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La agonía del río Lerma

El cauce que riega el corredor agrícola e industrial más activo del país, se seca.
lun 07 julio 2008 03:11 PM

Como una gran costura que une el centro y el occidente del país, el río Lerma cubre 700 kilómetros, desde Toluca a Guadalajara. Este afluente alivia la sed voraz del Distrito Federal; cruza los complejos industriales del Estado de México, los llanos graneros del Bajío, en Querétaro y Guanajuato, y a través del lago de Chapala es la mayor fuente de agua potable de la capital de Jalisco.

Abarca cinco estados, que aportan 16% de la economía de México, y en su cuenca residen 20 millones de personas. Hoy, el río Lerma es una costura luída, descolorida y a punto de romperse. Lo que sucede a lo largo de su cuenca es y será noticia por muchos años, como la batalla de los agricultores para tener agua de riego ante la dramática sobrexplotación de los mantos acuíferos, o la falta de control federal sobre los contaminantes que vierten empresas y municipios.

Las ciudades demandan cada vez más agua potable y los ciudadanos exigen, impacientes, acciones eficaces de sus gobiernos frente a la problemática del agua.

El Lerma muestra un paisaje variado y complejo, no sólo natural sino también humano y político. El agua se distribuye a través de una red de asignaciones y divisiones –federal, estatal y municipal– y su administración parece un rompecabezas con tintes de sexenios pasados, cuando el tema ambiental era una arista romántica y no un asunto de seguridad nacional. Ésta es una mirada a cinco estaciones del Lerma, la enorme costura que se deshila día con día.

NEVADO DE TOLUCA
Cuna de sedimentos
La noche se acerca. Las nubes trepan a la cima del volcán y caen como cascadas por el basalto grisáceo. Una tormenta eléctrica se mueve lentamente sobre los poblados del Valle de Toluca. Allí, en las faldas del Nevado, nace el Lerma. Las aguas que caen por las vertientes norte y noreste del volcán escurren por arroyos hasta llegar a la laguna de Almoloya, donde el río inicia su larga y azarosa ruta hacia el lago de Chapala. Pero, últimamente, los arroyos no sólo llevan agua, también arrastran tierra.

En las laderas del volcán los bosques escasean, las vacas pacen sobre espacios abiertos donde antes había venados cola blanca. Un árbol solitario en un paraje permite imaginar el bosque que hubo alguna vez allí. “No quiero hablar de talamontes”, comenta el único vigilante del parque, desde la ventanilla de su caseta solitaria cerca de la cima del volcán. “Luego se molestan”.

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El bosque del Nevado de Toluca, un parque nacional protegido, ha sido arrasado por la tala ilegal y el sobrepastoreo. La erosión llega a tal grado que el río y las lagunas se llenan de sedimento.

Los talamontes y los ganaderos son ejidatarios de los pueblos vecinos. Cuando el gobierno creó el parque, en 1936, nunca indemnizó a los ejidatarios por las 51,000 hectáreas que conforman el Nevado. Hoy, dependen de los bosques y pastizales para sobrevivir.

Las consecuencias se ven río abajo. “La sedimentación del río por la deforestación lo vuelve lento y lo estanca”, explica Celia Olivera, funcionaria de la Comisión Coordinadora para la Recuperación de la Cuenca del Río Lerma. “Ahora lo tenemos que dragar para que siga en movimiento”.

ALMOLOYA
Lagunas que se desvanecen
Debajo de un árbol, Rubén Cortés, de 80 años, observa la laguna de Almoloya. “A mí la vida me ha propuesto pero nunca me ha cumplido”, comenta el campesino, quien recuerda que, antiguamente, había varias lagunas desde Almoloya hasta Lerma. La gente paseaba en lancha y pescaba el ‘blanco de Lerma’. También comían salamandras “porque eran buenas para los pulmones” y bebían agua de la laguna.

Un 24 de junio –no recuerda el año–, los peces brincaron y después las aguas se encogieron. Las lagunas de Lerma y San Bartolo desaparecieron y sólo quedó como vestigio la de Almoloya.

“Nos enfriamos, las aguas que nos daban calor ya no estaban”, relata Cortés. Él no lo supo –porque la gente no fue notificada– pero un gigante necesitaba esas aguas para su sed insaciable.

La geografía determinó que el Valle de Toluca fuera más alto que el Valle de México, por unos 250 metros. Entre los años 40 y 50 se construyó un túnel en la Sierra de las Cruces, para llevar el agua de los manantiales que alimentaban al río Lerma hacia el Valle de México. Hoy, este sistema provee cerca de 8% de las necesidades de agua de la zona metropolitana de la Ciudad de México. “La cantidad de agua que el DF extrae es casi igual a la que baja de nuestros acuíferos en el Estado de México”, dice Olvera, con ironía.

En mayo pasado, un ruido parecido a un trueno se escuchó en Almoloya y el nivel del agua empezó a bajar paulatinamente. Una grieta se abrió bajo el lago. Ahora, las orillas del lago reducido están salpicadas con carpas y mojarras muertas. Las garzas ya no nadan, sólo caminan sobre el espejo de agua que quedó.

Fue el efecto popote de la megalópolis. Las bombas del gobierno del DF habían dejado huecos debajo del lago y por uno de ellos el agua desapareció, hasta que taparon la grieta con tierra y rocas. “A ver si se llena con la temporada de lluvias”, comenta Lázaro Cruz, un campesino que pastorea chivos en la orilla de la laguna.

A lo largo de 20 kilómetros, entre Almoloya y Lerma, el río se contamina por completo. Los municipios alrededor de las ciénagas verdes –restos de la zona lacustre– vierten sus aguas residuales sin tratamiento. Aunque tratarlas es su responsabilidad, no pueden (o no quieren) pagar las cuentas de electricidad de una planta de tratamiento.

Antes de llegar a Lerma, el río es un flujo negro, lento, burbujeante, con partes llenas de lirio o una capa de excremento flotante.

SALAMANCA
La huella de Pemex
A la medianoche, en la colonia Nativitas de Salamanca, Guanajuato, el olor a azufre se asoma por las coladeras de los baños. Los adultos amanecen con la nariz mocosa, los niños, con enfermedades respiratorias.

Es una de las colonias más viejas, ubicada detrás de un dique. Luce desgastada, con casas abandonadas y graffitis en el puente peatonal que cruza el río.

“Muchos niños se enferman, tienen granos en sus manos y problemas en las vías respiratorias”, comenta el presidente de la colonia, José Carlos García, un hombre robusto, sentado frente a su negocio de alquiler de sillas. “Además, se da mucho zancudo y mosca”.

A 150 metros de su tienda, la refinería de Pemex vierte sus aguas residuales al río. El daño ecológico es más evidente que el olor. Ambas orillas están desnudas de vegetación y la poca que existe luce moribunda. Pero el efecto en la colonia es más abrumador. Muchas personas abandonaron el lugar y dejaron un hoyo en la economía local. Las tiendas han cerrado y son ahora la marca del lugar.

Las historias de los vecinos son interminables. “Hace dos semanas un niño dejó caer un cerillo prendido en una coladera y explotó. El niño terminó en el hospital”; “Hace un mes, la orilla del río estaba llena de carpas muertas y el olor a podrido llenaba la colonia”; “Los familiares que nos visitan se enferman, tienen ojos llorosos, la garganta irritada y hasta vómito”.

El pasado 5 de junio, Pemex reiteró su voluntad de mejorar el impacto ambiental de su refinería. Pero para los colonos, que han protestado frente a las instalaciones, eso significa poco. “Por dos o tres meses está limpio y después todo empieza de nuevo”, señala García.

Toda industria que vierte aguas residuales en el río debe tratarlas y Pemex tiene una gran planta de saneamiento junto a su refinería. La responsabilidad de medir la contaminación de aguas residuales es de la Comisión Nacional del Agua (Conagua), pero ésta sólo tiene entre tres y cinco inspectores por estado. Además, varias industrias consideran estas plantas como demasiado caras.

El problema se repite por toda la cuenca: el río luce sumamente contaminado luego de pasar cualquier zona industrial, después se va depurando durante su curso y nuevamente llega a una fuente de contaminación. Cuando la Conagua abre alguna de las presas sobre el río, los peces mueren masivamente al entrar en contacto con la suciedad. Y los vecinos sufren la degradación ambiental. “Somos olvidados de Dios”, dice García.

LA PIEDAD
Disputas por el agua
Luis Solorio, agricultor de 50 años, estaciona su pick-up frente a un canal que protege a La Piedad de inundaciones. Vino a pedir al vigilante de las compuertas que le deje llenar un tanque de agua para regar un sembradío de 10 hectáreas de maíz que muere de sed. El guardia se lo niega. “Si no llueve en los próximos dos días, voy a perder mi siembra”, comenta Solorio. “No sé qué voy a hacer”.

La Conagua usa el río como canal para abastecer a las comunidades agrarias aledañas. Al abrir las compuertas de las presas, el agua fluye río abajo hasta llegar a los poblados que tienen el derecho de extraer cierta cantidad. Cada grupo de usuarios tiene su cuota, pero como el agua viene contaminada no se puede usar para regar hortalizas, aunque a veces lo hacen por necesidad. A lo largo de la orilla se ven varias mangueras metidas en el río. Después de todo, es fácil equipar un tractor con una bomba y meter una manguera en el Lerma. En los últimos 50 años creció el número de agricultores y ahora hay menos agua para repartir.

La presión sobre el recurso es palpable. “La situación nos está llevando a enfrentamientos entre nosotros”, indica Solorio. “La gente tiene necesidad. Mienten los anuncios en radio y televisión que dicen que hay apoyo al campo”.

Los agricultores de hortalizas usan pozos profundos y sistemas de riego por goteo que requieren de fuerte inversión. Un pozo de 100 metros cuesta cerca de 1 millón de pesos. Para los agricultores de granos, invertir en un sistema de riego por goteo que cuesta 5,000 pesos por hectárea, no es práctico, pues no saben cuál será el precio de su cosecha.

“En granos hay muy poco margen”, explica Benjamín Villaseñor, quien desde hace 20 años vende sistemas de riego en La Piedad. “Por eso no conviene a los agricultores de granos comprar sistemas de riego por goteo sin apoyos”.

Por otra parte, los mantos acuíferos en el Bajío están sobreexplotados. Aunque cada pozo tiene un medidor y una cuota asignada por la Conagua, muchos creen que la Comisión no vigila que los agricultores respeten las cuotas.

Villaseñor prevé un futuro incierto, con presiones no sólo para los agricultores de granos, que dependen de las presas, sino también para los de hortalizas con sus pozos, sistemas de riego e invernaderos.

El agotamiento de los mantos acuíferos plantea opciones difíciles: el bombeo se volvería incosteable y muchos tendrían que abandonar la siembra; o bien, la Conagua tendría que obligar a los campesinos a respetar las cuotas, lo que generaría tensiones sociales.

Para David López, subsecretario de Riego de Guanajuato, la solución es tecnificar el campo. Pero las tuberías, compuertas, sistemas de riego e invernaderos sólo pueden costearlos los agricultores de hortalizas que tienen pozos.

Para agricultores como Solorio, la idea de hacer un pozo profundo y cambiar de granos a hortalizas es un sueño irrealizable. Las fluctuaciones de precios le impiden planear y la falta de apoyos lo irrita.

“El campo agoniza. Me gustaría que los políticos, que dicen que el campo mejora, se entrevistaran conmigo porque les diría que son unas chachalacas”, dice Solorio.

EL SALTO
Espuma ‘tóxica’
En el Valle de Atemajac, asiento geográfico de Guadalajara, la segunda zona metropolitana del país, con 4.1 millones de habitantes, el río se transforma.

En el sur del Valle, el Lerma llega al lago de Chapala, fuente de 58% del agua potable de la Zona Metropolitana de Guadalajara, y al reanudar su curso cambia su nombre por el de Santiago.

En el norte, la Barranca de Huentitán, área de gran riqueza biológica, recibe las aguas del río Santiago, contaminadas por la industria de la ciudad. Incluso, en un tramo de 40 kilómetros antes de Guadalajara, parece una cloaca industrial, espumosa y tóxica.

En enero pasado, Miguel Ángel López, un niño de ocho años, cayó en el río Santiago, cerca de El Salto, una bella cascada rodeada por una planta hidroeléctrica y una fábrica textil. A los pocos días murió.

La causa de su muerte es controversial. Un reporte médico estableció la septicemia como causa principal, mientras que otro sugirió el envenenamiento por metales pesados.

“La contaminación es una tragedia”, dice Maribel García, vecina del lugar. En temporada de lluvias, el viento arrastra la espuma sobre las casas, junto a la cascada. La espuma, cuentan los vecinos, quema la piel. Varios se han mudado por sus niños, pero García no puede, por falta de recursos.

Jalisco trata 83% de las aguas que llegan al lago de Chapala por el Lerma; en cambio, sólo trata 3% de las aguas que salen al río Santiago, según Héctor Castañeda, coordinador de Cuencas de la Comisión de Agua de Jalisco.

El gobierno estatal propone una solución drástica: construir una presa gigante en la Barranca de Huentitán, zona de conservación ecológica. Además, quiere instalar dos plantas de tratamiento para las aguas residuales de Guadalajara y limpiar así el río Santiago. Sólo en esta obra invertirán 2,880 millones de pesos.

Esta presa sería una fuente de agua potable para la ciudad, por medio de una planta potabilizadora, y una fuente de energía hidroeléctrica. La licitación de la primera planta estaba prevista para junio.

“El trasfondo de este plan es la autosuficiencia de Guadalajara en materia de agua”, indica Castañeda. El balance es claro: por un lado, la ciudad necesita garantizar su abasto del vital líquido y usarla en forma más eficiente; por otro, la megaobra tendrá un costo económico y ecológico que cambiará el Valle de Atemajac por generaciones.

En tanto, el sistema potabilizador de Guadalajara considera al lago de Chapala una fuente confiable y barata de agua. Aun en 2002, cuando el lago se encogió casi un kilómetro, no disminuyó la cantidad de líquido, pues cuenta con un sistema de bombeo. Diluye los contaminantes que entran por el Lerma y, según el gobierno, los municipios aledaños tienen plantas de saneamiento en operación. Pero no siempre fue así. Las plantas, inauguradas con fanfarrias, estuvieron sin funcionar por un tiempo. Los ayuntamientos no tenían personal capacitado para manejarlas y se espantaron con la factura de electricidad que les llegó. “Después de recibir las primeras cuentas de luz, dejaron de pagar y apagaron la planta”, comenta Castañeda. “Pero eso está resuelto. Queremos que los municipios paguen lo mismo en electricidad que los agricultores cuando bombean agua para riego”. Pero la Secretaría de Hacienda rechaza la propuesta.

Saneamiento que no llega
Historias terribles hay muchas a lo largo del cauce del Lerma: aguas negras, escasez, niños y adultos enfermos. Pero son también síntomas de problemas más profundos. Uno de ellos es el hábito de gobiernos, industrias y agricultores de tomar lo que necesitan sin retribuir a las comunidades ribereñas, quienes se adaptan a las circunstancias. Contaminar no cuesta nada, mientras tanto, los ribereños pagan el precio. Están conscientes de ello y lo resienten.

Más preocupante es el fragmentado sistema de administración del agua. La Conagua, las comisiones de cuenca, los consejos locales, los gobiernos municipales y estatales, entre otras instancias, conforman una red regulatoria confusa, e ineficaz. Luego de 20 años de costosos intentos y varios esfuerzos de saneamiento del Lerma, los avances han sido mínimos. Mientras tanto, los problemas se agudizan.

“Quisiera proponer una reforma hídrica”, dice Polióptero Martínez, director del Instituto Mexicano de Tecnología del Agua (IMTA), el brazo investigador de la Conagua.

En Lerma, entre las ciénagas y árboles muertos, todavía se ven vestigios del paisaje espléndido que, en su tiempo, atrajo patos migratorios. En La Piedad aún se pueden ver tortugas nadando en la suciedad. En el largo plazo, el río seguirá alimentando a las comunidades ribereñas. La capacidad de la naturaleza para adaptarse y recuperarse parece no tener límites. Pero si los gobiernos y las empresas no aprenden de su ejemplo y cambian, serán los próximos en fracasar.

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