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¿No que muy maduro?

Tal vez lo mejor para la carrera de ese ejecutivo joven, talentoso y arrogante (y para tu firma), se
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Charles Armstrong es un líder natural. Es creativo, dinámico y emprendedor; un genio de la estrategia y las finanzas. A sus 36 años, ha ascendido con rapidez gracias a su agudo instinto de negocios y a ir de una organización a otra para avanzar en el escalafón. Ahora su empleo está en juego. Presidente divisional de una compañía internacional de productos de consumo, está enfrentando un revés. Miles de pedidos se han retrasado, los clientes están furiosos y las acciones de la firma se han desplomado desde que la noticia fue hecha pública. Si tan solo tuviera empatía con sus iguales y subordinados, podría haber hallado a tiempo la solución al problema. Pero no obstante su habilidad para deslumbrar a sus superiores con su intelecto y talento, sus compañeros lo consideran intolerante y remoto. De hecho, apenas tiene conciencia de cómo lo perciben y no le preocupa: tales relaciones no le son prioritarias. Al igual que muchos otros jóvenes dotados, carece de las capacidades emocionales para trabajar en equipo. Parece que sus jefes han socavado inconscientemente su carrera al promoverlo demasiado aprisa…

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El riesgo de la inmadurez
Lo que sucedió con Charles Armstrong es un fenómeno cada vez más común (en todos los ejemplos se ha cambiado el nombre del protagonista  para proteger su identidad). Hemos conocido a docenas de ejecutivos víctimas de una mezcla perjudicial de su propia ambición e inmadurez emocional y de la disposición de sus jefes para ascenderlos. ¿Para que diferirles una promoción y arriesgarse a que se vayan con la competencia? Lo cierto es que darles un mejor puesto puede ser igualmente arriesgado.

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El problema no es la juventud en sí. Es que a veces sólo el tiempo y la experiencia ofrecen la oportunidad de desarrollar habilidades como negociar con iguales, ordenar las emociones en tiempos de crisis o ganar apoyo para los cambios. Es posible que a los jefes les seduzcan su inteligencia y pasión –incluso pueden ver en ellos versiones más jóvenes de sí mismos–, pero es más posible que sus iguales y subordinados los consideren arrogantes y desconsiderados o por lo menos lejanos. Y ahí radica el problema. En determinado punto del ascenso profesional, el talento y la determinación se vuelven menos importantes que la habilidad para influir y persuadir. Y a menos que los directivos hagan de la capacidad emocional una prioridad, estos jóvenes seguirán fallando, a veces con un costo significativo para la compañía.

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ESTRATEGIAS
1. Examen de 360 grados
Muchos jóvenes y listos ejecutivos no están acostumbrados a que los critiquen y suelen desentenderse de las opiniones negativas. La buena noticia es que si entienden que su carrera puede estar amenazada tal vez dediquen a su desarrollo personal el mismo ahínco que aplican a sus otros proyectos. Por ello es tan valiosa la retroalimentación de 360 grados: cuando procede de múltiples fuentes y es permanente, resulta difícil ignorarla. Aquí un ejemplo.

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Bill Miller, vicepresidente de 42 años en una firma de software, había progresado mucho con base en puro intelecto, pero nunca apreció del todo sus propias fuerzas. Así, puesto tras puesto, se esforzó doblemente por aprender las complejidades del negocio, descuidando involuntariamente las relaciones con sus colegas. Éstos consideraban su inteligencia entre las mejores de la compañía, pero lo encontraban inaccesible y remoto. Debido a ello, la alta dirección cuestionó su capacidad para motivar al personal de todos los niveles. No fue sino hasta que se sometió a una evaluación de 360 grados que pudo aceptar que ya no necesitaba demostrar su inteligencia y que en vez de ello le convenía fortalecer sus conexiones personales. Tras varios meses de esforzarse en cultivar relaciones más sólidas con sus empleados, notó que se sentía más incluido en encuentros sociales informales, como las conversaciones en los pasillos.

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2. Interrumpir el ascenso
Cuando las personas son promovidas sólo dentro del área de sus conocimientos, no tienen que alejarse mucho de las zonas donde se sienten cómodas, por lo que pocas veces necesitan pedir ayuda. Por lo tanto, es posible que se vuelvan excesivamente independientes y descuiden cultivar vínculos que podrían serles útiles a futuro. Lo que es más: tal vez se confíen en la autoridad que conlleva su rango en lugar de aprender a influir en la gente. Esta mentalidad de mando y control funciona en particular entre los niveles medio y bajo, pero es insuficiente en posiciones más altas, donde el éxito depende más de las relaciones y la capacidad de influir que en desarrollar soluciones de negocios.

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A veces aconsejamos a nuestros clientes que amplíen las habilidades de los gerentes jóvenes asignándolos a papeles fuera de los caminos esperados de su carrera. Esto es distinto a la rotación de puestos, donde los empleados pasan tiempo en distintas áreas para mejorar y ampliar sus conocimientos del negocio. Más bien, se les coloca en un puesto donde no tienen mucha autoridad directa. Esto los ayuda a centrarse en el desarrollo de habilidades como la negociación y la influencia sobre los iguales.

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Sheila McIntyre, directora regional de ventas de una firma tecnológica, había sido promovida con rapidez porque mes tras mes vendía más que sus colegas. Cuando tenía algo más de 30 años, gestionó para ascender a una vicepresidencia, pero su jefe, Ron Meyer, pensaba que no estaba lista. Le parecía que era algo violenta e impaciente con las personas a las que suponía menos visionarias. De manera que dejó pendiente la promoción, pese a su sobresaliente actuación, e inventó para ella un trabajo especial con duración de un año: la dirección de un equipo que investigaría las oportunidades para ventas cruzadas. Con el fin de persuadirla, le explicó que la ayudaría a ampliar sus habilidades, le prometió una considerable recompensa económica si tenía éxito y le insinuó que después se le daría la promoción. Fue un gran avance para McIntyre. Tenía que utilizar sus poderes de persuasión, poco desarrollados, para obtener el apoyo de los gerentes de otras divisiones. Algo más importante: estableció sólidas relaciones con varias personas de influencia en la organización y aprendió el valor de la percepción y experiencia de los otros. Al final, su equipo presentó una brillante estrategia, fue promovida a vicepresidenta y, con gran satisfacción de Meyer, sus nuevos reportes la muestran ahora no sólo como supervendedora sino como una ejecutiva bien conectada, capaz de negociar en nombre de la empresa.

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No es fácil convencer a un ejecutivo joven del valor de tales asignaciones transfuncionales sin nexos obvios con su carrera individual. Puede sentirse marginado y marcharse a otra compañía. Bill Miller, a quien ya hemos mencionado, se sintió desmoralizado cuando su jefe, Jerry Schulman, le encomendó dirigir un grupo para revisar procesos internos. Sus esfuerzos por establecer relaciones habían sido exitosos y esperaba una promoción; pero su superior cometió el error de no decirle que el proyecto era una oportunidad para formar una red de relaciones, por lo que puso en duda su futuro en la firma. Al cabo de varios meses en el nuevo trabajo, informó de su salida. Aprovechó una oportunidad con un gran rival, llevándose consigo una tremenda cantidad de talento y conocimiento institucional. Si su jefe hubiera compartido con él las razones de su decisión habría retenido a uno de sus jugadores más valiosos; uno que ya comprendía la importancia de desarrollar sistemáticamente su capacidad emocional y comenzaba a mejorar.

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3. Cumplir con la palabra
Un error común hacia los jóvenes ejecutivos es que los superiores les señalan sus fallas emocionales sin hacer nada al respecto: o no les expresan las consecuencias o los amenazan, pero los promueven a pesar de ello. El interesado no puede sino concluir que tales capacidades son opcionales.

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Mitchel Geller, a sus 29 años, estaba a punto de ser nombrado socio en una firma de abogados. A través de los años se había enemistado con muchos de sus iguales y subordinados por causa de su arrogancia; pero su aguda mente legal le había ganado promoción tras promoción. Su jefe, Larry Snow, había notado las numerosas deserciones entre los prometedores juristas que trabajaban para Geller y le advirtió que subsecuentes promociones dependerían de que cambiara su estilo personal. Él no lo tomó en serio y siguió adelante como siempre,  a fuerza de talento. El error fue que su superior no cumplió su advertencia: el joven recibió la promoción sin haber madurado. Dos semanas después, ya socio de la firma y con responsabilidad sobre las relaciones con los clientes, condujo una reunión con dos cuentas clave. El primer cliente se acercó a Snow y le pidió que participara en las juntas futuras. El segundo retiró su negocio por completo, quejándose de que Geller no lo había escuchado.

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Caso opuesto es el de Barry Kessler, de 39 años, vicepresidente de una aseguradora . Durante años, con  sus habilidades financieras y conocimiento del negocio, fue el heredero aparente de John Mason,  jefe y actual ceo, hasta que éste se cuestionó si debía promoverlo.

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Mientras que Kessler manejaba su propio grupo excepcionalmente, evitaba colaborar con otras unidades. Esto era relevante porque la compañía buscaba alianzas con otras empresas. Su problema no era el ser hostil, sino que estaba desligado. Mason envió una clara señal, no sólo a él sino a otros en la compañía, cuando en esencia lo redujo de rango al quitarle varias de sus responsabilidades y lo suspendió temporalmente del plan de sucesión. Con el fin de darle la oportunidad de desarrollar  las habilidades de que carecía, le pidió que encabezara un equipo para buscar oportunidades de crecimiento. Kessler tendría que fomentar sus aptitudes interpersonales. Sin autoridad sobre los otros integrantes del equipo, debía resolver las disputas y ayudar al grupo a llegar a un consenso. Dos años después reporta que se siente más cómodo con los conflictos y la retroalimentación; además, ha vuelto a ser parte del plan de sucesión.

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4. Aceptar las fallas
Resulta contraproducente sujetar a los gerentes a una norma de comportamiento sin mostrarles que se aplica a todos, directivos incluidos. Un CEO con el que trabajamos, Joe Simons, se dio cuenta durante su retroalimentación de 360 grados de que su carácter estaba interfiriendo con el crecimiento de sus subordinados. Había declarado que la innovación era una prioridad corporativa, pero su temor al fracaso estaba sofocando la creatividad de la firma. Para poner fin a esta tónica, confesó sus metas particulares a las personas que le reportaban directamente: buscar consejo de manera más regular y comunicarse más abiertamente. Hacer públicos estos objetivos le fue difícil, pues estaba habituado al liderazgo tradicional de mando y control. Le parecía que admitir la necesidad de modificar su comportamiento era una debilidad peligrosa –en especial porque la compañía atravesaba por una época difícil y los empleados buscaban la certidumbre en él–. En realidad, su franqueza ganó la confianza y el respeto de su gente, y en los meses siguientes otras personas de la organización comenzaron a reflexionar más abiertamente sobre sus propias habilidades emocionales y a iniciar procesos similares.

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5. Instituir el desarrollo
Mark Jones fue elegido para el puesto de ceo en una importante empresa manufacturera, siempre y cuando contratara a un entrenador dada su reputación de ser demasiado brusco y agresivo. Una relación de adiestramiento de un año completo le sirvió para comprender las trampas asociadas con su estilo. Decidió que otros podrían beneficiarse si llegaban a tal comprensión mucho más temprano en sus carreras. Con tal fin, lanzó varias iniciativas para moldear la cultura de la compañía de manera que el aprendizaje personal y profesional no sólo se estimulara, sino que se exigiera.

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Primero comunicó un nuevo conjunto de prácticas y valores corporativos para satisfacer objetivos de negocio y desarrollar habilidades superiores de liderazgo. Uno de los valores era “atrévase a ser transparente”, lo que significaba que se esperaba que todos los empleados fueran francos con respecto a sus debilidades, pidieran ayuda y ofrecieran a sus iguales retroalimentación sincera y constructiva. Como a este fin sería necesario crear incentivos para los nuevos comportamientos, Mark Jones asumió un papel activo en la revisión y metas de desarrollo personal de los 100 principales ejecutivos de la compañía. Como primera medida determinó que cada empleado, comenzando por él, debía incorporar en sus planes de desempeño acciones encaminadas al desarrollo de las capacidades emocionales. Desde que puso en marcha el programa le es más fácil atraer y retener ejecutivos jóvenes de talento. A decir verdad, su organización se ha transformado de una pesadilla para los reclutadores a un lugar donde los líderes en ascenso pueden hallar verdaderas oportunidades de aprendizaje y crecimiento.

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En conclusión
Aplazar una promoción puede ser difícil, dadas las ambiciones del ejecutivo joven y el ritmo de la vida organizacional, que hace que el aprendizaje personal parezca una extravagancia. Demanda un delicado equilibrio de franqueza, apoyo y paciencia, y es contrario a la norma de ascender a la gente sobre la base de conocimientos, talento y resultados. También esta situación  significa tener que vérselas con la decepción de un subordinado a quien se aprecia.

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Fomentar las capacidades emocionales no es una extravagancia; es crítico para desarrollar líderes eficaces. No ceda a la tentación de promover a sus mejores subalternos antes de que estén listos. En efecto, no hay sustitutos para la experiencia, la retroalimentación y, sobre todo, la práctica.

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*Kerry A. Bunker y Sharon Ting  dirigen en conjunto el programa de conocimiento de sí mismo para la excelencia ejecutiva, del Centro de Liderazgo Creativo en Greensboro (Carolina del Norte). Kathy E. Kram es profesora de comportamiento organizacional en la Facultad de Administración de la Universidad de Boston. La traducción es de Julio Galindo.

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