) y Charles Revson (Revlon) nos legaron mod
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

No voy a argumentar que los legendarios titanes de los negocios ofrecen un modelo de liderazgo que todos podemos aprovechar. Muchos fueron individuos a los que no querríamos emular, por lo menos no en ciertas particularidades. Podían ser intrigantes y, con bastante frecuencia, despiadados. A decir verdad, hubo muchos casos en los que actuaron como "grandes" tanto por los problemas que causaron –especialmente los de carácter interpersonal– como por lo imperios que construyeron.

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Más aún: la mayoría de nosotros no podríamos imitar a tales personajes legendarios, incluso si lo intentáramos. Fueron oportunistas en extremo, ambiciosos insaciables y, a menudo, simplemente brillantes. Aunque estos atributos son útiles e incluso admirables en los hombres de negocios, los auténticos monstruos empresariales los poseían en grado sumo, lo que explica parcialmente por qué fueron titanes.

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Conviene advertir que el líder de negocios no tiene que esforzarse por ser uno de ellos. Pero sí podemos definir y escoger las características que nos ayudarán a lograr que nuestras compañías tengan mejores resultados. Tal vez igualmente importante es que aprendamos a distinguir a quienes están en vías de llegar a colosos, lo que es una valiosa habilidad para los directivos que escudriñan el horizonte en busca de socios o sucesores potenciales.

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¿Qué significa "titán"? Para mí, el término abarca a los ejecutivos que crearon o transformaron industrias y, al hacerlo, cambiaron el mundo. Todos acumularon riquezas. Sus nombres se hicieron muy conocidos. Durante las últimas tres décadas he estudiado a los gigantes de la empresa valiéndome de una base de datos con información biográfica detallada sobre 250 sobresalientes hombres de negocios y sobre sus corporaciones.

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Este artículo se sirve de las experiencias de siete de ellos: el magnate del acero, Andrew Carnegie; George Eastman, padre de la fotografía para el mercado masivo; Henry Ford, fabricante de automóviles; Thomas J. Watson, de IBM; Charles Revson, fundador de la productora de cosméticos Revlon; Sam Walton, de Wal-Mart; y Robert Noyce, cofundador de Intel.

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Todos eran muy diferentes. Eastman y Noyce dirigían mediante la inspiración; Carnegie y Watson por medio de la intimidación; Walton, el optimista, podía iluminar una sala; Revson, el pesimista, era capaz de encenderla con sólo dejarla. Noyce contribuyó a asegurar el éxito futuro de Intel trabajando en estrecha colaboración con dos sucesores, Gordon Moore y Andy Grove, cuyo talento complementaba el suyo y era apropiado para las siguientes etapas en el crecimiento del consorcio. En contraste, Ford se hizo vengativo conforme envejeció y casi destruyó su imperio.

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Aunque los titanes integran un conjunto diverso, podemos extraer algunos rasgos comunes de sus tan desiguales vidas y personalidades. Varios de ellos reflejan su genio particular. Por ejemplo: una de sus características definitorias era la capacidad para distinguir entre "lo aparentemente imposible" y "lo auténticamente imposible". Otros rasgos son de una importancia parecida en sus éxitos de negocios, pero más susceptibles de ser duplicados por la gran mayoría de las personas.

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Las historias siguientes ilustran varias de las maneras como los titanes actuaron de acuerdo con circunstancias particulares. No aconsejaría a nadie que intentara imitar a uno de ellos en particular. Pero sí recomendaría leer con atención: pueden darnos cuantiosas lecciones.

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Una cámara para cada quien

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George Eastman legó una innovación que capacitó al común de las personas para crear registros visuales de sus vidas sin tener que hacer el gasto de contratar a fotógrafos profesionales o pintores retratistas. Su primer trabajo fue como office boy en una firma de seguros –la muerte de su padre, que estaba muy endeudado, y las estrechas circunstancias económicas de su familia, lo obligaron a comenzar a trabajar cuando tenía 13 años, en 1868–. Le pagaban $3 dólares por semana y entre sus responsabilidades se contaba la de limpiar escupideras.

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Poco tiempo después, obtuvo trabajo como empleado en el Rochester Savings Bank, de Nueva York, donde muy pronto ascendió a segundo contador adjunto. En 1877, después de pasar casi una década en el mundo laboral, compró una cámara. Cuatro años más tarde dejó el banco para dedicar todo su tiempo a poner en marcha un negocio fotográfico. A la larga, su empresa transformaría los complicados aparatos que usaban los fotógrafos profesionales en pequeñas y ligeras cajas al alcance de todos los bolsillos.

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Incluso cuando ya estaba dedicado exclusivamente a este oficio, Eastman tardó algún tiempo en comprender que había un mercado fotográfico masivo. Cuando se inició en el negocio las cámaras eran caras: costaban $50 dólares aproximadamente; su manejo exigía considerables conocimientos. ¿Pero qué tal si este arte se hiciera barato a la vez que fácil? Nadie sabía qué iba a suceder; ni siquiera si valía la pena hacerse la pregunta. Sin embargo, a finales de la década de 1880, este hombre comenzó a creer que "podría llegar al público general y crear una nueva clase de clientes", es decir, democratizar la fotografía a la par de construir un nuevo y lucrativo mercado.

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"El éxito –escribió en 1890– significa millones." En 1894 dijo que "el destino manifiesto de Eastman Kodak Company es ser el mayor fabricante mundial de materiales fotográficos o, de no ser así, desplomarse". En 1900 introdujo la Kodak Brownie, que se vendía por $1 dólar. El invento le permitió alcanzar su visión: la fotografía para todos. ¿Pero cómo supo Eastman que había un mercado masivo para sus productos cuando sólo unas cuantas personas habían visto una cámara?

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De manera parecida, ¿cómo supuso Carnegie que el acero se vendería por toneladas en el nuevo mundo industrializado? ¿Cómo entendió Walton que las ciudades pequeñas podían sostener grandes tiendas? ¿Cómo intuyó Ford que debería producir autos de bajo precio cuando en Estados Unidos y Europa los fabricantes rivales continuaban concentrando sus esfuerzos en la clientela de alto poder adquisitivo? ¿Cómo adivinó Watson que el futuro radicaba en la pequeña división de su compañía que fabricaba máquinas tabuladoras? ¿Cómo concibió Revson, durante lo más profundo de la Gran Depresión, que había un mercado lucrativo en el esmalte de alta moda para uñas? ¿Cómo captó Noyce que el circuito integrado cambiaría el mundo?

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Hula hula en Wall Street

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En 1984, Samuel Moore Walton, por entonces el segundo ciudadano más rico del país, apostó con su director de operaciones, David Glass, que Wal-Mart no lograría una utilidad sobre ventas de 8% antes de impuestos. Pero si alcanzaba la meta, entonces bailaría el hula hula. ¿Qué pasó? La cadena rebasó el objetivo. Glass insistió en que el jefe cumpliera la promesa de danzar en Wall Street. La apuesta no se pagaría a hurtadillas. Así que el ejecutivo se encargó de conseguir una falda de hierba para que el millonario se la pusiera sobre los pantalones, al igual que un grupo de músicos y jóvenes practicantes de hula hula que lo acompañaran. Además, claro está, se aseguró de que los medios cubrieran el acontecimiento.

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¿Por qué lo hizo Walton? Claro, acordó una apuesta y la perdió. Pero nadie podría haberlo obligado a que la pagara. Pudo haber dicho que no era correcto que el CEO de una de las compañías de mayor crecimiento en el país hiciera el ridículo en medio del distrito financiero. Pudo haber citado su edad, 65 años, y su reciente episodio de leucemia –por no hablar de la temperatura de 28 grados Fahrenheit que hubo el día del baile–. O, simplemente, pudo comunicarle a Glass que si le agradaba trabajar para el minorista más importante en Bentonville, Arkansas, lo mejor sería que se olvidara del reto. Pero a pesar de su riqueza y su poder, cumplió su promesa; y lo hizo para enfatizar una cuestión. O, más bien, varias.

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Inicialmente, Walton vio que ofrecer precios bajos a los clientes que no residen en grandes ciudades por artículos de calidad constituía una oportunidad de mercado. Esta visión se convirtió en la misión de la compañía que se expresaba en un mensaje memorable: "Siempre el precio bajo, siempre." Naturalmente, la clave para mantenerlo es limitar los gastos. Así, en lugar de publicar anuncios en Wall Street Journal, el potentado proclamó el logro de Wal-Mart con un recurso publicitario que costó casi nada. Un centavo ahorrado en ese renglón era un centavo que podía transferirse al cliente. De hecho, el principal costo relacionado con el evento se pagó con la dignidad de Walton; la que él nunca habría puesto por encima del bien de la empresa.

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Cuando bailó hula hula pensaba en algo más que en los clientes. Durante décadas predicó a los empleados que la jerarquía no conlleva privilegios. Pensaba que los miles de vendedores en el piso de ventas eran tan importantes como los altos ejecutivos, porque Wal-Mart se relacionaba con su clientela primordialmente a través de esos empleados de sueldo bajo. Su danza indicaba que era una persona práctica que no tenía una opinión exagerada de su propio valor. No fue casual que el pago de la apuesta se escenificara en Wall Street. Llevaba también un mensaje para los inversionistas y los analistas: "Tal vez no me vea como el ejecutivo más avezado del mundo, pero soy un triunfador." Las acciones hablan más alto que las palabras y los perdedores no hacen trucos como este.

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También está la ambición de George Eastman como ejemplo: llevar la fotografía a toda la gente. A tal grado, que su forma de pensar se manifestó en el eslogan publicitario de la Brownie: "Usted oprime el botón. Nosotros hacemos el resto." Concisión en grado de poesía que comunicaba a los usuarios que la fotografía ya no era una misteriosa magia negra presidida por profesionales que lo invitaban a uno a quedarse por completo inmóvil, mientras mezclaban milagrosos brebajes de químicos para que nuestra imagen apareciera en una placa de vidrio y pudiéramos conservarla.

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La misión de Tom Watson para los empleados de IBM –de igual manera– se reducía a una sola palabra: piense. O, más correctamente, piense. La expresión quería mostrar el fundamento intelectual de una firma impulsada por la tecnología (revelaba no poco acerca del estilo de su líder: cuando recubrió toda la empresa con letreros de piense, lo que decía en realidad era "piense como yo").

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También los productos o servicios innovadores creados por los titanes entregaban más de lo que los clientes jamás esperaron. Durante la Depresión, Revson lanzó la marca Revlon de esmaltes para las uñas y lápices labiales coordinados que brindaba a las mujeres "labios y dedos que hacen juego". Helena Rubinstein se mofó de los barnices de vivos colores, los declaró vulgares. Pero al transformar este simple producto común en artículo de alta moda, este empresario dio a las mujeres de escasos recursos una manera inesperada de sentirse especiales. Bien lo dijo: "En la fábrica hacemos cosméticos; en la tienda, vendemos esperanza."

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Personalidad dividida

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Andrew Carnegie personificó el American Dream elevándose no sólo de la pobreza a la riqueza, sino a la mayor fortuna. En 1848 tuvo que salir de Escocia, donde su padre –operario de un telar manual– se quedó sin trabajo al aparecer la tecnología de las máquinas de vapor. Con el tiempo, el hijo dominaría la tecnología, en vez de ser avasallado por ella. Cuando tenía 13 años consiguió un trabajo de $1.20 dólares semanales en una fábrica textil que operaba con base en vapor, en Pittsburgh. Lo dejó para irse a laborar en una oficina de telégrafos.

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Su siguiente empleo fue en el Pennsylvania Railroad, la espina dorsal de las empresas estadounidenses a mediados del siglo XIX. Con la ayuda de Tom Scott –un mentor que se convirtió en su padre sustituto– ascendió rápidamente hasta llegar a superintendente de la división occidental del tren. Para la época de la Guerra Civil, Carnegie ya dominaba las dos fuerzas que estaban cambiando el mundo: telégrafo y ferrocarril.

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Después de hacer una pequeña fortuna como inversionista durante la década de 1860, tuvo una intuición deslumbradora: los avances tecnológicos presentaban la posibilidad de producir acero en cantidades hasta entonces no soñadas. Como conocedor del negocio y de su imperiosa necesidad de rieles fuertes de uso en todo tiempo, estaba convencido de que el este metal cambiaría la base material de la civilización durante los últimos 25 años decimonónicos. Su convicción demostró estar justificada.

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Carnegie era encantador e ingenioso. ¿Su sentido del humor? Malicioso. A diferencia de los grandes capitalistas de entonces, a los que se les llamaba robber barons, como JP Morgan y John D. Rockefeller, él quería ser apreciado y sabía cómo hacerse agradable. Era el propietario de la mayor parte de su compañía y repartía los dividendos con gran parsimonia. Sus socios trabajaban largas horas mientras él tomaba vacaciones prolongadas.

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Algo quizá más revelador es que, paradójicamente, era inmisericorde con los trabajadores de sus gigantescas acereras, pero se creía un gran amigo de ellos. "Mi experiencia –escribió en 1886–ha sido que, en general, los sindicatos tienen un efecto benéfico, tanto para los trabajadores como para el capital." También dijo que "entre los mejores trabajadores hay una ley no escrita: no tomarás el empleo de tu prójimo". No muchos patrones decían esa clase de cosas; los empleados de diversas industrias lo adoraban.

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Pero Carnegie no era el único de los titanes dedicado de manera obsesiva a su ambición. Todos condujeron a sus compañías a la grandeza porque pensaban en ellas a toda hora y daban por hecho que los empleados harían lo mismo. Estaban dispuestos a pagar el precio necesario para hacer algo nuevo en el mundo de los negocios.

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Tom Watson se jubiló de IBM en mayo de 1956 y murió el siguiente mes de junio, tras rechazar una intervención quirúrgica que podría haberle salvado la vida de un problema intestinal. George Eastman se suicidó y dejó una nota que decía: "Mis amigos… Mi trabajo está terminado: ¿por qué esperar?" Esta nota fue tal vez un poco engañosa. Tenía 77 años y había dejado de laborar regularmente desde tiempo antes. Durante su retiro viajó extensamente a países extranjeros. Su salud estaba fallando. Pero los allegados, ciertamente, captaron el hecho de que, al igual que para Watson, su compañía había sido su razón de ser en la vida.

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Comenzar de nuevo

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Tom Watson contaba con 40 años de edad, estaba recién casado y mantenía un hijo pequeño cuando entró a trabajar en una empresa desconocida llamada Computing-Tabulating-Recording, un conglomerado diverso y sin dirección que fabricaba balanzas (computación), máquinas sumadoras y clasificadoras (tabulación) y relojes (registros de entrada-salida). Pronto estaba manejándola y la rebautizó con el nombre de International Business Machines. Se concentró en la división de tabulación, relativamente pequeña, lo cual colocó a IBM en camino de ser el nombre preeminente en el que sería el mercado de computadoras.

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Otra característica: los titanes no ven hacia atrás. Cuando tienen un fracaso se sobreponen. Casi todos conocen los valles al igual que las cumbres, pero nunca miran un abismo. No rumian las cosas y son incapaces de desanimarse. No importan los problemas que hayan tenido en el pasado. Tampoco le tienen miedo al futuro porque planean desempeñar un gran papel en su creación. No son necesariamente arrogantes, pero sí tienen una asombrosa confianza en sí mismos.

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Cuando William Shockley, famoso coinventor del transitor, invitó al desconocido Bob Noyce a una entrevista para un trabajo en su nueva firma de semiconductores, éste dejó su empleo con Philco, en Filadelfia, y compró una casa en Palo Alto, California, antes de la reunión. Esta seguridad en sí mismo es contagiosa y sirve al titán extraordinariamente bien cuando las cosas comienzan a salir mal, como les sucedió a todos estos personajes en varias ocasiones.

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Los dos primeros artículos de Intel, lanzados en 1969, eran técnicamente avanzados pero resultaron fracasos comerciales. Se dijo que si la compañía no tenía un éxito pronto se encontraría en problemas. Sin perder el valor, Noyce siguió adelante y la empresa introdujo el primero de una larga serie de productos enormemente exitosos.

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Todos tuvieron tropiezos en sus carreras: Eastman no fue tomado en cuenta para el puesto de primer contador adjunto en Rochester Savings Bank por causa del nepotismo; Walton perdió su primera tienda, un próspero comercio ubicado en Newport, Arkansas, que pasó a manos del hijo del arrendador porque no se dio cuenta de que su contrato no incluía una cláusula de renovación; antes de que estableciera su empresa automotriz, Henry Ford fundó dos compañías que fracasaron; en 1932 Revson estaba viviendo al día debido a una serie de trabajos sin futuro.

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Una lección muy clara que todos pueden aprender de estos colosos es que no culparon a otros –ni al universo– por sus problemas. Es posible que temporalmente hayan sentido desaliento o enojo consigo mismos. Pero no gimieron que la vida era injusta. Creían que, en esencia, el mundo era un lugar que premiaría sus esfuerzos y que, con el tiempo, cedería ante su genio. Todo tropiezo era un desacuerdo temporal con el cosmos.

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No existe fórmula alguna para la grandeza en los negocios. Sin embargo, hay aspectos recurrentes en la conducta de los titanes empresariales. Ya sea que como dirigentes se valieran de la inspiración o la intimidación, una visión clara y mensajes uniformes fueron las claves para hacer realidad sus sueños. Ellos tuvieron un logro en común: lograron imponerse exitosamente en el mundo de los negocios empleando sus propias reglas.

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Richard S. Tedlow es profesor de administración de negocios en la Facultad de Administración de Empresas de Harvard. La traducción es de Julio Galindo U.

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