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OPINIÓN: La supervivencia del PRI, una cuestión de edad

En un país donde el pasado es prólogo y los muertos a menudo reviven, este partido octagenario está ante el reto de reinventarse por primera vez, y de no hacerlo, ver si sobrevive.
sáb 04 marzo 2017 06:00 AM
PRI
PRI La ausencia de un buen candidato presidencial, libre de los fantasmas del partido, y la creciente división interna en torno al presidente Enrique Peña Nieto y su decadente popularidad, los obstáculos para el PRI rumbo al 2018. (Foto: John Moore/Getty Images)

Nota del editor: Pablo Majluf es periodista egresado del Tecnológico de Monterrey y maestro en comunicación y cultura por la Universidad de Sydney, Australia. Es coordinador de comunicación digital del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) y profesor de comunicación y periodismo en el Tecnológico de Monterrey. Puedes seguirlo en Twitter como @pablo_majluf . Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas del autor.

(Expansión) — El PRI cumple 88 años. El aniversario carecería de interés noticioso si no fuera porque ocurre en una de las peores crisis del partido en su historia, en la antesala de la elección de su bastión tradicional –el Estado de México, en serio riesgo por vez primera–, y de la presidencia de la República el próximo año, para la cual no tiene claro contendiente.

Hablemos de edad. Se trata de un partido anacrónico por triple partida. Primero, en la trama de la política mundial. Si un partido mexicano encarna esa forma de política que hoy tiene desencantado –para bien o mal– al mundo, es el PRI, emblema de la institucionalidad arcaica, portaestandarte de los protocolos acartonados, adalid de la política cerrada y subrepticia.

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Ante la sed de transparencia, ante el repudio general al político vetusto, ante la urgencia de vigor y la necesidad de redefinir el espectro izquierda-derecha, el PRI ofrece los mismos valores –con mínimos maquillajes, vendidos como reinvenciones enteras– que le dieron vida: una política vertical, autoritaria, exclusiva y corporativa (sobretodo en su interior); una dialéctica unilateral e impuesta; escaso humor y sobradas pifias.

Ahí reside su segundo problema: la inamovible, indisoluble, indisociable reputación –bien merecida– de corrupto. Si un tema está y estará en la agenda electoral mexicana por unos buenos años es la corrupción, y quién materializa más este vicio cívico que el mismo partido que lo institucionalizó y lo volvió el lubricante de la maquinaria –toda una forma de organización social y política– durante el siglo XX, y que, a los ojos de las nuevas generaciones, no titubearía en restaurarlo de ser posible.

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Aun si concediéramos que la corrupción sistémica –de partido hegemónico, quiero decir– es cosa del pasado, a la luz de qué teoría podríamos explicarle a los nuevos mexicanos la podredumbre –ya no solo política, sino moral– que trajeron los neófitos del PRI al incipiente siglo XXI: cómo excusar sus “nuevas filas” cuando han sido excelentes aprendices del pasado, cuando todo confirma que vienen de ahí, como extrañas mutaciones del Jurásico.

Y si los jóvenes no se van con la finta, el PRI tiene un tercer problema en lo que respecta a su edad: que la mayoría de sus electores no solo son viejos, sino poco educados. Así, el PRI lucha, en el tiempo, contra una demografía cambiante. El elector ignorante e ingenuo –blanco perfecto del paternalismo asistencialista–, abre paso natural (así es la civilización) al joven educado, al disidente conectado, al mexicano internacional: el elector del siglo XXI, un cosmopolita. Por eso el PRI hoy tiene menos votos que hace 20 años, en el crepúsculo de su hegemonía. ¿Conoce usted hoy a un joven –excepto los prefabricados PRIennials– que sienta una mínima afinidad con el partido de las efigies vitalicias: los presidentes imperiales, los líderes sindicales, los empresarios artificiales y el nepotismo de licenciados con corbata? Hoy el PRI apenas sueña con un 25% de voto nacional (30% en el mejor de los casos, si tomamos en cuenta sus partidos satélite, aunque esos a la larga agravan la reputación).

A este sombrío panorama, se suman tres adversidades coyunturales: la posible pérdida de su principal baluarte –el Estado de México–, donde se espera una de las elecciones más reñidas en la historia, y cuya derrota bien podría significar el fin del PRI como lo conocemos; la ausencia de un buen candidato presidencial, libre de los mencionados fantasmas, y la creciente división interna en torno al presidente Enrique Peña Nieto y su decadente popularidad .

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Pero, para guardar objetividad, he de ponerle al menos unas velitas al pastel. Los otros partidos no precisamente son dignas distinciones: el PAN también es viejo, insignia del interregno fallido y de la temprana desilusión con la democracia; la izquierda –en su modalidad partidista– es apenas una escisión escandalosa del PRI, desprovista de identidad, a la sombra de figuras siempre enamoradas del pasado. Así, ningún partido supera el 30-35% del voto. Pero en un país donde el pasado es prólogo y los muertos a menudo reviven, es incauto descartar al hijo de aquella Revolución.

Jamás se ha reinventado (es un mito de relaciones públicas), pero sí ha sabido –menos por convicción propia que por sentido de supervivencia– acomodarse a los tiempos. Hoy los tiempos son imperantes y el futuro parece irreversible, veremos si este viejo partido se reinventa por primera vez, y de no hacerlo, si sobrevive. Pero eso, en todo caso, depende de los electores.

Consulta más información sobre este y otros temas en el canal Opinión

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