El croissant

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Originario de la Viena de los valses y de los postres de 2,000 calorías por bocado, el croissant, o cuernito como se le conoce por estas latitudes, tiene un linaje incuestionablemente bélico.

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Allá en 1606, cuando por fin se liberó la ciudad del sitio impuesto por los ejércitos otomanos, los panaderos decidieron aportar a las celebraciones un bocadillo que honrara la ocasión. Como esta no era banal, se propusieron crear algo que combinara con platillos salados o que fuera agradable compañía de ese café vienés, cuyo alto copete cremoso puede desquiciar la dieta de la más férrea voluntad. En síntesis: se dieron a la tarea de inventar una suerte de comodín del buen comer.

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Y para que el invento culinario no pasara inadvertido, los hábiles reposteros se inspiraron precisamente en la bandera turca del imperio otomano (la media luna acompañada de una estrella), de tal manera que sus comensales no sólo deleitaran el paladar sino que, además, tuvieran la oportunidad –de paso– de “comerse” simbólicamente al ejército atacante.

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Después de todo, la sociedad vienesa fue buen campo de estudio para todos esos actos simbólicos que Freud analizaría en su obra sólo unos cuantos años después.