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Fox y Diego

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mar 20 septiembre 2011 02:54 PM

La tensión, por decirlo con palabras suaves, entre el Presidente de la república y el coordinador del grupo parlamentario del PAN en el Senado, no es un dato menor.

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Son viejos los agravios de uno y otro. En los registros contables del mandatario sobresalen varias facturas pendientes: la concertacesión de 1991 en Guanajuato, donde Fernández de Cevallos fue el representante del PAN que negoció para Carlos Medina Plascencia la gubernatura que Fox creyó haber ganado; la alianza en el Senado de el jefe con Manuel Bartlett, que llevó a desnaturalizar la reforma constitucional en materia indígena, lo que impidió alcanzar un arreglo, que habría sido histórico, con el zapatismo; más recientemente, la dura oposición de Fernández de Cevallos a la toma del Chiquihuite a manos de Televisión Azteca.

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Por su parte, el dirigente panista, al igual que muchos correligionarios de pedigrí, siempre ha visto al actual Presidente como un personaje agreste, un arribista. Por eso les dolió tanto el madruguete que lo llevó a imponer su candidatura y la creación de una estructura paralela (Los Amigos de Fox) que se manejó por la libre, al amparo de un solo principio: “todo se vale, menos perder” (baste recordar el dinero negro).

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Pero quizá lo que más lastimó a el jefe Diego fueron los juicios severos que le dirigió el entonces candidato en su libro Fox: camino a Los Pinos, y, finalmente, la exclusión casi total del PAN en la integración del equipo de gobierno.

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La incapacidad para alcanzar acuerdos entre Fox y Fernández explica, en buena medida, por qué no se ha podido avanzar en las reformas estructurales (fiscal, eléctrica, laboral, educativa). Pero más allá de esta disputa escandalosa y mezquina, todo parece indicar que las elecciones de julio dejarán, otra vez, una Cámara de Diputados sin mayoría absoluta, en la que el PAN disputará la “primera minoría” con el PRI.

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Si Fox y su grupo quieren evitar que la administración naufrague en la dejadez y se extienda la decepción ciudadana, deben aprender que un escenario de “gobierno dividido” (donde el partido del Presidente no controla el Congreso) no es una tragedia ni anticipa, necesariamente, la parálisis gubernamental. Aunque sí obliga, como ocurre en la mayoría de los países democráticos, a desplegar inteligencia y astucia políticas para lograr acuerdos y construir mayorías ad hoc en los temas cruciales de la agenda. Nada más, pero nada menos. ¿Lograrán aprenderlo? La disputa personalizada entre liderazgos no parece adelantar una respuesta positiva.

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*El autor es director de Grupo Consultor Interdisciplinario.

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