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OPINIÓN: Mi encuentro con ISIS

Tras el último atentado de ISIS en Gran Bretaña, el periodista Jeffrey Gettleman trae a la memoria el cautiverio que vivió en 2004 en Iraq, bajo las armas del incipiente grupo terrorista.
dom 11 junio 2017 07:00 AM
Extremismo islámico
Extremismo islámico Una imagen del líder de ISIS, Abu Bakr al-Baghdadi, es quemada durante una protesta contra el grupo extremista. (Foto: PRAKASH SINGH/AFP)

Nota del editor: Jeffrey Gettleman es el jefe de la oficina de África Oriental del New York Times. Su nueva memoria, Love, Africa, de la cual abreva este artículo, fue publicada este mes. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas de su autor.

(CNN) — Hace varios años, cuando era un joven reportero desesperado por probarme, me encontré manejando por una carretera hacia Falluja. Era 2004, cuando Iraq comenzaba su caída en el caos. Un escuadrón de la marina estadounidense acababa de sucumbir y yo estaba ansioso por obtener la historia. Era nuevo en el New York Times y tomé lo que ahora veo como un riesgo estúpido.

Se suponía que el camino estaba despejado. Pero cuando la carretera dobló hacia la izquierda, una furgoneta azul disparó hacia nuestra dirección y se detuvo a 15 metros frente a nosotros, cortándonos el camino. Nuestro conductor pisó el freno. Nos salimos de la carretera, y cuando nos detuvimos, con el polvo aún en el aire, estábamos rodeados por decenas de hombres armados y enmascarados.

“¡Estamos muertos, estamos muertos!”, gritó una colega sentada a mi lado en el asiento trasero. Sentí cómo me clavaba las uñas en el brazo.

Aparecieron más hombres armados en la carretera, sosteniendo rifles de asalto, ametralladoras y lanzagranadas. Nuestro vehículo era a prueba de balas, pero no tanto, y cuando 20 hombres enmascarados te rodean, golpeando tu ventana con las puntas de sus rifles, todo lo que puedes pensar es cómo terminará esto.

¿Te dispararán o te decapitarán? ¿Te quemarán vivo? ¿Quién encontrará tu cuerpo?

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Salí del coche.

Un tenso pistolero alzó una ametralladora hasta su hombro y la apuntó a mi pecho.

Clic.

Quitó el seguro, cerró un ojo y miró por el cilindro. Ni siquiera me molesté en levantar las manos. No sentía mi pulso martilleando en mi cuello. No sentí nada. Ese momento era el eje quieto de mi vida. Miré más allá del pistolero, hacia el cielo metálico.

Estaba a punto de morir.

Al ver las noticias de Manchester la semana pasada, el pánico y la impotencia que sentí ese día hace más de una década me viene de nuevo. Los terroristas que me capturaron en Iraq no estaban simplemente en ISIS: ellos lo fundaron. ISIS comenzó en Falluja en 2004, especializado en coches bomba y ataques contra las fuerzas estadounidenses, y ahora controla territorios a lo largo de Oriente Medio.

Más peligrosamente, controla mentes en todo el mundo. Salman Abedi, el joven británico que mató a 22 personas en el atentado suicida de Manchester, parece haber sido un adoctrinado seguidor de ISIS que se había desilusionado con su vida en Inglaterra.

Los periodistas no deben mentir. Pero ese día de 2004 una mentira me salvó la vida. He sobrevivido a muchas situaciones difíciles, especialmente en África Oriental, donde he cubierto guerras durante la última década, pero nunca volví a experimentar la total desesperanza que sentí al caer en manos de terroristas.

Cuando los pistoleros nos llevaron, alcancé mi bolsillo delantero, tomé mi pasaporte y se lo pasé a mi colega, y sin mediar palabra lo metió en la parte delantera de sus vaqueros. Yo rezaba porque nuestros captores tuvieran algunos modales y no la cachearan, al menos no allí. Pasamos por una pequeña ciudad, con pistoleros por todas partes, y cuando nos detuvimos en un pequeño garaje, comenzó mi interrogatorio.

Tenía 20 hombres encapuchados con las bocas de sus rifles a tres pulgadas de mi cara, gritando preguntas en una mezcla de árabe y mal inglés.

¡Qué haces aquí! ¡Por qué viniste! ¡Quien te envió!

Pero con más urgencia, los pistoleros querían saber una cosa:

¿Eres estadounidense?

Lo soy. Ese pasaporte en los pantalones de mi colega era un pasaporte estadounidense.

Pero yo sabía que me matarían si lo decía, ahí fue cuando dejé caer mi mentira.

"¿Estadounidense?" -preguntaron de nuevo.

"No”, dije.

"¿De dónde?"

"Soy griego".

"¿Griego?"

"Sí". Y repetí con un poco más de confianza. "Griego".

Tengo diferentes nacionalidades y etnicidades mezcladas en mi sangre -soy básicamente un mestizo europeo- pero ninguna de mis ascendencias es griega. Lo inventé y lo dije en el acto. Supuse que ninguno de los pistoleros hablaría griego. Y Grecia tiene un equipo de futbol bastante bueno y yo sabía que los iraquíes aman el futbol.

Durante las siguientes horas, mentí, con las armas apuntándome en la cara. Y uno de los pasatiempos más agotadores del mundo es mentir con cañones en la cara.

Justo cuando estaba a punto de perder el norte, un hombre robusto y barbudo entró en la habitación donde estaba siendo interrogado. Todos los pistoleros se levantaron respetuosamente. A diferencia de los demás, el hombre no cubría su rostro con una bufanda. Sus ojos miraron profundamente los míos. Inmediatamente transmitió una vibra más grave y potencialmente siniestra. Más tarde, supe que era el líder de la célula terrorista (los términos "terrorista" e "insurgente" pueden ser intercambiables, pero los combatientes de la resistencia en esa parte de Iraq estaban plantando bombas y masacrando civiles, así que no creo que "terrorista" sea exagerado). Una vez más, me preguntó de dónde era e, increíblemente, parecía satisfecho con mi recién descubierto helenismo.

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¿Qué averigüé de mis pocas horas atrapado detrás de las líneas enemigas? Está claro que no hice entrevistas ni tomé notas. Puedo decir, sin embargo, que estos hombres eran organizados, serios y apasionados. Afortunadamente, también eran sensatos.

Distintos al ISIS actual que se regocija de matar inocentes, incluso niños, mis captores parecían tener cierto respeto por la vida humana o seguramente nos habrían disparado en el acto. No sé qué explica eso. Mi conjetura es que conforme las guerras se prolongan, se ponen más feas. Se abandonan las pocas reglas que había al principio. Estos terroristas apenas estaban comenzando su largo y violento camino y no se habían endurecido contra todos los occidentales, de allí que me permitieran vivir por ser griego.

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Cuando el sol estaba a punto de ponerse, los pistoleros nos dijeron que podíamos irnos. Volvimos a Bagdad en silencio. Cuando llegamos a la oficina del Times, todo nuestro personal iraquí estaba de pie en el jardín, esperándonos. Uno tras otro, los guardias, los cocineros, los otros conductores y los traductores -alrededor de dos docenas de personas, la mayoría de los cuales difícilmente sonreía- me abrazaron con los ojos cerrados, sacudidos por sollozos. Me miraron como si acabara de regresar de entre los muertos.

Cuando finalmente regresé a mi habitación, solo, no me sentía exultante de estar vivo. Me sentí tremendamente vacío.

Consulta más información sobre este y otros temas en el canal Opinión

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