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Lo que la epidemia no se llevó

Manuel J. Molano calcula que el costo de no actuar contra la influenza podría alcanzar 57% del PIB; el director general adjunto del IMCO dice que el gobierno no actuó injustificada ni exageradamente.
dom 31 mayo 2009 06:00 AM

La vida tiene un valor infinito. Lamentablemente, cuando se trata de salvar vidas, los recursos no son infinitos y entonces tenemos que asignar un valor estadístico a la vida. Quizá este pensamiento fue el que llevó al gobierno mexicano a finales de abril a paralizar las actividades en el DF y escuelas en todo el territorio nacional para evitar millones de contagios y muertes por el virus de la influenza.

Gary Becker y Richard Posner, dos connotados economistas, escribieron recientemente en su blog que el valor promedio de la vida de un estadounidense común es de 5 millones de dólares. ¿Cómo lo saben? Su análisis sostiene que un estadounidense está dispuesto a gastar 500 dólares por reducir en un diezmilésimo la probabilidad de morir prematuramente.

Ajustando por ingreso per cápita, con el mismo método, el valor estadístico de la vida de un mexicano es de 850,000 dólares, ya que su ingreso per cápita equivale aproximadamente a 17% del de un estadounidense.

Este número puede parecer alto, pero hay que considerar que, al morir, un mexicano joven dejará de cuidar hijos, trabajar, pagar impuestos, consumir, ahorrar e invertir por los próximos 30 a 50 años.

No es descabellado pensar que el valor presente de todo esto sea cercano a 850,000 dólares. Estos números indican que por cada 10,000 defunciones en una epidemia se destruye capital humano por un valor equivalente a un punto del PIB. ¿Cuántos mexicanos pueden morir en una pandemia de influenza? Si dicha pandemia no es contenida y tiene la virulencia de la mal llamada gripe española de 1918, puede quitarle la vida a 0.5% de la población del país.

El problema que enfrentan quienes toman las decisiones y diseñan las medidas preventivas y de contención es que la mortalidad asociada a un nuevo virus no se puede conocer.

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Por ello es preferible tomar medidas de contención antes de que la epidemia se esparza. Si no se frena, los costos asociados a la epidemia crecen exponencialmente.

Cuando el sistema de salud vio que un grupo de población inusual (de 20 a 50 años de edad) se estaba enfermando y muriendo de influenza fuera de temporada, se activó una alerta temprana, la cual podría haberse dado a inicios de abril y no a finales, si se hubieran tomado muestras de Édgar, el niño veracruzano presunto paciente cero. No obstante, la alerta se dio todo lo rápido que permitió el sistema de salud. Si el gobierno hubiera esperado un número alarmante de muertos antes de actuar, ya hubiera sido demasiado tarde.

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El costo de no actuar
Para medir las consecuencias y los costos que hubiera tenido el no actuar en la forma que lo hizo el gobierno federal, en el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) analizamos algunos escenarios haciendo uso de un robot virtual que se comporta como el virus y mientras va contagiando, va pintando de rojo un mapa con la población del mundo.

El modelo considera la evolución semanal de la epidemia en aeropuertos, transportes y en poblaciones de más de 86,000 habitantes.

En el experimento de pandemia severa, contemplaron dos escenarios en los que el llamado paciente cero se ubica en un centro geográfico determinado. En ambos escenarios mueren 25 personas por cada 1,000 que se contagian (igual que en 1918): en el primero, la epidemia se propagaba sin ningún tipo de control. En las primeras cinco semanas hubieran muerto en el país medio millón de personas. 

Dado el valor estadístico de cada vida, y suponiendo una virulencia equivalente a la de la gripe de 1918, eso implica una destrucción de capital humano equivalente a 57% del PIB anual. Cuando este experimento se modera por medidas de control y distanciamiento social (medidas preventivas o vacunas) que detenían la reproducción del virus, 43,000 mexicanos hubieran perdido la vida y el valor económico sería el equivalente a 4.5 puntos del PIB.

En el experimento de severidad moderada, con una virulencia parecida a la de 1968, muere una de cada 3,500 personas. La pandemia experimental destruye capital humano equivalente a 0.7-2.9% del PIB, entre 7,000 y 23,000 muertos.

Estamos suponiendo que la campaña de prevención es tres veces más eficaz que el virus. Una campaña 10 veces más eficaz que el virus estabiliza las defunciones en 950. Ello implica vacunar, distanciar y ponerle tapaboca a 100% de la población, lo cual es muy difícil; sin embargo, se gana tiempo.

En la contabilidad nacional, no necesariamente aparecerán estas pérdidas. El PIB es un flujo anual, mientras que el capital humano es un activo (un stock) que se pierde. Lo que se daña es la capacidad de la economía para generar producción anual que se traduzca en crecimiento.

Usualmente, la gente más pobre es la que enfrenta los mayores costos en este tipo de epidemias. Su alimentación es deficiente; se automedican; viven y se transportan en condiciones de hacinamiento; no cuentan con los recursos financieros para pagar atención médica expedita en el sistema privado de salud, que está menos saturado que el público.

A pesar de la estrategia de aislamiento para contener la epidemia, las zonas geográficas más pobladas son más susceptibles. No es casual que en el Estado de México la incidencia de la epidemia haya sido más alta, o que los chinos estén aterrados por lo que la pandemia puede implicar para ellos.

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Un nuevo modelo de salud
La acción de los gobiernos federal y estatales no fue injustificada o exagerada. De hecho, este tema es el único que no generó disensos graves entre el presidente Felipe Calderón y el jefe del gobierno de la Ciudad de México, Marcelo Ebrard. Pero también nos sugiere algunos puntos para la agenda de políticas públicas de aquí en adelante.

Un primer punto de atención es la política territorial de hacinamiento y alta concentración de la población como riesgo sanitario. Por ello, debemos impulsar redes de comunicaciones y transportes baratas y eficientes que permitan dispersar a la gente, para evitar este tipo de calamidades.

Ello implica una nueva cultura de trabajo que permita laborar desde casa y usar adelantos como la videoconferencia.

También, esta pandemia revela los grandes defectos existentes en nuestro sistema de salud pública. La dispersión y la duplicidad de los servicios públicos federales y estatales hacen difícil establecer protocolos uniformes para atender enfermos y proporcionar estadísticas. La relativa independencia del sector médico privado también genera dificultades de este tipo. Por ello, el Estado deberá concentrarse más en la regulación de servicios médicos, será importante reunificar el sistema público de salud, y la seguridad social deberá apoyarse en los sistemas privados para afianzar una cobertura de la totalidad de la población.

Si el H1N1 hubiera matado a medio millón de mexicanos, el acervo nacional de un millón de dosis de antivirales (Tamiflu) para combatir esta enfermedad parece ser adecuado. El reto está en encontrar a los que potencialmente pueden morirse. Sin embargo, las medidas correctivas como un antiviral son potencialmente más costosas que las medidas preventivas, ya que implican la interacción del individuo con el sistema de salud, y su probable hospitalización.

Las vacunas genéricas para la influenza que recibieron niños y personas de edad avanzada podrían haber tenido un efecto beneficioso en ellos, a pesar de no estar diseñadas para esta cepa; ello podría explicar que en esos grupos, la incidencia no haya sido tan alta y muestra que las medidas preventivas deben extenderse al grupo de edad de 20 a 50 años.

Este grupo representa también a la gente en edad productiva. Los daños económicos por perder a parte de este segmento pueden ser catastróficos.

Vuelvo al punto inicial: el valor de cada vida es infinito. Aunque los costos de contención de esta epidemia nos parezcan altos, nunca serán tan altos como el costo evitado de perder a un número importante de mexicanos.

El autor es director general adjunto del IMCO.

 

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