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Industria Librera <br>El llano sigue en

El mercado de lectores mexicanos es todavía un gran desierto que se disputan los editores de libros
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

La literatura —aun la mejor— y el éxito económico son dos visitantes caprichosos que rara vez coinciden en la misma casa. En igual siglo y a sólo unos países de distancia, William Shakespeare recibía jugosas ganancias por escribir y actuar sus propias obras, mientras Miguel de Cervantes recogía impuestos o recolectaba granos para la Armada Invencible, sin conseguir nunca una situación económica boyante.

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Y sin ir tan lejos, cuando el colombiano Gabriel García Márquez llegó a vivir a México sólo cargaba una maleta de ropa y $20 dólares en el bolsillo, situación que no mejoró al terminar -Cien años de soledad. En el momento de escribirla tenía empeñado su auto, le debía $5,000 pesos al dueño de una carnicería, ocho meses de renta al casero e incontables bolsas de azúcar, café, arroz y cajetillas de cigarros al tendero de la esquina. Cuándo quiso enviar por correo el manuscrito a la editorial en Sudamérica, se dio cuenta que no tenía suficiente efectivo, así que sólo mandó la mitad (¡del cual se quedó sin copia!) y al día siguiente, la otra mitad. La novela causó el revuelo que todos conocen y obtuvo tantos premios en dinero que su autor se dio el lujo de rechazar los de aquellas naciones que no le simpatizaban. Hoy día es considerado como uno de los escritores vivos más importantes del siglo y posee casas en diversas ciudades del mundo. Pero es uno de los casos excepcionales entre quién sabe cuántos millones de escritores.

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De todo, en la viña de la literatura
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Existen otras situaciones, como las de Franz Kafka, James Joyce, Fedor Dostoievsky, Honorato de Balzac y un selecto número de escritores, afortunados luego o mucho después de su muerte, pero que en su momento se las vieron negras.

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¿Cuánto necesita un escritor en México para escribir un libro? La mayoría de los novelistas contemporáneos entrega un texto a las editoriales cada dos o tres años. Los poetas pueden tardar más o menos el mismo lapso. Si ninguno de ellos realiza gastos de investigación —viajar a otras ciudades, comprar o fotocopiar libros o documentos, entrevistar personas y visitar archivos—, ni tampoco pretende viajar por gusto, vivir lujosamente, mantener esposa e hijos ni comprar una casa, y sólo se dedica a escribir, debería contar con el dinero necesario para pagar la renta, los servicios esenciales y la comida. Si vive modestamente —con $4,000 pesos al mes—, necesita $144,000 pesos para mantenerse durante los tres años promedio que requiere un trabajo literario.

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De estos gastos, las editoriales le regresan solamente entre $1,000 y $6,000 pesos al momento de firmar el contrato para su publicación y, dependiendo del fracaso o éxito en las ventas, entre $0 y $10,000 pesos al mes por concepto de regalías, hasta que se agote la edición. Si las ventas son afortunadas, el editor propondrá una segunda edición, y mientras el libro siga vendiéndose, seguirá reeditándose y el autor recibirá ingresos proporcionales al número de ventas. Con esta fórmula, autores como Ángeles Mastretta han obtenido hasta $7,000 pesos mensuales desde que publicaron su primer libro.

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Pero, otra vez las excepciones, tanto entre escritores extranjeros como entre mexicanos. Mientras Juan Rulfo, cuando escribía guiones de cine, esperaba a los productores que le debían dinero en las puertas de los estudios cinematográficos, novelistas como Stephen King reciben varios millones de dólares por cada obra y un escritor notable (no consagrado) puede recibir cheques por $20,000 dólares en Estados Unidos sólo por la promesa de entregar su próximo libro a determinada casa editorial.

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En el país, autores como Alfonso Lara Castilla (La búsqueda, Vuelve maestro, ¡Vuelve!), Antonio Velasco Piña (Tlacaelel, Regina y otras) o Carlos Cuauhtémoc Sánchez (Juventud en éxtasis, Un grito desesperado, etcétera) pueden vivir cómodamente gracias a las ventas de sus libros. Si se considera que un autor recibe entre 10 y 15% del precio de venta al público, resulta impresionante que el éxito de los textos de este último lo hayan convertido en uno de los accionistas de la editorial que los publica. El autor ha llegado a cobrar $40,000 pesos por dictar una conferencia en provincia (más boletos de avión y hospedaje para él y su familia), y mandó a imprimir un holograma —irreproducible— en sus últimos libros, a fin de luchar contra las ediciones piratas.

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El misterio de los bestsellers
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Sin embargo, según distintas fuentes, no todo lo que se escribe en el país es literatura, ni tampoco se escribe de la misma manera. Mientras Sánchez tarda algunos meses en hacerlo, el novelista Fernando Del Paso —quien acostumbra publicar una obra cada 10 años— debió ingeniárselas para costear los viajes que, siendo cónsul de México en París, realizó a los castillos, museos y bibliotecas de donde extrajo información para reinventar la locura de Carlota y el México desgarrado entre conservadores y liberales de -Noticias del imperio .

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Por lo tanto, no importa que un escrito —para muchos— no sea literatura; igual puede ser demandado como pan caliente. Así, por ejemplo, la última novela de Carlos Fuentes convive en la lista de los más vendidos con la traducción desechable de un libro de superación personal. Esto se debe, en gran medida, a la labor de otras personas para quienes cualquier libro debe ser traducido al lenguaje más prosaico de los números: los editores. Es en ellos donde, al decir de numerosas fuentes consultadas, radica el verdadero negocio de la literatura mexicana o, en otras palabras, el que la literatura nacional sea o llegue a convertirse en un negocio depende de la eficiencia de estos importantes actores.

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Los libros de mayor venta, y por ende con más cuantiosas utilidades para toda la cadena que los conduce hasta el usuario final, van desde grandes obras de -talentosos autores hasta simples escritos que satisfacen determinadas necesidades en momentos también determinados, pasando por el rescate de libros legendariamente famosos y por nuevas ideas, literarias o no, que se construyen a partir de una demanda del editor. Los primeros son pan comido y las editoriales, en general, se los pelean porque van a la segura; el resto implican un azar y el simple buen ojo del editor para auscultar la realidad de esa parte —ínfima— del país que disfruta de la lectura.

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Así, cuando un editor decide —por cualquiera de las consideraciones señaladas— que un libro tiene posibilidades comerciales, inicia el proceso de capturar, diseñar y corregir las páginas, hacer negativos, imprimir, recortar, refilar, pegar o coser, empastar todo el producto y enviarlo a los distribuidores.

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En todo este trabajo, una editorial promedio puede gastar entre $30,000 y $70,000 pesos para una edición de 2,000 a 5,000 ejemplares. Una inversión de estas dimensiones puede recuperarse en 10 días, como ocurre con una novedad de García Márquez o de Cuauhtémoc Sánchez; en varios meses, como pasa -con Pedro Páramo, Nuevo recuento de poemas o El laberinto de la soledad y otros libros de venta no escandalosa pero sí constante; o casi nunca, en el caso de obras de ensayistas de la talla de Jean-Francois Lyotard o Umberto Eco, que se rematan en $15 pesos varios años después de haber sido publicadas en México.

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Cada cual con su propio cuento
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Por lo que se dijo anteriormente respecto de los libros “editables”, prácticamente cada casa editorial emprende su propio rumbo, distinto, con el fin de absorber una franja determinada del mercado. He aquí las “especialidades”, hasta el momento, de algunas de estas empresas:

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Sin duda, la más tradicional y menos interesada en los autores contemporáneos es Editorial Porrúa. Su colección “Sepan cuántos” —con obras de Homero, Cervan­tes, -Dostoievski, Dumas, entre otros— llenó un vacío escandaloso en la cultura del país, que en 1920 debía importar estos clásicos. Cal y Arena, por su parte, fue señalada a finales de los 80 como la encargada de publicar casi exclusivamente literatura -light (Ángeles Mastretta, Héctor Aguilar Camín, Guadalupe Loaeza, etcétera). Planeta y -Grijalbo, que lo mismo publican literatura light que heavy, libros esotéricos o de autoayuda, a la vez que persiguen a autores como -Laura Esquivel, de éxito comercial reconocido. Siglo XXI, que si bien se dedica principalmente a libros académicos, también publica a -Mario Benedetti o a Eduardo Galeano. Vuelta —extensión de la revista del mismo nombre— ha promovido autores nacionales e internacionales para el lector mexicano (Milan Kundera, Yehudá Amijaí, Juan García Ponce y Fabio Morábito, Carmen Boullosa, entre otros). Joaquín Mortiz y Era son reconocidas tradicionalmente, junto con la anterior, como las que editan la “mejor” literatura -mexicana. Hasta el momento, debido a las exigencias de esta última, publicar allí confiere gran prestigio a los autores.

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Asimismo, un nuevo grupo de editoriales ha comenzado a destacar en el mercado. Ellas son Clío (especializada en libros de historia, biografías de ídolos populares o personajes históricos), Océano (concentrada en novelas o ensayos sobre temas políticos de actualidad, escritos por reconocidos -analistas), Vuelta/Heliópolis (que conjunta buena presentación, autores consagrados y jóvenes promesas), Alfaguara (que busca reunir a los autores consagrados de la generación de Carlos Fuentes y posteriores), Aldus (destacada con mucho por la estupenda calidad de sus ediciones) y Plaza y Janés (cuya estrategia comercial le ha permitido alcanzar varios éxitos de venta).

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Juan Guillermo López, editor de Plaza y Janés, y Rogelio Carvajal, su equivalente en Océano, han -cambiado de manera interesante la propuesta de sus empresas: en lugar de publicar un elevado número de títulos al año —a lo mucho de 3,000 ejemplares cada uno y dividirse los recursos -asignados para promoción—, decidieron reducir su catálogo de autores y quintuplicar la promoción de cada uno de ellos. La fórmula les ha permitido abaratar sus costos de producción, dar a conocer las obras entre un público más amplio y, al presentar los libros de una forma novedosa e insistente, provocar que los lectores se interesen por el libro y lo compren. “La calidad de los autores hace el resto”, señala Carvajal.

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Para que los libros se vendan como pan, hay que tratarlos como -fruta
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Por su parte, López no cree en la máscara de “la pobre víctima” que se colocan ciertos editores. El -responsable de la colección “Alianza Cien” —que editaba clásicos de la literatura universal a $3 pesos— duda que muchos de sus colegas pierdan dinero. “Sería tonto pensar en alguien que se dedica a esta actividad, consciente de que está perdiendo. Nosotros, por ejemplo, que no somos ingenuos ni buscamos hacer labor social, hemos tenido experiencias sensacionales: de pronto los pedidos nos rebasan, no tenemos existencias en bodega y hay que imprimir corriendo”.

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Y aquí aparece otro eslabón de la cadena —el distribuidor—, quien se encarga de hacer llegar el producto a los libreros. Gana 10% sobre el precio de venta al público y es considerado una bendición o un mal necesario, según sea el caso.

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En México existen varios distribuidores que permiten que los libros lleguen hasta los confines más remotos del país. -Desafortunadamente, el porcentaje que cobran, sumado a lo que demandan los libreros por exponer los productos en sus escaparates —30% del precio de venta—, elevan considerablemente los precios finales. De esta manera, si cada libro tiene un costo de $12 pesos al salir de la imprenta, el editor eleva esta cantidad seis o siete veces para, luego de cubrir sus propios gastos y los porcentajes de distribuidores y libreros, obtener ganancias.

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Con estos precios nada tentadores —menos aún ahora—, los vendedores inician su ardua labor. Y no les va muy bien: en México, con menos librerías por persona que Haití, en 1995 muchas se han visto forzadas a cerrar. Sólo las cadenas que llevaban varios años en el país —como las Librerías de Cristal o la Gandhi— resistieron los embates de la crisis.

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Sin duda que esta última —que cuenta con cuatro tiendas en el Distrito Federal y una en Guadalajara— debe su éxito a su estrategia de ventas: en el establecimiento principal, donde también se puede tomar un café o jugar al ajedrez, el público no debe esperar pacientemente a ser atendido frente a un mostrador; los libros se exhiben como fruta, “para que los interesados puedan tocarlos, revisarlos y cachondearlos a su gusto”, según expresa su dueño, Mauricio Achar. Por otro lado, la Gandhi es una de las pocas librerías donde se encuentran las novedades más recientes de México, España y Sudamérica y cuando, al iniciar la crisis, las ediciones españolas ya no podían seguir llegando, el propio Achar se comunicó con los editores extranjeros y sorteó tal situación.

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Por otra parte, la empresa negocia directamente con la mayoría de las editoriales mexicanas para obtener mejores precios por un mayor volumen de libros. Aunado a un pequeño sacrificio en sus propias ganancias por ejemplar, estas tiendas están en condiciones de seguir con sus tentadoras ofertas que el resto de las librerías difícilmente pueden igualar. Así, muchas veces, “cerros de hasta 200bestsellers se pueden agotar en un sólo día —confiesa Achar—. Y entonces pienso en mis preferidos, Borges o Moliere, tan ninguneados, pero también me doy cuenta que los escritores son como los cantantes: muchos dan el flamazo, pero son pocos los que se quedan”.

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¿Literatura en estado de emergencia?
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Para nadie es un secreto que en el país cada vez hay menos lectores. ¿Por qué?

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Fundamentalmente, según los entrevistados, por dos razones: la falta de hábito de lectura y la crisis económica. Con respecto a lo primero, muchos piensan que el Estado es el responsable. Dice Antonio Mendoza, de Aldus: “Los enemigos del libro no son únicamente la televisión, el cine o los videojuegos, sino la falta de voluntad política del Estado para que la cultura se desarrolle; a un sistema como el nuestro la cultura no le interesa, pues prefiere ciudadanos desinformados y analfabetos”.

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Sealtiel Alatriste, de Alfaguara en México, sospecha que en el país no hay más de un millón de personas que leen literatura: “Apenas 1% de la población, y esto lo calculo a partir de la cantidad de ejemplares que se venden al año, de la escasa velocidad de las ventas y del número de ediciones de todas las editoriales”. Reconoce que hay sectores marginados de la lectura, pero que no es culpa de las editoriales, sino de una situación crónica: “No se puede incrementar el número de lectores porque el mexicano no tiene el hábito de la lectura, ni vislumbra su necesidad, lo cual es muy grave, porque al marginarse de ella también se margina de la vida política nacional”. Opina que aunque el Estado tiene buenas intenciones, “no hace nada, no reconoce el problema que representa la falta de lectores”.

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Para el escritor Rafael Pérez Gay, el gusto por la lectura puede adquirirse a través de senderos insospechados: “El gran aporte de las novelas policíacas prescindibles, de los romances que se entregan por capítulos o de la literatura con sabor a chocolate, es que muchas veces consiguen que alguien que no leía compre un libro con esos contenidos y, tal vez, el día de mañana se decida también por otro tipo de literatura”.

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Asimismo, opina que si un editor consigue producir un éxito de venta, aunque se trate de literatura efímera, ello beneficiará al resto de los colegas: “Quien consigue vender un libro abre el camino para los demás”.

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Y en cuanto a la crisis, ¿cuántas personas tendrán hoy día capacidad adquisitiva como para, además, comprar libros? 60,000, de acuerdo a los cálculos más tímidos; “muchos más”, según los optimistas. En todo caso, la mayoría de las fuentes coincide en que hace tres años la gente podía comprar tres libros de $40 pesos y que ahora es difícil comprar uno de $70 ó $100 pesos. Los que pueden adquirirlos pertenecen, en general, a la clase media ilustrada, aunque también hay algunos que prefieren sacrificar cigarros o ropa nueva a fin de comprar una obra que les interesa.

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Carvajal, de Océano, añade otra causa del descenso en las ventas: “Durante generaciones el lector mexicano ha soportado disparates, fraudes, precios y diseños infortunados de sus editores, lo cual ha sido posible porque es un lector extremadamente generoso”.

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En definitiva, las demandas de todos aquellos que conforman la cadena de la literatura en el país —y que, cual más cual menos, desearía que ésta fuera también un negocio— podrían resumirse en los siguientes puntos:

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  • Que exista un derecho a la lectura y que el Estado asuma su obligación de apoyar a las personas, y desde sus primeros años, en el entusiasmo por leer.
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  • Más que crear talleres de creación literaria, se necesita fomentar talleres de lectura.
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  • Es urgente revisar el concepto de Estado-editor pues, hasta ahora, el Estado vende libros pero no compra. Debería hacerlo, ya que le sale más caro imprimir que adquirir textos en editoriales privadas.
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  • Aunque es bueno que existan libros de texto obligatorios y gratuitos, estos no debieran ser los únicos aceptados por la Secretaría de Educación Pública (SEP). Si se hacen cuentas de la inmensa cantidad de volúmenes distribuidos por la SEP, se llega a conclusiones dramáticas respecto de la gran pérdida que ello ha significado para el mercado librero en los últimos años.
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Aún así, cabe esperar que (ojalá) en un futuro próximo, la literatura —y especialmente la mexicana— discurra por cauces menos accidentados, para beneficio de los lectores y de todos aquellos que participan en su complejo entramado. Que los libros se conviertan, también, en un negocio que permita una vida digna para los autores, editores y libreros.

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