La diferencia entre ganar 'un Nobel' y ganar el Nobel de Literatura

A la una de la tarde, hora de Escandinavia, del primer jueves de octubre, la Academia Sueca publica el nombre del escritor que recibirá el Premio Nobel de Literatura. ¿Por qué nos interesa tantísimo quién se lo gana? ¿Por qué discutimos tan fervorosamente cuando, como todos los años, resulta que se lo ganó alguien de quien nunca habíamos escuchado ni una palabra, o que leímos por casualidad?
No hay misterios mayores en la concesión del Nobel de Literatura. Cualquier profesor de una universidad acreditada puede proponer a cualquier escritor como candidato. Un comité seleccionado por la Fundación Nobel define a los cinco finalistas, y los 18 miembros de la Academia Sueca –que como la Mexicana o la Española hace diccionarios y sostiene como puede el estándar de uso de la lengua— eligen a un ganador. Eso es todo.
Sin embargo, el prestigio del reconocimiento es tan grande y su aura tan brillante, que repercute más como fenómeno publicitario que como regla de calidad literaria: transforma la vida de quien lo recibe, pero también el ánimo de sus compatriotas y hasta el de todos los hablantes de su lengua.
Ganar el Nobel de Literatura se parece más a ganar el Mundial que a cualquier otra forma del reconocimiento, porque una persona que lo recibe deja de ser quien era –sospecho que a su pesar—y se transforma en una suerte de patrimonio viviente para la sociedad que lo cobija.
Las grandes universidades, por ejemplo, miden la calidad de la educación que imparten por la cantidad de premios Nobel asociados a su facultad.
Es mi impresión que el Nobel de Literatura causa tanto revuelo todos los años porque es el único que se gana sin infraestructura: para hacerse con el de Física o el de Medicina es indispensable pertenecer a una institución de élite cuajada de recursos, que pague las investigaciones o propicie los progresos.
Son premios que casi siempre caen en los mismos países que se ganan todas las medallas en las Olimpiadas. Además, los Nobel de ciencias, tanto como el de la Paz, son para capitanes de equipos muy grandes: el reconocimiento se diluye un poco en ellos.
El Nobel de Literatura, en cambio, tiene el sabor de las epopeyas. Casi siempre se concede contrapronóstico porque los autores premiados son sólo eso: escritores, gente que ha estado cumpliendo por años con un oficio que demanda toda clase de sacrificios, casi siempre muy mal remunerados.
Hay algo de figura mítica en la mujer o el hombre que se despierta diario a llenar unas cuartillas en la soledad de su estudio y que un día recibe una llamada desde un país casi de hadas. El timbre del teléfono lo catapulta al cielo y pone el nombre de su tierra en todos los periódicos del mundo.
*Álvaro Enrigue es escritor, profesor, editor y crítico. Comunicador por la Universidad Iberoamericana, obtuvo un master en Literatura Iberoamericana en la Universidad de Maryland y ha sido editor literario del Fondo de Cultura Económica.