García Márquez, en el recuerdo de sus colaboradores en la revista 'Cambio'
Nota del Editor: Reproducimos las 26 anécdotas de periodistas que colaboraron con el escritor Gabriel García Márquez en la revista 'Cambio' entre los años 2001 -2004, publicadas originalmente en la página http://cuadernosdobleraya.com/
(CNNMéxico) — En México, la revista Cambio (que tenía, por un lado, hermana en Colombia, y por el otro, nada que ver con la publicación que hoy utiliza la marca Cambio) tuvo dos épocas con Gabriel García Márquez a la cabeza. Era su idea, su inspiración y siempre cuidó la parte editorial, que era la suya, la del lado del corazón. Quienes compartimos con él diversos momentos, reunimos ahora nuestros recuerdos de quien jamás olvidaremos.
Témoris Grecko
Me pareció que Mariela abusaba al llamarme a las 9:15 AM en un domingo, después de mi gran fiesta al retornar a México. Pero no era domingo, era lunes. “ Gabo está esperando para conocerte, Témoris. ¿Dónde diablos estás?” Por suerte, a seis cuadras de la oficina. Tenía el tiempo suficiente para llegar a la junta de planeación. Si no me bañaba.
Sospechando el alcance de mi peste, traté de pegarme a la pared al entrar a la sala. José Ramón Huerta, el director de la revista Cambio, echó a perder mi humano intento. “Gabo, este es nuestro editor de internacionales”. Lo dijo sin vergüenza. Mis compañeros me miraron haciendo coincidir los ojos con los dedos que apretaban sus fosas nasales. Me parecieron chistosos. Gabo extendió la mano. Tomó la mía. Y contra todo sentido común, me atrajo hacia él. “¿Qué pasa en Venezuela?”, preguntó. Se me soltó la lengua con la imprudencia de quien ha olvidado que no tiene enfrente a otro mexicano, sino a un vecino de Venezuela. “No te creo”, me corrigió. Huerta y los compañeros bajaron las cejas en señal de duelo. “Tú no eres mexicano”, completó el Gabo. “¡Tú eres venezolano!”
Así solía Gabo animarnos a enfrentar las historias. Como si fuéramos parte de ellas. Era un viejo con alas. El creador más hermoso del mundo.
Daniel Moreno
Todavía no salía la revista Cambio, pero ya estaba el equipo casi completo. Para mí fue la primera vez que lo vi visitar la redacción. ¿Habrá sido marzo o abril de 2001?
Don Gabriel llegó a las oficinas y nos reunió a todos en la sala de juntas de Editorial Televisa. Nos dijeron que quería escuchar qué temas estábamos trabajando. Y con suerte, lo escucharíamos a él.
Escuchó, hizo muy pocos comentarios y al final recuerdo que nos dijo: “Les voy a contar cuál es el secreto del buen periodismo”.
Qué emoción. “El secreto es: sujeto, verbo, predicado”.
Tardé mucho en entender que, en efecto, ese era el secreto.
Eran los días en que se vendían las galeras de Cien años de soledad en un millón de dólares. Mucho dinero para unas galeras, creía yo… y sigo creyendo.
El mismo Don Gabriel (como le llamaba, porque nunca le dije Gabo) me comentó alguna vez que a él también le sorprendía que alguien pagara tal cantidad.
Por eso, se me hizo fácil hacerle la broma; que me firmara una revista, ya que quizá algún día me haría millonario con ella.
Elegí el número dos de Cambio, que apenas me había entregado el propio Don Gabriel con una serie de correcciones y comentarios que había escrito él mismo, en cada uno de los reportajes. Correcciones de estilo, redacción, pies de foto sugeridos… Lo que ya hacía al ejemplar toda una joya, aun sin la firma.
Sonriente, como siempre me tocó verlo, ataviado con uno de esos sacos tan feos que usaba, me dijo que lo haría encantado. Escribió: “Para Daniel, de Gabo, este ejemplar sin valor comercial”.
Me gusta contar esta anécdota simplemente porque siempre me sorprendió la generosidad de Don Gabriel. Me tocó verlo regalar dedicatorias especiales una y otra vez, cuando alguien se le acercaba con un libro. Nunca era sólo una firma. ¿Cuantas veces lo habrá hecho? Y siempre volvía a hacerlo, como si no fuera un Premio Nobel.
Las Juntas
Jesús H. Hernández
El viernes era el día más esperado. Hacia las 11 de la mañana la puerta del elevador del edificio se abría. Y aparecía él. Silencioso, con su saco a cuadros, la camisa impoluta y ocasionalmente del brazo de su esposa Mercedes. Gabo acudía con frecuencia a escuchar los temas que editores y reporteros de la revista Cambio preparábamos para la edición de cada semana. Escuchaba y asentía, acaso hacía comentarios cortos y al término de una hora salía de la redacción de la misma manera, pocos saludos, directo al elevador.
Pero de cuando en cuando, algún tema provocaba su entusiasmo. Una de esas historias fue la de una asesina serial, La mataviejitas, que detonó en Gabo una serie de anécdotas e historias de sus tiempos como reportero en Colombia. García Márquez entonces comenzaba a hablar y se notaba en su mirada aquel ímpetu de reportero para proponer cómo debíamos contar las historias, ir a los detalles, encontrar lo humano y lo extraordinario de lo cotidiano para transmitirlo a través de nuestros textos.
La junta duró poco más de dos horas y prácticamente nadie más intervino, porque en realidad no había mucho más que agregar después de escucharlo. Fue maravilloso estar ahí y aprender de él esas historias.
Gabo en Cambio
Mariela Gómez Roquero
De Gabo aprendí mucho más que periodismo (y eso que fue el mejor maestro). Él me enseñó que lo más importante es el amor, y que lo único que vale la pena en esta vida es tener personas amadas con quien compartirla.
Mercedes y Gabo, siempre juntos, siempre anfitriones, siempre comparsas. Gracias por cruzarte en mi camino.
Mariela, “la bonita de Cambio” (como él me conocía).
Ana Ávila
Mientras preparábamos el número cero de la revista Cambio, Gabriel García Márquez nos pidió que empezáramos todos los reportajes con una historia de vida; quería que todo lo que contáramos tuviera un rostro, incluso en la sección de Negocios. Él mismo los leería y nos haría comentarios.
Sobra decir que me sentía muy nerviosa; temía su desaprobación. Los textos los entregamos impresos, pues él no se sentaría delante de una computadora a corregirlos. Días después, recibí su respuesta. Temblorosa, empecé a hojear mi historia, tenía algunas correcciones, no parecía estar tan mal, pero al llegar a la última página vi que decía entre signos de admiración y con mayúsculas: ¡ME RINDO!
Platicando en la redacción, Gabriel García Márquez nos contó que un día tocaron a la puerta de su casa del Pedregal. Al abrir, vio a Marlon Brando con un pequeño grupo de personas. Gabo los invitó a pasar. Dentro de la comitiva estaba un hombre discreto y callado, que se sentó en un rincón. La charla era amena, pero el caballero misterioso no participaba, sólo observaba.
Al terminar el encuentro, el anfitrión acompañó a sus visitantes a la puerta. Los despidió, pero antes de cerrar la puerta le preguntó a Brando quién era aquel hombre. La respuesta del actor lo dejó mudo: “Es el escritor Coetzee”. García Márquez nos dijo que desde hace tiempo deseaba conocer al escritor que propondría para el Nobel. No podía creer haberlo tenido en la sala de su casa, sin haber charlado con quien consideraba el mejor narrador del momento.
Gisela Vázquez
Mi sueño como periodista se cumplió: escribir en la revista de Gabo, escribir en Cambio. Gracias maestro por ese tiempo (2001-2004). Ha sido el más pleno de mi carrera. Siempre recordaré aquella reunión de planeación semanal, cuando propuse un reportaje de negocios sobre la Central de Abastos. Me miraste risueño, juguetón y amable; dijiste: “Hágale, hágale, así como me cuenta la historia, así escríbala”.
Ahora sí, vivo para contar que fue un enorme privilegio trabajar con apasionados, comprometidos y rigurosos periodistas. Ya casi en la agonía de la muerte anunciada de Cambio, nuestros cierres terminaban en un bar de la colonia Roma, planeando la siguiente edición, como si fuera la primera. Siempre sintiendo tu abrazo y presencia. Gracias mil, Gabo, por haber cumplido mi sueño. Desde ahora mariposas amarillas te acompañarán en Macondo.
María José Martínez Vial, Mariajo
Roberto Pombo vino a mi cubículo. “Mariajo, el Gabo quiere verte”. Le seguí tranquila a su despacho. Entonces, empecé a temblar: Gabriel García Márquez estaba leyendo mi artículo y quería hablar conmigo. El Gabo, recién llegado de Los Ángeles, donde ganó la batalla al primer cáncer. ¡El Gabo de Cien años de soledad! Volví a mi mesa fascinada con el encargo: tenía que redondear mi artículo sobre adopciones con una entrevista a alguien que hubiera encontrado a su madre. Si lo lograba, se iría a portada. “Tengo a la persona. A ver qué tal queda”, dije insegura desde mis 26 años.
Su instrucción era precisa: “Escríbalo como me lo contó a mí. Lo va a hacer muy bien”.
Pombo vino tras de mí a devolverme mi credencial. “Con los nervios se te cayó al suelo, Mariajo”. Y, yo, que juraba estar serena.
Poco después, dejé México, pero no quería dejar Cambio por ningún motivo. Quería acordarme del Gabo pidiéndome que bajara con él porque no le gustaba ir solo en el ascensor. No quería dejar de tomar tequila con mis compañeros en el Sanborns. Por fortuna, durante una temporada pude seguir escribiendo como corresponsal en Madrid.
Todavía hoy, cuando pienso en mi profesión, en el mejor México, en mis amigos, pienso en Cambio. Muchas gracias, Gabo.
Gloria Arizaga
Estuve en el prearranque y los primeros seis meses de vida de la revista Cambio, como editora de Negocios.
Los trayectos de Santa Fe a Televisa San Ángel eran un verdadero martirio, pero siempre valían la pena. Escuchar a Gabriel García Márquez filosofar sobre los temas de la agenda editorial era un deleite, incluso si no llegábamos a nada concreto. Sus temas preferidos siempre eran la cultura y la política. De los negocios y las finanzas se mantenía al margen. “Los números nunca me han dicho nada”, me dijo en una ocasión.
El mejor consejo: “Cuente la historia de la gente detrás de la historia, y tendrá una noticia fresca”.
Una vez, Antonio Sánchez-Navarro (RIP), de quien Ana Ávila estaba escribiendo un reportaje, pidió tener un desayuno con Gabo. Cuando le pregunté al buen hombre si eso era posible, respondió: “Para sentarme a comer con esa gente me tienen que pagar muy bien. Mejor voy a desayunar con usted”.
Gracias, chicos, por el trabajo. Importante es recordar que Gabo vivió para contar su vida como él quiso, y nosotros tuvimos la suerte de topárnoslo en el camino de la nuestra. Eso, chicos, eso es para celebrar. Celebrar que no sólo dejó un legado literario, sino que a cada uno de nosotros en particular nos dejó memorias.
El Oso Oseguera
Trabajar en Cambio era un sueño: nos dirigiría el Gabo.
Hicimos varios números de prueba, así que la redacción calibraba, ajustaba, recomponía, volvía a rehacer textos, diseños, infografías, entrevistas. La mayoría en Cambio preparábamos uno y otro número cero.
Yo tenía una gran ilusión de conocer al Gabo en persona. Ramón Alberto Garza nos decía: “Va a venir el Gabo”. Y ese día no llegaba. Se cancelaba, se posponía, el Gabo se hacía del rogar. Finalmente llegó a la soleada redacción de Cambio, unas horas antes de salir a comer. Nos tomó por sorpresa, todos trabajábamos. Mi lugar estaba al fondo y fue así que lo vi llegar. Vi a un hombre entrado en años, pelo blanco, andar pausado y ceremonioso. El Gabo saludaba uno a uno a los integrantes del equipo, intercambiaba ideas, frases, se tomaba el tiempo para conocer poco a poco a quienes formaríamos esa primera redacción. Venía escoltado por Roberto Pombo y Ramón Alberto Garza.
Yo estaba nervioso, no sabía cómo lo iba a saludar, qué le iba a decir; no hallaba nada en mi repertorio que fuera espontáneo y genuino, encima me traicionaba la boca seca.
Cuando llegó a mi lugar me presentaron como el editor de la sección de Ciencia, Tecnología y Salud.
–Él es Oso, Gabo.
–¿Cómo? –dijo.
–Que él es el Oso Oseguera.
–No, no, no… de ninguna manera, él no puede ser oso.
Yo había perdido un par de decenas de kilos, pero mi pelaje lo mantenía, al menos en los brazos y ya escaseaba en la testa.
De mi boca pastosa y la garganta anudada salió esta frase: “Maestro, el oso no es como lo pintan”.
Sonrió, me guiñó el ojo izquierdo y me dijo: “Usted y yo vamos a trabajar muy cerca para hacer que la gente se interese por la ciencia”. Me pareció una orden dictada por un venerable escritor. Y acaté.
Los dados de Gabo
José Ramón Huerta
–Licenciado Huerta, don Gabriel me pregunta si puede venir a verlo a la casa, acá en el Pedregal –escuché que decía por teléfono la eterna y atenta asistente.
Asentí y salí disparado para ver qué asunto urgente tenía el Gabo entre manos. “¿Algo con el ex presidente, con el jefe de Gobierno, quizá aquel asunto relacionado con la demanda en contra de la revista?”, empecé a especular mientras encendía el carro.
Volé. En menos de una hora estaba limpiándome los zapatos porque recordaba la peligrosa blancura de la alfombra de la estancia.
Me hicieron pasar al estudio de Gabo, en donde se evidenciaba una remodelación. Libros por aquí, cuadros en el piso o sobrepuestos sin lugar definitivo. “¿Cómo le va?”, preguntó al recibirme, con la típica sonrisa. Dijo algo sobre el clima, los trabajos, acomodos de cosas. Le hice una observación sobre la buena luminosidad del lugar. Repentinamente, me miró raro. Me retó a adivinar para qué servía un par de dados blancos, diminutos, situados en el librero. Él sonreía.
“No sé”, confesé luego de pensar en diferentes alternativas.
Entonces tomó un control remoto y pulsó play. De los dados brotó un sonido poderoso, acordes de música académica que inundaron el estudio.
–¿Qué tal? –dijo.
–Impresionante –respondí abrumado, con legítimo asombro. Las minibocinas sonaban tremendo.
El Gabo me descubrió entonces que estaría más ocupado en hallar nuevos derroteros mentales, que iniciaba un camino hacia cosas donde la diversión infantil arrebataría espacio a las cosas adultas. Me despidió cortésmente.
Grace Navarro
La primera vez que lo vi, caminaba por uno de los pasillos de Televisa. No me animé a saludarlo, ni siquiera a pararme cerca. Cuando admiras a alguien tanto, no es fácil. Las siguientes veces no hicieron la diferencia. Los nervios a flor de piel siempre, y siempre me quedaba muda, congelada, sin palabras y escuchaba.
Sin palabras. Así me siento ahora.
Gracias, Gabo!
Nos harás falta en este mundo.
Ante los otros
Alberto Bello
En esos días, en la redacción a varios nos dio por leer a Coetzee, que entonces aún no era Nobel. Yo traía en las manos Esperando a los bárbaros y le pregunté a Gabo que qué le parecía. Su mirada de admiración la guardo como un ejemplo de sencillez, el reconocimiento del lector ante la obra ajena que tantos escritores olvidan, perdidos en la pomposidad de sus personajes. Entonces empezó el “cuentito”. Creo que sucedió en un barco, pero no me hagan mucho caso, en esa ocasión tampoco llevaba yo la libreta para anotar la conversación.
Gabo estaba “diciendo pura tontería” a un grupo de personas, muchas de ellas mujeres, que le celebraban las gracias (era un hombre encantador). En un rincón del lugar lo observaba un tipo flaco, callado. Ya se imaginarán quién era. “Me moría de vergüenza cuando alguien me dijo que era Coetzee”, recordaba Gabo como niño regañado, “de pura tontería” (las comillas son paráfrasis, obviamente).
Creo que esa lección no la olvido, como cuando en un taller de Ryszard Kapuscinski dijo que de haber leído antes El emperador, ese prodigio sobre Haile Selassie, El otoño del patriarca hubiera sido otro libro.
Ante la grandeza de la obra ajena, Gabo respondía como lector azorado y tímido, con una generosidad poco habitual en el mundillo literario. Se fue Gabo pero nos deja mucho qué leer. A vuelapluma, hoy recuerdo también su amor por otros libros, los de los otros.
Gerardo Lammers
Mi recuerdo de García Márquez tiene que ver con su presencia intermitente en la redacción, de buen humor, sonriente y portando sus clásicos sacos a cuadros. Como reportero de Cultura, sección que editaban Mauricio Montiel y Julio Aguilar, lo traté muy poco. Por lo general me limitaba a verlo pasar como si se tratara de una aparición fantasmal. “Es Gabriel García Márquez”, me decía. Y casi no podía creerlo. En tres o cuatro ocasiones, nos invitó a comer a Mauricio, a Julio y a mí. La idea era hablar de “asuntos culturales”. Por lo general era Montiel el que llevaba la voz cantante de la reunión. Se hablaba sobre todo de escritores, clásicos y no tanto. Recuerdo, por ejemplo, el entusiasmo de García Márquez por Coetzee. El planteamiento de “Foe”, decía, era un gran idea. Philip Roth, en cambio, le daba lo mismo.
De García Márquez conservo unas pruebas corregidas por él de un reportaje sobre el “nuevo” cine mexicano (calificativo con el que se manifestaba en desacuerdo) que publicamos en el primer número y, como buen fan, varios libros autografiados. Mi ejemplar de Cien años de soledad dice, por ejemplo: “Con la gratitud del jefe”. Pero la dedicatoria que más me gusta es la de un librito de crónicas y reportajes que conseguí en una librería de viejo de Bogotá, titulado Cuando era feliz e indocumentado. Luego de ver la portada durante unos segundos, extrañado, escribió: “Doy por bueno este libro pirata”.
Mary Carmen Sánchez Ambriz
Abril sigue siendo el mes más cruel, como nos lo recuerda T. S. Eliot. Gabo partió en este mes. Lo recuerdo como el jefe más respetable, lúcido, lúdico, irreverente, que he tenido. Cuando lo conocí me dijo: “Mucho gusto, Ambriz… Yo jodo mucho”. Y por pudor no pude responderle: “Yo también”.
Lo visité algunas veces en su casa para tener su consentimiento sobre algunos temas y textos que se incluirían en la sección de Cultura. “Llevaremos una entrevista con Mario Vargas Llosa”, le comenté con cierto temor. “Muy bien, ¿quién la hizo?”, preguntó. “Yo”, respondí con cierta timidez. “Es cuate, que se publique el texto”. Atrás habían quedado rencillas, dimes y diretes, celos, desencuentros entre dos grandes narradores. También en esa ocasión le hablé de Coetzee y Nadine Gordimer, a quienes se refirió con gran admiración.
Cuando me tocaba ir a su casa era después de su clase de tenis, en su biblioteca (después de haber emprendido un paseo virtual por la prensa colombiana y mexicana, principalmente), en medio de una amena charla. No había flores amarillas y tenía de mascota a un perico, nunca me enteré si era parlanchín o no.
Abril sigue siendo cruel.
Adriana Amezcua
Los ojos tras las gafas le brillaron. Su sonrisa emergió. La propuesta le había gustado. El tema no estuvo exento de discusión pero el Gabo insistió, había una historia qué contar.
El reto estribaría en cómo hacerlo. Cómo roerla sobre los huesos.
Sobre estos huesos había pieles, sobre las pieles cuerpos y sobre los cuerpos más cuerpos.
Cuatro reporteros acudieron una noche a un club swinger. Fingieron ser dos parejas para lograr acceder a ese oscuro paraje de la Ciudad de México donde desconocidos se entregaban a…
La crónica estuvo a cargo de Héctor de Mauleón. Un tema tabú salió en portada. Cumplido satisfactoriamente el objetivo, el jovial septuagenario pasó a otros temas. Quería saber qué otras crónicas se estaban cocinando, qué reportajes se tenían en la mira, a qué político se iba a cazar esa semana.
Lo recuerdo así, ávido de historias. Mordaz en sus críticas. Preciso en los comentarios que profería en esa mesa de redacción de Cambio. Y también charlando con algunos de mis colegas o echando trago en la mesa de un bar. El Nobel humanizado, departía y gozaba desenfadado.
Vivo, pleno, alegre. Sembró chispas de realismo mágico en los periodistas con los que compartió la dicha de ejercer “el mejor empleo del mundo”.
La correctora que García Márquez entrevistó
Sandra Meneses Morales
“Todos estos muchachos vienen de periódico, y una revista necesita más cuidado”. Esa fue la tremenda responsabilidad que estaba por darme don García Márquez, mientras me hacía voltear a ver la redacción. Algo así me dijo. Estaba yo en shock desde que Luis Enrique López, editor, me dijo: “Sandra, te espera Gabo en su oficina”. Era mi ilusión, pero nunca imaginé que lo conocería tan de pronto y menos que él me entrevistaría para el puesto de correctora de estilo en Cambio, y menos que fuera un coqueto.
Era como conocer a Shakespeare. Era el momento más triste de mi vida, y no por él.
En uno de esos días de fines mayo de 2001, lo que menos esperaba en esa entrevista era que, después de platicarme sobre el periodismo y de lo que él quería para Cambio México, me preguntara de repente: “¿Entro a un lugar o entro en un lugar?” ¡Por Dios! Podía sufrir la peor vergüenza de mi vida profesional frente a un escritor como él o simplemente responder correctamente.
Pensaba esto mientras pensaba la respuesta y sudaba, y Dios o el cerebro se me iluminó y pensé creo que con lógica: “En es estar dentro de algo; si entras, estás dentro de algo”. “Entras en un lugar”, le dije tras mi rudimentario razonamiento.
Después de eso, Cambio (mi terapia de duelo tras la muerte de mi madre) fue y sigue siendo parte de mi vida personal y profesional. Mi historia con Gabriel García Márquez, la revista y todos mis compañeros y amigos no terminó en el penúltimo número, el último que corregí. Ahí sigue.
Aziyadé Uriarte
Gracias, Gabo, por ser tan sencillo y magnífico, por romper el hielo dándome el significado de mi nombre de primera instancia; como pocas personas lo han hecho, por compartir tus gustos y experiencias; sentarte a mi lado y diseñar a tu gusto las ediciones que pudimos compartir. Es un honor presumir de esos momentos y lo que tu presencia provocaba al alentarnos y motivarnos a seguir en un proyecto unidos.
Podríamos escribir varias cuartillas de experiencias contigo, pero somos tantos en los que has dejado huella que con estas breves palabras te quiero guardar en mi mente y corazón para mantenerte siempre vivo.
Adriana Cruz Toledo
Contar con Gabriel García Márquez como parte del equipo de redacción de la revista Cambio en su primera etapa era un privilegio invaluable. Llegaba a la oficina partiendo plaza, con su saco a cuadros, saludando a la gente de todas las secciones y se detenía un poco más en la de Cultura. A los de Tecnología y Ciencia nos veía como bichos raros. Un día regresó por fax uno de los textos con más de 10 comentarios, hasta que en uno puso: “No entiendo, aquí tiro la toalla”.
Todos aprendimos a escribir mejor las historias, nos enseñó en vivo y en directo el periodismo literario. Antes que escritor, el Gabo era periodista, en Cambio lo demostró. Descanse en paz nuestro querido maestro.
Las cenas frías de Gabo
Núria Padrós
Me vienen a la cabeza tantas anécdotas de Gabo que es difícil elegir sólo una. Pero ya que este es el trato, de la época de Cambio me quedo con algo que ocurría a menudo fuera de la redacción. Recuerdo cómo se enfriaba su cena en los restaurantes mientras él dibujaba flores y más flores en los libros de sus lectores que, al descubrirlo, corrían a comprar sus novelas para que se las dedicara.
De Gabo me quedo con la generosidad y la ternura que compartió conmigo, con su forma de ver la vida, de contarla, y, sobre todo, de vivirla.
Alexandra Xanic
El rumor corría como una ola por el piso donde estaba Cambio. De la gran ola se desprendían olitas, de modo que no había rincón a donde no llegara la noticia de que Gabo estaba subiendo a la redacción. Una vez ahí, no se paseaba por la revista como haría un dueño. Su modo de dirigir era sentarse a conversar, soltar los hilos y dejarnos hacer. Así, desde la libertad permitió idear una hermana mexicana para la legendaria revista que él creó.
Al maestro
Catalina Gayá
En el ascensor estábamos un compañero, él y yo. Era de esos ascensores pequeños, en los que sólo caben cuatro personas. El maestro bromeó sobre mi flacura y, luego, me miró serio y me regañó por un adjetivo que había utilizado en un artículo en el que contábamos la historia de Nuevo Pichucalco, pueblo de la Lacandona asediado por farmacéuticas, por el gobierno mexicano y dividido entre los miembros del EZLN y los campesinos. Pasó de la broma al texto casi sin pausa y yo me quise morir. Luego, caballeroso, me sonrió y se despidió diciéndome Alejandra. Desde ese día, me lo pienso mucho antes de adjetivar, y no contar, señorita, lo vivido. Durante dos años siempre pensé que no sabía de mi existencia. No se sabía el nombre, pero sí sabía de mis palabras, sobre lo que escribía y eso, de muchas maneras, es saber mucho más que mi nombre. Gracias, maestro, usted es el responsable de que ame este oficio con locura, de que viaje, viva y cuente, y no sepa vivir de otra manera.
El libro pirata que García Márquez le firmó a Andrés Becerril
Andrés Becerril
Hace años el precio de los libros se marcaba con lápiz en la primera hoja. El ejemplar de Cien años de soledad que compré en 1981 dice “$185.-”. Nunca me había pasado por la cabeza conocer a García Márquez, a pesar de la enorme admiración que sentía por él. Veinte años después de haber comprado aquel ejemplar de la Editorial La Oveja Negra, Daniel Moreno me invita a trabajar en la revista Cambio, que García Marquez fundó en México. Un buen día anuncian que el Premio Nobel de Literatura 1982 iba a llegar a la redacción de la revista. Entonces preparé mi ejemplar maltrecho ya por el tiempo y el uso para que me lo autografiara su autor, porque aunque también tenía otras ediciones esa era mi preferida. Cuando llegué a la redacción junto con David Aponte, García Márquez –que acostumbraba reunirse en las juntas de la sección con nosotros, incluso en el Sanborns de El Palacio de Hierro Durango–, ya estaba ahí. Mi Cien años de soledad se veía despanzurrado cuando se lo presento a García Márquez y le pido que lo firme. Tan pronto como García Márquez vio el ejemplar dijo: “Es pirata”. Tomó el ejemplar y contó que La Oveja Negra en Colombia se pirateaba sus libros, como sucedió con el que yo había comprado 20 años atrás. Como para romper la tensión de pedirle un autógrafo al autor en un libro pirata y despanzurrado, Aponte salió al quite: “Es que lo traía bajo el brazo, todo sudado”. A bote pronto, García Márquez escribió: “Para Andrés, este libro sudado por el autor, y por él; con un abrazo”, su firma y el año: 2001.
Salvador Frausto
Todos los lunes, en punto de las 10 de la mañana, Gabriel García Márquez aparecía en la redacción de la revista. Corrían los meses de su último Cambio, en la calle de Chiapas de la colonia Roma. La puerta del elevador se abría y ahí estaba él, con esa sonrisa pelona, mirón, travieso.
Gabo nunca supo que los editores de entonces hacíamos una pregunta para no contar temas menores en su presencia. Él llegaba, se acomodaba en la cabecera de la mesa, escuchaba, hacía muecas, sonreía, observaba y, de vez en vez, soltaba preguntas, daba instrucciones.
“¿Pero cuál es el cuento? Aquí no publicamos noticias, aquí contamos historias”, solía decir luego de que algún editor se enredara con los detalles de cierta investigación.
“No hay mejor historia que la que el reportero quiere contar, las que imponemos, siempre quedan mal”, decía otras veces.
“Escríbelo como me lo contaste, pero en orden”, me comentó en varias ocasiones.
Cuando deliberábamos sobre alguna portada, opinaba: “Hay que exponerlo con fuerza, con contundencia… Si nos equivocamos, nadie la va recordar, pero si acertamos, nadie la va olvidar”. Y aparecía en su rostro aquella sonrisa malvada.
¡Qué Vaina! Murió Gabo
Adriana Hernández Uresti
Como los músicos del Titanic, la suerte estaba echada. Por más corazón que pusiéramos para mantener con vida a Cambio, la revista moría. Lo sabíamos, no obstante, en la redacción tecleábamos con pasión y convicción por sacar el que quizá sería – y lo fue- el último número. En medio del bullicio, me levanté y dije: “Somos como los músicos del Titanic”.
Pienso que hay hombres que no deberían morir. Siento tristeza en mi corazón. Recuerdo los libros leídos –y releídos-, pero sobre todo rememoro los días en que tuve la fortuna de coincidir con el gran García Márquez en la redacción de Cambio. Todos los que colaboramos en el semanario estábamos ahí en gran medida por él. Conocerlo en persona, verlo caminar por los pasillos hubiera sido suficiente; escucharlo en las juntas editoriales fue una oportunidad de aprendizaje invaluable. En cada reunión, Gabo insistía en que debíamos contar historias con nombre y apellidos. Esa era nuestra encomienda: contar historias. Muchas veces los editores nos preguntamos: “¿Por qué, cada semana, Gabo se toma la molestia de atravesar la ciudad para estar en las juntas? No tiene ninguna necesidad”, pensábamos. “Le gusta estar aquí, en la redacción, ser parte de esta revista”, concluíamos de manera quizá optimista. Hoy, Gabo, tu lugar es otro. Gracias por tus historias.
Osvaldo Anaya Oliver
Los empleados de la redacción de la revista Cambio presenciábamos la entrada de don Gabriel García Márquez a través de un vetusto elevador como un acontecimiento, pero silencioso. “Ya llegó”, decíamos, y lo veíamos pasar a la junta con editores. Alguna indicación me llegó de forma indirecta: había que escoger una mejor foto del entrevistado, porque las personas públicas están inermes ante la lente del fotógrafo y nuestra obligación es publicar la imagen más digna a nuestro alcance. Una instrucción que me permitió deducir que un inmortal de las letras también puede ser un editor sagaz. Un periodista.
Jonathán Torres
Era de noche y en un hotel de la zona centro de la Ciudad de México tenía lugar la presentación de la segunda etapa de la revista Cambio. Aquello era una extraña pasarela. Periodistas que, como en todo lanzamiento, querían saber qué de extraordinario podría traer esa aventura editorial. Analistas que buscaban público para soltar sus maquinaciones y sus “extraordinarios” pronósticos sobre los temas del momento. Un equipo editorial (el de Cambio) que cargaba con una extraña sensación de entusiasmo, nervio, incertidumbre, por el camino que tomaría su proyecto. Pero, había alguien más. Un hombre chaparrito, de traje, que buscaba fiesta. Era un servidor público. “¿Está aquí Gabo?”, preguntó sosteniendo una copa en su mano.
Salvador Frausto y yo lo llevamos con él. “Gabo, queremos presentarte a Felipe Calderón”.
El entonces secretario de Energía de Vicente Fox se mostró como aquel niño que, por primera vez, le declara su amor a una niña: tímido, con una sonrisa nerviosa, apretando el cuerpo, apenas pudo extender su mano para saludar a quien deseaba conocer.
Nuestro jefe hizo una mueca, esa típica señal de extrañeza que suele hacerse cuando uno no sabe a quién demonios tiene enfrente. Después de darle algunos detalles del personaje, Gabo soltó a bote pronto: “Ah, usted debe tener mucha energía”.
La frase fue suficiente para que el funcionario se derritiera.
Felipe Calderón no daba crédito al hecho de estar a un lado de Gabriel García Márquez. Las palabras no le salían. Fin de la presentación. Felipe Calderón pidió otra copa. Gabo siguió departiendo con otros invitados. El primero, seguro, no olvidará la estampa. El segundo, minutos después del encuentro, ya estaba en otra historia.