El dolor y el miedo acaparan la vida de las familias refugiadas en Siria
Con el cabello oscuro y envuelta en una cobija blanca, Fatime es una bebé nacida hace 24 horas que representa una imagen de inocencia en los brazos de su abuela. Pero el mundo en el que ha nacido es todo menos inocente.
Su madre la parió en un refugio improvisado en la sitiada ciudad siria de Homs, el centro de la sublevación contra el régimen del presidente Bachar al Asad. Su madre, de 19 años, no tiene analgésicos y no pudo dormir tras dar a luz, comentó, aún con un dolor insoportable.
El padre de Fatime no sabe que su hija ha nacido. Hace un mes, salió de la fábrica de corte de madera, la cual se ha convertido en un búnker improvisado. Fue a por provisiones y no ha podido regresar, dice su esposa.
Puede que el padre de Fatime todavía esté vivo para verla, pero dos tíos abuelos ya no podrán hacerlo, dice su abuela. Ambos hombres fueron detenidos y devueltos como cadáveres mutilados. Mientras describe lo que le pasó a uno de sus hermanos, con voz temblorosa, la abuela toma su cabeza, envuelta en un velo negro, y la tuerce como para insinuar que su cuello está roto.
Muestra una fotografía del cuerpo maltratado de su otro hermano, con el horrible estado del cadáver. La bebé Fatime es uno de los al menos dos decenas de niños que se albergan junto con madres, abuelas y otros familiares en este refugio improvisado en el barrio de Baba Amr, en Homs. Las fuerzas gubernamentales han bombardeado Homs desde principios de febrero. Las familias que están en el refugio han encontrado una seguridad relativa, aunque poca comodidad.
“No dormimos por las noches, ni durante el día”, dice una madre a gritos, vestida de negro de la cabeza hasta los pies, con su rostro cubierto con un niqab, un velo islámico que sólo deja ver los ojos.
“Los niños siempre están llorando; las bombas caen”, se lamenta, mientras mueve los brazos para hacer énfasis en los bombardeos. Se acurrucan en la cercana oscuridad, algunos cubriéndose el rostro mientras me hablan, temerosos de perder más de lo que ya han perdido si el gobierno se entera de quiénes son. El cuarto está lleno de interminables historias de muerte y desesperación.
Una mujer dice que su hijo se encuentra detenido desde finales de agosto, otra, que agarraron al suyo hace mes y medio. Safaa explica que su hermano y su esposo fueron asesinados cuando una bala entró en su casa hace 10 días, pero no se puede detener a llorar. “Tengo que seguir adelante”, asegura. “Tengo que vivir para mis hijos”.
“Mi marido murió en el primer día de los bombardeos. No me permitieron ver su cuerpo; quedó hecho añicos. Su sangre todavía está en las calles”, dice Umm Khidir, una de las madres.
Aunque ahora su atención se centra en su hijo. Dice que el pequeño está enfermo y con fiebre, y que no hay medicamento. “Sigue llorando y diciendo, ‘quiero a papi, quiero a papi’. No puedo traer a su papi de vuelta”, comenta, reclamando saber por qué el mundo no viene a ayudarlos. “¿Qué espera el mundo? ¿A que muramos de hambre y miedo?”
Las familias en el refugio sobreviven con una dieta de arroz y lentejas tomados de un cercano almacén del gobierno, pero las provisiones se están acabando.