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El sibarita

La venganza es un plato que se come frío.
mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

Comer o no comer, el dilema.
Ustedes no están para saberlo ni yo para contarlo, pero me revienta comer en la oficina. Las razones son varias, y algunas son complejas y quizá discutibles, pero soy de la creencia que cuando se habilita al lugar de trabajo como comedor comunitario las fronteras entre lo privado y lo público comienzan a borrarse… y tanta confianza da asco.

- Cuando este país era un lugar habitado por gente decente y civilizada, los esforzados ejecutivos mexicanos podían ir a comer a su casa, sin exponerse a los horrores paralelos de la llamada comida rápida y las infecciones del estómago. Pero eran otros tiempos, como era otro país, otra ciudad, quizá hasta otro planeta.

- Hay días que debo conformarme –y, a veces, agradecer– que se me respeten mis 90 minutos para comer en paz, tomar un café y hasta fumarme un cigarrillo. Mala cosa esto de ser empleado. Aunque, a veces, uno obtiene recompensas inesperadas; por ejemplo, cuando mi jefe me invita a una comida de negocios que se extiende más allá de las 5:00 de la tarde y, lo mejor de todo, es patrocinada por un tercero (que casi nunca es invitado a convite). Es un verdadero placer eso de iniciar la ingestión de los sagrados alimentos con un aperitivo (un tequilita, por ejemplo) y continuar con el primero y el segundo platos, para rematar a veces con un modesto postre y el riguroso expresso doble, todo ello rociado por un buen vino y aderezado por una charla interesante e inteligente. Que alguien más sea el pagano, es el colmo de la felicidad.

- En cambio, esto de comer en la oficina se parece al círculo infernal en donde moran los desollados. Para empezar, hay que olvidarse del aperitivo, del vino y hasta de una modesta cerveza. Nada de eso sería bien visto por la Alta Gerencia, que parece dormir más tranquila cuando sus empleados consumen refrescos y jugos naturales de fruta.

- Por si fuera poco, el menú siempre es magro y se reduce a sandwiches, pizzas, hamburguesas y, claro, la ubicua torta de milanesa. Con esta dieta, díganme si no, es imposible realizar un buen trabajo, además de que los olores a comida se quedan impregnados en la oficina por semanas, lo que me pone de muy mal humor y me espanta el apetito por días. Sólo hay algo peor que esta pseudo-comida pseudo-rápida, y es eso que sirven en los aviones y que muchos degluten al parecer sin asco ni grandes dificultades. Pero ese es un tema ya muy manoseado en este espacio.

- Luego, nunca faltan los que de plano “se hacen los que la Virgen les habla” a la hora de pagar la cuenta. “Perdón, pero no traigo cambio”. “Híjole, se me olvidó ir al banco, ¡qué pena!” “¿Me prestas y luego te pago?” ¿Qué otra me queda?, me digo para mis adentros. Resultado: hay que hacerla de cobrador durante un par de semanas. Con esta experiencia, podría ir a darle unos cursos a los del Fobaproa, para que recuperen algo de lo que se perdió durante los errores “de diciembre”.

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- Finalmente, es imposible evitar la agradable compañía –y la conversación, ¡oh, Dios!– de aquellos que parecen haber venido al mundo sólo para hablar interminablemente durante sus ratos libres sobre el desarrollo de la telenovela de moda, que cuenta por enésima vez la misma historia de la Cenicienta.

- Algunas personas me han sugerido que le proponga a mi jefe la creación de un comedor corporativo, pero no sé, he escuchado cada historia de terror que me parece que lo mejor es ni buscarle. Hay, claro, comedores en empresas multinacionales que podrían competir contra varios restaurantes de moda; pero a la mayoría a los que me ha tocado la mala suerte de ir apenas merecen el nombre de comedor, si no fuera porque tienen sillas y mesas.

- En fin, que es difícil ser un sibarita, sobre todo hoy que mi jefe se ha largado a una comida con el VP de Finanzas y no tuvo la decencia de invitarme. Ahora, en venganza, voy a “hacer hambre” y saldré temprano para cenarme unos buenos tacos al pastor. Es más, igual los pido para llevar y me los vengo a comer a su oficina. Así, hasta el teclado de su computadora terminará oliendo a cebolla. Lo dicho: la venganza es un plato que se come frío.

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