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Phillip Roth, el Príncipe de Asturias y el mundo editorial en español

A pesar de recibir el premio, la noticia tuvo muy poco eco en los medios de comunicación de Estados Unidos
vie 08 junio 2012 12:18 PM
escritor Philip Roth
Getty_Philip_Roth_Astrurias_Letras escritor Philip Roth

Nota del editor:  Álvaro Enrigue es escritor, profesor, editor y crítico. Comunicador por la Universidad Iberoamericana, obtuvo un master en Literatura Iberoamericana en la Universidad de Maryland y ha sido editor literario del Fondo de Cultura Económica.

(CNNMéxico).- Entre la desazón que nos dejan las inesperadas muertes de Carlos Fuentes y Ray Bradbury —inesperadas porque nadie sabía ni que Fuentes estuviera enfermo ni que Bradbury siguiera vivo— la Fundación Príncipe de Asturias entrega una noticia estimulante. Su  premio en Letras fue concedido a Philip Roth , uno de los últimos novelistas de cepa cervantina en plena producción —escritores que creen que las narraciones de largo aliento y vocación desmedida todavía pueden, si no salvar al mundo, cuando menos interpretarlo en clave humana—. La noticia reivindica de un modo discreto a Roth, uno de esos punteros naturales del Nobel a los que la Academia sueca nomás no premia, nadie sabe por qué.

La reivindicación es discreta, casi triste, porque el Príncipe de Asturias en Letras, a pesar de su notable difusión en los circuitos editoriales españoles y latinoamericanos, no alcanza —y esto es brutal—, para noticia del New York Times: a 24 horas de la concesión del premio, el periódico que mejor representa el músculo informativo de los Estados Unidos no había publicado todavía en su página web ni una referencia a la distinción recibida por uno de los autores más respetados en la ciudad.

El hecho anterior habla más de la insularidad de la cultura editorial estadounidense que de las virtudes de los  jurados de la Fundación Príncipe de Asturias . La lista de premiados en los treinta y un años de existencia del reconocimiento representa uno de los estándares más sólidos de la imaginación literaria de nuestro tiempo: Magris, Kandré, Oz, Atwood, Rulfo, Maalouf, Grass, Mutis, Sontag, por mencionar a algunos. El premio tiene, además, una encantadora faceta pop. Si se lo han dado a autores densos y con arraigo poderoso en sus propias tradiciones como Doris Lessing o José Ángel Valente, también se le ha concedido a figuras públicas como Paul Auster o Leonard Cohen, que, sin ser escritores a prueba de balas, son grandes iniciadores de lectores jóvenes —y Leonard Cohen, al final, tiene una buena decena de canciones que han educado emocionalmente ya a tres generaciones.

El Príncipe de Asturias no ha sido entregado a un escritor en lengua española desde que se lo dieron en el año 2000 a Augusto Monterroso. Es una política saludable que afianza la importancia del Premio Cervantes como el Nobel de habla española y les da un espacio internacional significativo a las comunidades lectoras del mundo de habla hispana. Si es cierto que los grandes consorcios informativos globales en general ignoran la importancia que tiene para los hispanoparlantes la concesión del premio, también lo es que, a partir de la entrega de este reconocimiento, los escritores —y agentes, y editores, y publicistas— en lenguas extranjeras tienden a descubrir la magnitud de su lectoría en español, que no es desdeñable.

No creo que sea muy exagerado decir que, en alguna parte, la nueva y notoria atención que el mundo editorial mundial le va poniendo a la escritura reciente de España y América Latina se debe al boca a boca que desata el hecho de que un autor global descubra de pronto que una de sus lectorías más vastas y sofisticadas está de este lado del diccionario Español-Inglés. En el sentido anterior, el esfuerzo de la Fundación Príncipe de Asturias parecería encaminarse a ofrecer, con el paso del tiempo, una alternativa al prestigiadísimo Jerusalem Prize (que por cierto si ganó Borges).

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De rebote, el espíritu internacional del Príncipe de Asturias en Letras beneficia, además, a una de las piezas clave más maltratadas y esenciales de la cadena del libro: los traductores. No está malo que una vez al año una institución nos recuerde que, sin ellos, el diálogo de las letras sería ombliguista y exclusivo de las élites educadas en más de una lengua.

Philip Roth es un tipo de autor en extinción fuera de los Estados Unidos y tal vez ya hasta en los mismos Estados Unidos. Ambicioso, político e informado, suele trasladar a la clave íntima las obsesiones del tiempo que le ha tocado vivir desde la ambigüedad propia de quien no encuentra absolutamente convincente ninguna postura moral. Cercano a las figuras de Saul Bellow o Thomas Pynchon —más concentrado que el primero, menos opaco que el segundo—, es el tipo de escritor que demanda del lector una atención recogida e inteligente; es autor de lo que Mario Vargas Llosa ha llamado “novelas de sofá”: libros que hay que sentarse a leer unas horas al día. Su devastadora Pastoral Americana (1988) es de lectura indispensable para entender a los Estados Unidos –y tal vez el globo entero- de nuestro tiempo.

Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Álvaro Enrigue.

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