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La FIL, una fiesta de egos

Más de 1,600 editoriales se disputan la atención de los asistentes a 35,000 metros cuadrados; este año el alboroto lo provocan Carlos Fuentes, Lydia Cacho, Quino y el actor Diego Luna.
jue 04 diciembre 2008 06:00 AM
En la FIL de Guadalajara, Carlos Cuarón y Diego Luna present
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La Feria Internacional del Libro (FIL), que convierte a la ciudad tapatía en la capital de la industria editorial durante una semana, es un organismo vivo: respira, se despereza, crece, se alimenta, sale a la superficie y luego vuelve a sumergirse, como ese tiburón ballena que Collodi inventó para Pinocho (personaje que también anda en la FIL, pues Italia es el país invitado). Son 35 mil metros cuadrados con más de 1,600 editoriales acampadas en los pasillos y más de medio millar de visitantes en promedio. Puro frenesí. Los medios, representados por muchos cientos de reporteros, editores, camarógrafos y similares, se reparten el suculento pastel de autores, artistas e intelectuales.

Este año, el alboroto lo provocan nombres como el de Carlos Fuentes, Antonio Lobo Antunes, Fernando Savater, Lydia Cacho, Pérez Reverte, Valerio Mássimo Manfredi, Quino (creador de Mafalda) o incluso el actor Diego Luna.

La FIL es también una fabulosa fiesta de egos, donde el éxito se mide por el tamaño del stand y la fama de los autores contratados (en el caso de las editoriales), el público que asiste a la presentación o la cantidad de entrevistas y flashes (en el caso de los escritores).

Luego está, también, esa otra FIL: la de las pequeñas editoriales que pasan inadvertidas pese a rebosar calidad, la de libros insólitos que no son reseñados por sabe dios qué causa, la de escritores que no necesitan séquito ni estrado (año con año he visto a Jorge Volpi recorriendo solo los pasillos, curioseando los libros y abrumado por el tamaño de la Feria como cualquier visitante, sin hacerse notar pese a tanto premio y reconocimiento).

A veces hay descubrimientos gozosos, como el discreto libro Haiku-dô de Vicente Haya, que ayer, entre tanto barullo, parecía nadar a contracorriente. La modestia de la poesía japonesa y del autor destacaban entre el río revuelto de la FIL bajo la premisa de la “extinción de la vanidad” y del “despertar de la autenticidad.”

Haya comenta y traduce -directamente del japonés al español, una hazaña en un mundo donde imperan las traducciones de segunda mano- una poesía sin pretensiones, sin metáforas, sin florituras, que exige la desaparición del “ego”, del “yo”, justo lo que la FIL encumbra.

Si el primer requisito del haiku, como apunta Haya, es vaciarte de ti mismo para poder sentir el asombro de lo que sucede en el mundo, pocos estarán entrenados para su lectura.

Pero la FIL puede ayudarnos –a su manera- con ese ejercicio, pues las cosas sencillas resplandecen precisamente allí donde el adorno y la afectación abundan.

La FIL nos deja ser niños otra vez y admirarnos de las cosas que guarda la barriga del tiburón (aunque ante los precios de los libros nos quedemos, gracias a esta crisis, como niños sin juguete).

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