La vida en vilo después del temblor
Hace un mes, los habitantes de la unidad multifamiliar Tlalpan festejaron los 60 años de vida de la construcción. Hoy, viven en vilo.
“Hubo baile, comida, se puso bueno”, cuenta Martha sentada en una banquita.
Ella y su hija Georgina resguardan su departamento, desde un albergue y centro de acopio que se instaló en el parque que está frente a su vivienda.
“Es ése, el de la bandera en el balcón, el del penúltimo piso. Nos han ofrecido que vayamos a otros albergues, pero hubo saqueos, mi abuelita y mi hermano están con una tía, nosotras, mi mamá y yo decidimos quedarnos”, cuenta Georgina.
Alrededor de Georgina y Martha hay 25 pequeñas casas de campaña más. En la otra mitad de la cancha hay una cadena de personas separando víveres: agua, papel higiénico, comida en lata, croquetas para perro.
La mayor preocupación de Georgina es que el edificio donde ella y su hermana, hermano, abuela, madre y canarios viven, deje de ser habitable, “que caiga por efecto domino, nuestro edificio está a sólo unos metros del que se derrumbó. Por eso estamos aquí, nos desalojaron”, cuenta.
Con el terremo de 7.1 grados del pasado 19 de septiembre. El edificio central de la unidad, de cinco pisos, 40 departamentos y oficinas administrativas, se derrumbó en sólo segundos, cuenta Martha.
José, taxista y vecino de Georgina, tiene la misma preocupación que ella.
“Tenemos donde quedarnos con familia, pero ya sabe el dicho, el muerto y el arrimado a los tres días apesta”, dice José, quien también prefirió quedarse en ese albergue, en compañía de su hijo, nuera, hija, esposa y seis perros.
Alrededor siguen transportándose los víveres. Rescatistas y voluntarios suben y bajan por un puente peatonal con picos y palas, siguen los trabajos por encontrar personas con vida en el edificio que cayó. Un cielo nublado anuncia la lluvia que está por caer.
“Ya vamos a poner las lonas, ya va llover. ¿Están bien?, ¿qué les hace falta?, ¿ya tienen cepillo de dientes?, tengan”, dice una voluntaria a José quien toma el cepillo y agradece. “Ahí viene mi esposa, viene de una junta”, detalla.
Rocío, quien trabaja haciendo limpieza en una casa hogar, llega confundida. La junta era para informarles avances sobre la revisión del edificio, si podían habitarlo, pero no hubo tal, “no nos dicen nada, de menos estamos aquí cerca”, cuenta resignada.
Sin ingresos
Ale, el hijo de José y Rocío, luce agotado, los seis perros de la familia que descansan a sus pies, también.
El día del temblor, fue su día de descanso, pocas horas después de que la tierra se agitó, un compañero de su trabajo le habló para decirle que el restaurante donde trabaja no abriría y que serían varios días.
“Esos días no los van a pagar. Gano 100 pesos al día que uso para comida, para ir a la prepa, para transporte. Lo mismo con mi mamá que desde ayer no trabaja, y mi papá que tiene detenido el taxi”, cuenta.
Martha recibe al día un pago de 80 pesos, mientras que José saca de 200 a 250 pesos en el taxi.
“Ya de por sí uno vive al día, y ahora esto. Comida y agua no nos ha faltado, aquí nos han tratado muy bien”, cuenta Rocío, quien tiene fe en habitar de nuevo el departamento que su mamá le dejó.
Afuera del albergue, a menos de un kilómetro, rescatistas, voluntarios y personal de seguridad piden silencio, aún hay personas por sacar de los escombros.