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Se vende aire fresco

La polémica sobre las acciones necesarias para evitar el cambio en el clima del planeta ha dado un
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Los malos augurios para el planeta pueden resultar convenientes para México. La comunidad científica concuerda en que las actividades humanas están ocasionando un aumento en la temperatura terrestre, pequeño pero suficiente para trastornar –a mediano plazo– los patrones climáticos. De ser así, en vastas regiones el desierto avanzará mientras que en otras las lluvias adquirirán la categoría de diluvios; el fenómeno de El Niño se hará recurrente y más intenso; el nivel de los mares podría aumentar hasta 95 centímetros. La necesidad de actuar desde ahora ha lanzado sobre la mesa diversas propuestas. Una de ellas considera el envío de grandes capitales a las naciones en desarrollo.

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Este plan sugiere crear un mercado mundial de aire fresco, a través de “permisos comerciales”, de manera que los países industrializados puedan cumplir con sus compromisos de reducir las emisiones de “gases invernadero” con acciones en cualquier punto del planeta.

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De esa forma, México podría recibir fondos para mejorar sus indicadores de eficiencia energética, para modernizar maquinaria y procesos en las áreas que más gases emiten a la atmósfera y para preservar su masa forestal. “Estamos hablando de un mercado de miles de millones de dólares”, señala entusiasta Carlos Gay, coordinador de Convenios Internacionales del Instituto Nacional de Ecología (INE). Algunos países se muestran reticentes ante este proyecto. Gay, también coordinador de los estudios de cambio climático en México, reconoce: “Hay riesgos, pero eso existe en cualquier actividad a la que nos lancemos. Le tengo menos pavor a que me vean la cara que a las oportunidades. El asunto es diseñar con cuidado los mecanismos a través de los cuales participaríamos”.

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A FUEGO LENTO
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Hace apenas dos años, un informe de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) preparado por más de 2,000 especialistas concluyó: “Todo parece indicar que hay un impacto humano discernible en el sistema climático terrestre.” Tal impacto podría derivar en un incremento de la temperatura mundial de entre uno y tres grados centígrados en el año 2100. Para entonces, el nivel de los mares habrá crecido un mínimo de 20 centímetros (actualmente, cada año sube dos milímetros), pero si el calor derrite parte del hielo polar las aguas se elevarían hasta 95 centímetros. Éste y los trastornos climáticos ya referidos causarían desastres invaluables en todo el mundo.

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Ese panorama pesimista no lo comparten algunos investigadores. A pesar de ello, la comunidad científica coincide en la necesidad de modificar las prácticas productivas que generan carbonos (dióxido de carbono, metano y clorofluorocarbonos) y óxido de nitrógeno. En conjunto se les llama “gases invernadero”, pues hacen honor a su nombre: dejan pasar el calor del sol hacia la superficie terrestre pero lo retienen cuando intenta escapar. El incremento de esos gases en la atmósfera se debe a la quema de petróleo y carbón, la deforestación, la ganadería y el uso de sustancias químicas para refrigeración y aire acondicionado.

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Un parámetro que busca definir responsabilidades en el ámbito internacional es el consumo de energía per cápita. En este sentido, el dedo acusador apunta hacia Estados Unidos, pues a lo largo de 1994 cada habitante empleó el equivalente a 7.9 toneladas de petróleo, cifra que superó los promedios de Alemania (4.15), Japón (3.82), México (1.67), Chile (0.88) y Brasil (0.66). El gobierno estadounidense prefiere otra estadística, la que se refiere a la eficiencia productiva. Esto es, el volumen de carbono que se lanza al aire por cada millón de dólares de productos fabricados. Esta clasificación la encabeza la ex Unión Soviética, con 502 toneladas de carbono. Le siguen Alemania (281), China (273), Gran Bretaña (242), Estados Unidos (238), India (183) y Japón (144).

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Durante los últimos años, los organismos internacionales han debatido la conveniencia de establecer un “impuesto al carbono”, es decir, un gravamen a los combustibles fósiles en proporción a la cantidad de carbono que despiden al quemarse. Como es natural, los principales opositores a esta idea han sido los países ricos, respaldados por sus grandes industrias.

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A mediados de octubre, el presidente estadounidense William Clinton sacó una carta sorpresiva que replanteó la discusión: propuso instrumentar un mercado mundial de permisos comerciales.

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UNA JUGOSA MANZANA
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El gobierno de Estados Unidos admite que debe reducir sus emisiones de dióxido de carbono (el principal y más común de los gases invernadero) a los niveles que tenía en 1990. Esto implica suprimir 600 millones de toneladas, pero no podrá alcanzar esa meta sino entre el año 2008 y el 2012, y a un costo de $582,000 millones de dólares.

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A fin de abaratar gastos, diseñó una estrategia que dará tres opciones a las empresas estadounidenses que no puedan modernizar más sus equipos o usar otras fuentes energéticas. La primera consiste en comprar el derecho de emitir más dióxido de carbono a una compañía que haya recortado sus emanaciones por debajo de la norma; la segunda, en financiar la preservación de zonas forestales, ya que éstas actúan como “sumideros” del gas (es decir, funcionan como una aspiradora que capta los gases de la atmósfera); la tercera, en subsidiar la reconversión de plantas fabriles en naciones menos desarrolladas.

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Con tal estrategia, los economistas consideran que Estados Unidos podría alcanzar su meta de reducción a un costo de $20,000 millones de dólares (3.4% del monto inicial), la Unión Europea desembolsaría $8,000 millones y Japón $3,000, mientras China recibiría del extranjero $20,000 millones de dólares, Rusia $8,000 y la India $6,600. Por supuesto, el plan sólo funcionará si cuenta con el consenso internacional. Sin embargo, a pesar de que este mecanismo representaría un ahorro significativo para los países industrializados, varias naciones europeas han considerado petulante la actitud de Clinton al proponer esta iniciativa como una opción para todo el Primer Mundo.

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Gay explica: “En los países desarrollados la mano de obra es más cara, además realizan con frecuencia cambios de maquinarias y sistemas productivos. Por eso les resultaría más barato apoyar el reemplazo de máquinas obsoletas en México y de esa manera reducir emisiones de gas invernadero. Para nosotros representa una oportunidad.”

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En algunas actividades que ha desarrollado Estados Unidos bajo este esquema, se ha dado un valor de $2.80 dólares a la tonelada de dióxido de carbono no emitida o recuperada mediante sumideros. México emite al año alrededor de 450 millones de toneladas de ese gas, lo que equivale a un mercado de $1,260 millones de dólares, la vigésima parte de lo que Estados Unidos planea gastar en abatir sus emisiones.

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Las empresas o sectores que podrían recibir jugosos capitales –por ser los que mayor cantidad de dióxido de carbono lanzan al aire– son: Pemex, la Comisión Federal de Electricidad, autotransportes, cementeras, empresas metalúrgicas y las actividades que ocasionan cambios en el uso de suelo, como deforestación y ganadería.

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DUDAS RAZONABLES
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En principio, la propuesta de Estados Unidos fue acompañada de un condicionante: que todas las naciones se comprometan a reducir sus emisiones de carbonos. Esto suscitó protestas entre los países en desarrollo, cuyas economías se basan –por lo general– en la quema de combustibles fósiles, principal fuente de tales contaminantes.

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Gay fundamenta el rechazo: “A México corresponde menos de 2% de las emisiones totales, pero su contribución es todavía menor en términos históricos. El dióxido de carbono permanece 200 años en la atmósfera, de manera que algunas partículas emitidas en 1840 siguen flotando. Aunque su actividad disminuye a partir del primer siglo, sus efectos son acumulativos. México no se industrializó sino hasta mediados de este siglo. No negamos nuestra responsabilidad, pero quienes tienen que hacer reducciones drásticas son los principales causantes del problema. Nuestras emisiones son una gota entre las de Estados Unidos o la Unión Europea”.

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Una de las dificultades para instrumentar el mercado que Estados Unidos propone es la justificación de los referentes o “líneas base”. Habría que tener muy bien documentada la tasa de deforestación. “Porque si de pronto la protección forestal genera dividendos, pues amenazo con devastar los bosques mexicanos para obtener más recursos”, comenta Gay. Por eso es necesaria una documentación muy rigurosa de la manera como se está dando la deforestación, a fin de poder medir el revertimiento del proceso. Para ello, todos los países deberán terminar sus inventarios nacionales de emisiones. “Eso nos da una ventaja comparativa, porque nosotros ya lo tenemos; ya podríamos empezar a manejar recursos.”

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Pero prevalecen las dudas. Varios países no desarrollados argumentan que se transfiere la responsabilidad de los países industrializados a los del Tercer Mundo. “Yo lo veo, mucho más pragmáticamente, como un nuevo mecanismo mediante el cual podríamos traer recursos a México. Es cierto, si nos metemos a ciegas en un esquema que limita emisiones podríamos obligarnos a hacer cosas que nos van a costar más de la cuenta. En eso sí hay que andar con cuidado. Claro que si es implementación conjunta, nos repartimos créditos, ambos reducimos y nosotros aprovechamos inversión externa.”

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Bajo ese esquema México desarrolla un proyecto piloto de plantaciones forestales en Chiapas para vender el servicio de captación de 5,500 toneladas de carbono. Una hectárea capta aproximadamente 100 toneladas de dicho gas. Debido al grado de fragmentación de la propiedad, en este programa participa medio centenar de pequeños propietarios que reciben recursos por cuidar sus bosques.

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“La idea de la implementación conjunta es vender un servicio ambiental global y no tiene nada de malo cuando no implica regalar hasta la camiseta, que es la preocupación de los países en desarrollo. Quien arregla televisores no ofrece su local. Nosotros queremos hacer lo mismo de la implementación conjunta o de los permisos comerciales: ofrecer solamente un servicio”, señala Gay.

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En su opinión, no hay forma de transferir responsabilidades. El volumen de las emisiones es tan grande que todas las naciones deberán hacer importantes contribuciones dentro de sus propios territorios, pero lo que los países industrializados busquen reducir fuera de sus fronteras le vendrá bien a los países pobres.

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Más aún: por encima de los llamados a la conciencia ecológica, “un mercado de permisos comerciales sería el mayor estímulo para la reconversión y la implementación de proyectos ambientales. El carácter de impuesto que ahora tienen las cosas se convertiría en un estímulo positivo. Ni siquiera necesitaríamos establecer compromisos. Le entraríamos por interés”.

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